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Una balada que te come el corazón

El calendario sudaba días y la luna se columpiaba en el Micalet para que Lahuerta narrase la metafísica de su vida, su equipo y la ciudad que recorre en Vespa

Hace un tiempo conocí La balada del Bar Torino (Drassana) por Pau Corachán en una de esas veces que ponía por las nubes la obra de Rafa Lahuerta Yúfera (Valencia, 1971) en Twitter. Decía que era mejor que cualquier otro libro que se le pudiera parecer. Después vi que también lo ensalzaba Paco Lloret, periodista al que debo muchas noches de domingo con la misma rutina de ver Minut a minut con comida china del restaurante Wei Feng de la avenida Burjassot.

Me hice con el escrito. La edición especial por motivo del centenario del Valencia en blanco y negro es resplandeciente y está muy chula con la fotografía del ‘Matador’ alzando los brazos en una celebración imborrable. Acabé ventilándome rápido En el camino de Jack Kerouac. Deseaba meterle mano a la balada, aunque, la verdad, lo tenía desde unos meses atrás. El ticket de la consumición de la discoteca Play y el boleto de la lotería del grupo de amigos de una compañera del curro que estaban tras la portada así lo corroboraban.

Empecé a leer un martes ventoso de invierno en el albor de marzo. Las palabras sonaban en mi sien con la voz de Residente y con el mismo ritmo con el que el puertorriqueño canta René por las 70 veces que escucho la canción al día. Fui tomando notas en una libreta vieja de la universidad. No las usaba mucho. Irene me pasaba todos los apuntes. A Andrades y a mí. Dejé de apuntar a las pocas páginas. Quería que la ola que surge de sus hojas me transportase mecido. Incluso me llevé el libro al baño, donde se me manchó por detrás de jabón porque mi sobrina lo había desparramado sobre la encimera. Esa misma niña que me preguntó qué es una tradición y no le respondí. La llevo al cine todas las navidades, le compro miles de petardos en Fallas y los tiro con ella. Me fascina ver la manera en la que corre tras encender la mecha para estar a salvo.

 

La Valencia donde se fundó el Valencia FC en un bar en pleno exceso fallero; una Valencia donde se usa la pirotecnia como un lenguaje y una manera de ser: “mediterránea, festiva, lúdica y efímera”

 

El texto empieza de manera frenética; la Valencia que veneraba a Blasco Ibáñez y que tenía al completo el compendio de sus obras pero que no las había leído, la Valencia que ya no es la ciudad que era y que se ha convertido en otra ciudad, la Valencia que habita con el mantra pijo de que vive de espaldas al mar, la Valencia donde se fundó el Valencia FC en un bar en pleno exceso fallero y “no en un colegio ni en una sacristía, ni siquiera en una farmacia como el Benfica lisboeta”, y una Valencia donde se usa la pirotecnia como un lenguaje y una manera de ser: “mediterránea, festiva, lúdica y efímera”.

Y el pensamiento de que el cap i cassal está a expensas de lo que hagan o puedan hacer otros, sin darle valor a lo que pase o se haga entre las Torres de Serrano y las de Quart. Siendo vistos por los mesetarios como unos provincianos, como si Valencia fuera un estanco con bandera. De este modo, también pone el foco en captar la esencia, la idiosincrasia, la naturaleza y de dónde provienen las raíces de la sociedad valenciana.

Pero este libro no es solo fútbol. Eso ya se atisba desde el primer momento en que lo arropas y era algo que ya me imaginaba. Nunca es solo fútbol. Son unas memorias profundas, escritas con un arpón en el esternón donde realiza un ajuste de cuentas con sus vivencias vividas y las de las personas que se encontraron y se encuentran a su alrededor, donde no tuvo que ser fácil retroceder para saber más de las heridas del pasado que todavía tienen eco en el presente. Todo ello, redactado con una prosa magistral, miles de adjetivos y usando el verbo perfecto en cada ocasión.    

En un relato que está hecho en carne viva mientras el autor pedaleaba una bicicleta estática y miraba al interminable mar Mediterráneo, arden, arden y arden las vivencias del protagonista dentro del lector como fuegos artificiales que explotan en la oscuridad de la noche. Es muy fácil sentirse identificado y partícipe de la historia aunque no sea la tuya. Muchos valencianistas han experimentado diferentes sensaciones con los sucesos que se narran. Pero no solo los amantes del conjunto che, también sensaciones que te transmiten y te provocan la mismísima existencia humana.

La historia del actor Manuel Hernández Ballesteros, abuelo del valenciano, que hizo su mejor función en el papel de un padre que desapareció y después volvió con su mujer y una hija que, en realidad, no era suya me comió el corazón. Este hombre fue el peor parado de la mentira que se inventó la abuela atractiva y que destilaba glamur del escritor. A pesar de ser, aparentemente, el malo, se ganó el amor y el afecto de esa niña que se la llevó junto a Adelina a su Valencia natal. Años después, los padres de Lahuerta se conocerían en esa misma metrópolis.

Fue su progenitor el que le tatuó en la piel, venas y huesos el sentimiento valencianista, el que mantuvo los pases pese al fallecimiento de su suegro y el que le inscribió en el censo de socios a los pocos días de salir del vientre de su madre. Perseverancia que le permitió ser el socio infantil número 1 entre 1983 y 1986. En el año en el que nació, el Valencia ganaba el campeonato nacional con Alfredo Di Stéfano como entrenador. Gesta a la que contribuyó el gol eterno de José Vicente Forment contra el Celta de Vigo. “No quisiera banalizar, pero fíjense si es grande la onda expansiva de La Liga de 1971. Incluso Quique, agnóstico futbolero desde su marcha a la India, me lo confesó en la Cuesta de Moyano rodeado de libros viejos: ‘Ya no veo fútbol, pero cuando el Valencia siempre me alegro. Me acuerdo de tu padre. Era imposible no quererle’”, relata. Todavía faltaban algunas jornadas, pero aquel título se lo agenció en Sarrià el Valencia, que fue “el primer equipo no madrileño que ganaba La Liga desde 1960”.

 

Tras leer el capítulo que lleva por título el nombre de su hermano, donde explica todo lo referente a él, lloré, lloré, no lo pude evitar. Supurando ya los ojos llorosos, me vino a la cabeza lo vivido los últimos meses con mi sobrino, el del medio de los tres. Médicos y más médicos, sin saber qué diantres le ocurría. Algo que sirvió para que mi hermana y yo nos uniéramos un poco más. Muchas noches preguntándonos por las cuestiones universales en la terraza de su casa. Lahuerta te pone la patata en un puño. Encuentra el mojo, lo coge, lo tiene y no lo suelta el cabrón.

Entre el horno familiar de Zurradores, el Bar Los Checas, el Vampiro, antros con gente vencida, el hogar en la calle Gorgos, viajes a Porto para ver al Valencia y donde se prefirió cenar marisco antes que dormir en una cama porque solo se disponía de dinero para una de las dos cosas, héroes anónimos como Gallolo, películas porno en autobuses de vuelta tras dejar casi sellado el descenso en Barcelona, anécdotas como la de un niño al que no creían cuando decía tener una camiseta de su equipo porque la tele era en blanco y negro y cuando Javier Rochina recogió cable al celebrar un gol en campo visitante, “Goooool… pero injusto”, dijo, Mestalla como epicentro y una ciudad separada por un río que hace bastante tiempo que no lleva agua como escenario de toda la trama, ahonda en su militancia blanquinegra desde antes de saber hablar para hacer un bello retrato de lo que él ha sentido en su viaje.

Arias, Arnesen, Baraja, Buqué, Claramunt, Claudio López, Fernando, Gorostiza, Mendieta, Penev, Puchades, Quique, Subirats, Vicente, Waldo o Wilkes, entre otros muchos, pero, sobre todo, Mario Alberto Kempes, que llegó en el momento preciso que un crio de cinco años empezaba a comprender todo lo que parecía visible pero en realidad estaba oscuro. Con el de la Córdoba argentina, el mejor jugador del mundo en su momento, tiene una foto Lahuerta con nueve años y también aparece su padre en ella con una senyera. La instantánea se tomó el día antes de ganar la Recopa de Europa del 80 en el césped del estadio de Heysel de Bruselas, donde cinco años más tarde morirían 39 aficionados en una de las tragedias más graves de este deporte.

 

“Habían pasado veinte años, pero Kempes seguía siendo el más grande. No nos engañemos. Todavía lo es. Es posible que nunca deje de serlo”

 

“Creo que la alegría ya no regresó hasta muchos años después, cuando el recuerdo de Kempes ya era bandera de la nostalgia, el eco de la gloria, el cantito tantas veces repetido por las huestes del Gol Gran, el mismo cántico que Mestalla hizo suyo casi desde la noche que se escuchó por primera vez, un 14 de febrero de 2001. Hablaba de Pablo Aimar y del Piojo López, pero era en realidad una nueva forma de rendirle pleitesía a él. A Kempes. Habían pasado veinte años pero Mario seguía siendo el más grande. No nos engañemos. Todavía lo es. Es posible que nunca deje de serlo”, escribe.

Siempre se sueña con marcar un gol que sirva a tu equipo para ganar un gran título. Yo todavía lo hago cada noche antes de dormir. Me caigo en la cama como si rematase de cabeza a la escuadra. Lahuerta soñaba con la grada, con estar animando, con qué hacer para ayudar al equipo. No fue hasta siendo mayor cuando pensó en anotar un tanto con la camiseta che. Tras pertenecer a los Yomus, ser partícipe en la creación de Gol Gran, una grada de apoyo al Valencia y estar al frente de la animación de Mestalla alrededor de dos décadas, decidió apartarse de ese meollo y convertirse en “comando itinerante de un solo miembro” con ubicación en la última fila, en la colina agreste del templo de la avenida de Suecia junto a la bandera del colista. 

 

“Al Valencia hay que ir a servir, no a servirse”

 

Tampoco se escapan del análisis con argumentos presidentes como Paco Roig, Juan Soler, Jaume Ortí o Ramos Costa, entre otros, o los medios de comunicación últimamente más acercados a la bufanda que a la buena pluma. “Al Valencia hay que ir a servir, no a servirse”, le dijo su padre. Asimismo, también se homenajea en la obra a Vicente Peris, quien se desvivió por el club más de tres décadas. Lahuerta reclama que ese hombre que lo dio todo por el Valencia reciba el respeto que se merece, ya que ayudó mucho a la entidad che a ser lo que es hoy.   

El de la terreta hace un repaso por las huellas de su pasado, por las que dejó el equipo al que su familia fue a ver en tartana desde Catarroja por primera vez en 1928 y por los cambios que han ido modificando Valencia y Mestalla, donde antes se maldecía en valenciano. A mi madre le dije si sabía que en ese local que tanto le gusta ir para comerse un bocadillo de calamares antes había un horno.

Emociones vertidas, eyaculación de comentarios ácidos e irónicos, expiación de los pecados, purificación del alma, valencianismo, amor, goles, derrotas, dosis culturales, victorias, finales, la Copa del Rey del 99, liberación individual, desgarro, rock and roll. Todo eso es La Balada del Bar Torino.

Acabé este artículo un domingo de resaca en el que vacié totalmente la nevera, aunque lo que me llenó fue tu sonata. No te conozco personalmente, Rafa, pero espero encontrarte algún día en tu balcón privado en Mestalla, en tu mesa para uno, en tu reducto. O en la caravana del churrero Dennis Canuto.

 


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