Please allow me to introduce myself / I’m a man of wealth and taste. Hubo un tiempo no muy lejano en el que ser descrito como simpático daba mala espina. En parte por el sutil juicio emitido, sobre todo por el voluminoso diagnóstico omitido. ¿Cómo era eso de los besos que no se dan? Eufemismos ha habido siempre, pero los pases horizontales de lo políticamente correcto añaden previsibilidad al lenguaje y hoy cuesta decir cosas, sorprender al receptor con una idea al hueco. Hubo un tiempo en el que nos sentíamos perennemente en el mercado y ser majo —como se dice con inmensa riqueza semántica en mi tierra— equivalía a no pasar el corte, a quedarse en mero jugador de plantilla, a hacer grupo, a por qué yo. Ser simpático era un córner en contra en el descuento.
I’ve been around for a long, long year / Stole many a man’s soul to waste. En medio del buenismo lingüístico y social que hoy nos rodea, trenzamos la jugada con paciencia impensable hasta haber aceptado la simpatía como inclinación afectiva. Temida ayer, respetada hoy. Es ley de vida: entrenadores y conceptos cambian sin cesar mientras menguamos en maldad y colmillo. No juzgo, describo. Por suerte nuestro equipo del alma sigue ocupando el trono de lo visceral ya que, en palabras de Eduardo Galeano, “se puede cambiar de mujer, partido político o religión, pero no de equipo de fútbol”. A veces creo que el exceso puntual, el tweet airado o el pueril manotazo a una puerta nos salvan en cierto modo. Somos también esto, pero no mucho y no siempre, me digo.
El simpatizante promete compromiso relativo y conveniente; en las buenas acompaña con optimismo despreocupado y en las malas se las arregla para capear el temporal con el chubasquero de la indiferencia
And I was ’round when Jesus Christ / Had his moment of doubt and pain. Los nuestros saltan al campo en el mejor de los casos dos veces por semana, lo que deja mucho tiempo y espacio para dejarse tentar por otros colores. Aunque en la vida suelo imponerme dudar de todo, hasta la fecha mi fe balompédica es inquebrantable. Y como tamaña coherencia emotiva —la única que conozco— me genera una mezcla de orgullo y curiosidad, hace tiempo que enriquezco mi uso y consumo de la eterna monogamia llamada fútbol acudiendo al noble arte de la sympátheia por otros equipos, experiencia politeísta que ofrece mucho syn (reunión, convergencia) y algo de pathos (afección, sufrimiento). Simpatizar es jugar con red, tener el control, legislar como cuando en la calle el balón era tuyo.
Made damn sure that Pilate / Washed his hands and sealed his fate. El simpatizante promete compromiso relativo y conveniente; en las buenas acompaña con optimismo despreocupado —la victoria de tu segundo equipo es como cuidar de un niño que no es tuyo— y en las malas se las arregla para capear el temporal con el chubasquero de la indiferencia —la derrota se parece a una bronca paterna dirigida a un hermano—. A cambio, los equipos simpatizados garantizan entretenimiento y, si se elige sabiamente, complementan esas inevitables lagunas identitarias o deportivas del equipo titular en tu corazón. Simpatizar expone menos que empatizar. No es terreno de llantos ni noches en vela, es fútbol de manos desinfectadas. Das poco, ergo no te sale exigir mucho.
Pleased to meet you / Hope you guess my name. No siempre es posible compartir ciudad con tus colores, pero sí lo es sincronizar latidos, canciones y aromas futbolísticos visitando esos santuarios de devoción redonda que son los estadios. Lugares de no traten de hacer esto en casa. Tampoco intenten resistirse. Porque somos también esto, pero no mucho y no siempre, me digo cada vez que voy a San Siro y soy tentado por serpientes y diablos. El fútbol da, da y da hasta que quita para seguir dando. Simpatizar in situ es acercarse de puntillas a la irresistible danza tribal del deporte rey. Disfrazarse de pagano entre creyentes. En la curva o en el sofá: elige sabiamente a quién entregas tu alma durante 90 minutos. Ah, y ni se te ocurra contar las palabras de este texto.
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Fotografía de Getty Images.