Lo confieso: la adhesión de mi yo adulto a la Teoría de la Manta es inquebrantable. Si me tapo la cabeza, descubro los pies y viceversa. Cuantos más partidos de fútbol miro, menos veo. Cuantas más ventanas abro en el navegador, menos se asoma a ellas la productividad. No se trata de salir a empatar en la vida, más bien de convivir con el universal déficit de atención de nuestro tiempo. La sociedad firmó un diabólico pacto con la cantidad sin reparar en que la letra pequeña advertía renunciar a la calidad. La ecuación es cristalina. El mismo tiempo dividido en muchas personas y demasiadas cosas arroja un cociente desolador. Tantos conocidos. Tan pocos amigos. Infinitos tuits. Escasas ideas. Licenciados en la Universidad de la prisa. No hay currículum que prescinda ya del término multitarea, probablemente en inglés y en negrita. Sin embargo, o acaso como reacción ante el abarcamiento ilusorio —realizar mil tareas simultáneas implica no prestar atención a ninguna—, algunos nos refugiamos en la nada glamurosa monotarea. Es nuestra manta y sabemos qué tapar en cada momento. El monotasking consiste en llevar a cabo una sola cosa, sin distracciones ni interrupciones, sin que el wearable device de turno vibre o se ilumine. Suena rudimentario. Pero no hay sentimiento más sofisticado que el nirvana posmoderno de la desconexión. Conocer la teoría no garantiza dominar la práctica. Por ejemplo. Empiezo mis viajes en avión con el móvil en modo ídem y con el propósito, noble y revolucionario, de retomar ese libro que coge polvo en la mesita de noche. Termino el viaje repasando la galería de fotos, cavilando frases ingeniosas que no publicaré y encendiendo los datos con alarmante dependencia mientras los pasajeros aplauden el aterrizaje.
Así las cosas, solo la natación me proporciona esa anhelada burbuja de ingravidez que, palabras mayores, ni el fútbol televisado ofrece. El cloro me hace ver todo más claro. Celebro no estar solo en mi cruzada contra el estímulo digital. El escritor Manuel Vilas dedicó un poema a ‘Los Nadadores Nocturnos’. “Voy a nadar al gimnasio, sí, prácticamente todos los días. Bajo el agua parece que el fracaso no existe”. A diferencia suya, odio perder la cuenta de los largos como me ocurre con las temporadas, cuyos dígitos ya no aferro como antes. La 16-17 no tiene el gancho de la 96-97. Tampoco logro memorizar los resultados de la jornada ni son ya hoja de ruta para encarar la semana. Me enfada especialmente no reconocer al instante la paisajística de cada campo —Riazor y su filtro tenue, La Romareda saturado, Anoeta húmedo, el Calderón cálido— ahora que son recintos homogeneizados. Nadando se me ocurrió que, en el ecosistema balompédico, ir al estadio es lo más parecido a la monotarea. La cobertura se desvanece en la grada junto a la conciencia individual. Guardar el móvil se antoja sensato porque, para sorpresa del espectador, el ojo disfruta en primicia de la acción antes de recibir una notificación invasiva. El cemento aísla, la pasión incomunica. La masa despierta nuestro lado salvaje y, por qué no decirlo, legitima la irracionalidad. Lo que pasa en el estadio se queda en el estadio. Es la natación del hincha. “Bebemos y nadamos, esa es nuestra vida, pero jamás, nunca jamás nos dirigimos la palabra, es un pacto, un raro pacto entre samuráis hundidos”.
El estadio, que debería ser rincón de pensar y sentir, cápsula en la que entregarse a la mejor monotarea del mundo, se convierte en anfiteatro hueco que aloja almas maltratadas
Lo confieso: lo que más le interesa del fútbol a mi yo adulto es la experiencia de usuario. La mía atraviesa un momento contradictorio. Quiero encenderme como antaño, pero la tecnología aporrea el botón de pausa y suspende mis emociones. ¿Progreso? Regresión. ¿Justicia? Confusión. Contener un puño apretado, ahogar un grito o pensarse dos veces un abrazo es una derrota sin remontada posible. Hablo del pérfido VAR, la mayor sacudida al producto desde la sanción del pase al portero allá por 1992. Paradójicamente, el retoque antiguo imprimió la velocidad que hoy echamos en falta y el invento moderno ralentiza el juego, congela los latidos y alimenta la desazón del aficionado. In situ es mucho peor. El estadio, que debería ser rincón de pensar y sentir, cápsula en la que entregarse a la mejor monotarea del mundo, se convierte en anfiteatro hueco que aloja almas maltratadas. Lejos de escapar de los pop-up de la vida cotidiana, decenas de miles de bobalicones aguardan desolados una sentencia siempre incomprensible mostrada por un luminoso device. No puede (¿ni quiere?) acabar con la polémica una herramienta manejada por manos que no son buenas ni malas, sino humanas. Árbitros que arbitran a otros árbitros. Qué podía salir mal. La única nota positiva del desaguisado reglamentario es haber aprendido la palabra ‘jibarizar’, esto es, reducir el tamaño, cuantía o importancia de algo. Justo eso ha hecho el VAR con nuestra redonda pasión, como denunció Santiago Segurola en El País: “El sistema es perverso desde la raíz. Se discute porque no funciona. Sus propagandistas nunca entendieron que la pretensión de justicia en el fútbol es inútil”. Resulta que Don Fútbol no le debe ninguna Champions a Buffon como aseguran las mentes intelectualmente perezosas.
En efecto, existe una obsesión reciente por comprender los caprichos del balón desde un método científico y por, ay, repartir justicia. La tendencia quizá es hija de su tiempo: hiperconectado, superespecializado y ultratecnológico. La fijación por numerar, categorizar y explicar el fútbol —corren ríos de tinta sobre sus porqués, a mí nadie me ha consultado— desemboca en un océano de incertidumbre. Se pisa, entonces, el terreno resbaladizo de la justicia. Cada vez que sale el tema cito a Sergio V. Jodar, compañero en esta revista, que diagnosticó que el gol es el Tribunal Supremo: “Dicta sentencia aunque no siempre sea comprensible. Es el polígrafo: te da la razón o te la quita. Es un final explosivo en una película que ‘ni fu ni fa’. Es la verdad en un deporte de mentiras. El fútbol es una subordinada que solo en el gol encuentra el punto final”. ¿El fútbol es justo? Como filósofo a tiempo perdido, veo la pregunta y subo a ¿acaso debe serlo? Quien llora supuestas injusticias no hace sino dar voz a su ego confundiendo universalidad con individualidad. El VAR es la herramienta ideal (para esto sí) que permite al cliente vomitar su ‘realidad opinionada’. Dudo que el aficionado busque equidad en un pasatiempo emotivo. Al contrario, se engancha desde la imprevisibilidad que las demás disciplinas artísticas envidian al fútbol. Cuando el cuero besa la red emite un juicio meridiano. El marcador no engaña. La naturaleza abstracta, retorcida y con frecuencia azarosa del juego no debe confundirse con la sencillez de su desenlace.
Como la sociedad, también el fútbol ha firmado un diabólico pacto con la cantidad siendo, en su caso, plenamente consciente de renunciar a la calidad. Se buscan nuevos adeptos para una causa innoble
Lo confieso: mi yo adulto se siente atraído por lo inexplicable. Por desgracia, se diría que el fútbol camina en dirección contraria. La sistemática videorrevisión de nuestros instintos no solo exaspera y confunde, además convierte el espectáculo en previsible. Balompié guionizado. No es un capítulo de Black Mirror. Tengo pocas certezas. Una de ellas es que la tecnología no acumulará aciertos suficientes en 100 años que compensen una sola reacción pasional anulada o atenuada, un solo alarido en vano por una cuestión de píxeles o de yardas. No vale la pena algo que frena la alegría. Jorge Valdano argumentó en Clarín que el balance máquina-hombre le resulta negativo: “La tecnología interfiere más de lo que ayuda. Me da miedo porque es muy invasiva. Cuando se mete no hay quien la saque, va a ir ganando territorio y va a terminar convirtiendo el fútbol en algo muy previsible”. Existe un brote verde de sensatez en la Premier League, cuyo público exige que ocurran muchas cosas a gran velocidad. Inglaterra fue pionera al introducir un avance objetivo y limpio como la goal-line technology. Irónicamente, el reloj del árbitro es un wearable device cuya vibración en tiempo real decreta si el esférico ha traspasado por completo la línea de gol. Por ahora complementa al nocivo VAR, no lo sustituye. Acaba de implementarse el fuera de juego semiautomático con la promesa de agilizar la burocracia del banderín. Mientras conviva con el pésimo VAR y no lo reemplace, me mantengo semiescéptico.
Como la sociedad, también el fútbol ha firmado un diabólico pacto con la cantidad siendo, en su caso, plenamente consciente de renunciar a la calidad. Se buscan nuevos adeptos para una causa innoble. Cuanto menos atentos, mejor, no vaya a ser que descubran los defectos de un producto esclavo del progreso. En Italia decimos que si stava meglio quando si stava peggio. Pesan las piernas de los futbolistas y pesan los párpados de los espectadores. Los primeros pronto dejarán de celebrar ningún gol y harán un Balotelli perenne, petrificados a la espera de que el monitor muestre la hora de embarque hacia el festejo (ya postizo, vacuo, inútil). Los segundos, en la tribuna o en el sofá, pronto dejarán de abrazarse o de corretear por casa porque puede que sí o puede que no, un momento, vamos a comprobar si al saltar como un resorte tenía usted un pie en la moqueta nueva. El fútbol es, o debería ser, salvaje y sentimental, como lo trazó Javier Marías. El fútbol debería ser, pero no es, la mejor monotarea de nuestra distraída existencia. Acaso la única posible, con permiso de la natación y su cloro que aclara. En cambio, el deporte rey es tan global como guionizado. La sorpresa abdica con el cetro tecnológico en la mano. El juego es insoportablemente justo para que muchos duerman a pierna suelta. Pobres. No puede valer la pena algo que suspende, en el sentido académico y físico de la palabra, nuestra alegría.
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