La nieve vuelve a caer sobre Boston cuando Kathrine Switzer, que no ha dejado de correr ni un momento, se gira hacia Arnie Briggs, su entrenador. “Sea como sea, voy a acabar esta carrera. Aunque sea sobre mis manos y de rodillas. Si no la termino, la gente dirá que las mujeres no podemos hacerlo, que solo buscaba notoriedad o algo. Así que tú haz lo que quieras, pero yo la voy a terminar”. A Switzer aún le queda por delante gran parte de la prestigiosa maratón de la capital de Massachusetts, y aunque todavía faltan algunos kilómetros para que los calambres la vengan a visitar y la sangre le empape los pies, ya siente dolor. Un dolor moral que se ha convertido en rabia. Una rabia orgullosa.
Es el 19 de abril de 1967 y Switzer está corriendo una prueba reservada solo para los hombres -porque así es como funcionan las cosas-. Aunque no lo hace para luchar ni lucha por hacerlo. Su excusa no es otra que la de correr por la felicidad de correr. Pero las malas formas de Jock Semple, director de carrera, acaban de convertirla en un símbolo. Escondida su feminidad tras una inscripción en la que solo constaban sus iniciales, y con el ‘261’ fijado con imperdibles en su sudadera, es una atleta más en un mar de corredores que, aun extrañados, la han recibido en la línea de salida con una sonrisa sincera. No así Semple, que al poco de sonar el pistoletazo se abalanza con violencia sobre ella para retirarle el dorsal. “Nunca una dama ha corrido esta prueba”, le había dicho Arnie meses atrás, antes de que ella lo convenciera a base de entrenamientos e hiciera de él su más beligerante defensor. Pero para el juez no hay nada que demostrar. “¡Sal de mi carrera y dame ese número!”, grita. La intervención de otro corredor, Tom Miller, pareja de Switzer, jugador de fútbol americano y lanzador de martillo, que hace volar a Jock de un empujón al suelo, le permite zafarse y salir disparada.
Semple se levantará y lo volverá a intentar, sin éxito. A partir de ahí, la inmensidad del reto, compartido con cada uno de los corredores que aquella mañana gélida de primavera se habían despertado y habían desayunado pensando en lo largas y terroríficas que son 26 millas. La prensa gráfica la rodea desde sus vehículos mientras ella corre. Es la noticia, y en unas horas será célebre en todo el país. Pero Switzer está sola. Con Arnie y otro amigo, John, siguiendo su ritmo, sí. Pero sola. Cabeza gacha, escucha el sonido de la respiración y de la zapatilla pegando en el asfalto. Corre.
Cada paso le devuelve fuerzas y algo de aquella ilusión nerviosa con la que horas antes se había plantado en Boston. Al terminar, un abrazo. Y silencio. Ni un aplauso, solo periodistas empapados que llevan horas esperándola. “¿Qué te ha motivado a hacerlo?”, le preguntan. “Me gusta correr”. Y esa respuesta, 52 años después, y a las puertas de un nuevo Mundial de fútbol femenino, debería seguir siendo más que suficiente.