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Por qué veo el fútbol solo

Hay muchos aficionados al fútbol que, cuando hay partido, necesitan ir al campo, al bar, juntarse con los amigos. Luego están los que eligen la soledad, ya sea para celebrar un gol o llorar una derrota

fútbol

No es algo de lo que esté orgulloso. Ni de lo que me avergüence. Tampoco lo he pensado demasiado. Lo necesito, lo hago, punto. Funciona siempre igual: esquivo invitaciones, me escaqueo con cualquier excusa, pido perdón, me encierro en casa. Como un lunático. Como un prófugo. Un mundo de silencio para mí solo. Abro el ordenador, pido la contraseña del Movistar+ a mi contacto, ya no sé ni cuántas cenas le debo. Parezco un hikikomori: todo lo que existe acaba en la pared de enfrente. Faltan diez, quince minutos. Es básico no ir pillado ni sobrado, manejar la justa porción de tiempo. También que las ventanas no estén abiertas y no pueda escucharse la celebración de la calle: que te guste el fútbol y no tener un duro es compatible, siempre que asumas que en tu vida el gol es un regalo que llega con retraso. Puto delay. Pero no hay drama. Pueden pasar segundos, días, años: seguirá siendo un gol, esa cosa insuperable. Saco la primera cerveza de la nevera, desbordo el cuenco de Ruffles. Aparto el móvil. No quiero leer ningún mensaje. No soporto que me hablen cuando estoy viendo fútbol. No es tan raro, pienso. Tampoco soporto que lo hagan cuando leo, cuando cago, cuando follo. A veces es preciso tirar del cable que nos une al resto y desenchufarlo. “Estoy solo y no hay nadie en el espejo”, escribió Borges. Son dos horas. Quizás menos. El verde de la pantalla, el runrún interior, la segunda cerveza, los gritos a la nada. La felicidad o la desgracia huecas, sin respuesta. Lanzar el balón y que nadie te lo devuelva. No sé qué nos pasa a los que necesitamos ver los partidos solos, pero sí que sé lo que pensamos: jamás preferiremos verlos acompañados. Es un trastorno. Una manía. Un vicio. Una manera de ser. Por el camino perdemos mucho —abrazos, recuerdos, luchas compartidas—, pero aceptamos el trato. Después de todo, sabemos que no somos los únicos. Que si contáramos lo que nos ocurre, alguien, al otro lado, levantaría la mano. Que nos diría que le sucede lo mismo y que nos entenderíamos como si fuéramos hermanos. Y que no quedaríamos para ver juntos la siguiente jornada.

 


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Fotografía de Getty Images.