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Por qué no veo los partidos de mi máximo rival

Hay muchos aficionados que están convencidos de que la única manera de que su enemigo pierda es mirar hacia otro lado. Es solo la primera manía de una lista infinita

Lo admito, lo reconozco, lo confieso: puedo hacer las salvajadas más inverosímiles. Tengo muchos años de sufrimiento encima y solo una certeza. La clave es no ver el partido. No estar ahí. No arruinarlo. Puedo simular que el fútbol, de repente, me interesa lo mismo que la nanotecnología o el taoísmo. Puedo fingir un sueño abismal, un dolor de barriga terrible, unas ganas kilométricas de leerme la última novela de Sara Mesa. Puedo inventarme una cita con el alergólogo, una visita a un museo, unas entradas para un concierto, un paseo por las afueras de ninguna parte. Soy capaz de desenchufar la tele, de desinstalar el router, de bajar las persianas hasta el tope. De esconder el móvil tres horas en el cajón de las galletas. Puedo engañarme a mí mismo ciento cuarenta veces. Decirme que, para que todo vaya bien, la mesita del salón tiene que estar exactamente así, ordenadita, cada objeto en su sitio, más pulcritud que en el carro de instrumentos de un cirujano. Puedo cenar lo mismo que la última vez. Pasar el plumero por los cuadros. Poner una lavadora. Caminar por el pasillo sin pisar las juntas de las baldosas. Escoger una canción de Dano y subir el volumen hasta límites inexplorados. Soy capaz de perder completamente la cabeza y aun así actuar como si nunca hubiera estado más centrado. Pero si alguien me estuviera espiando por una mirilla, y de golpe abriera la puerta y me preguntara, le diría que no me he vuelto loco: solo estoy ordenando el cosmos para que el máximo rival de mi equipo pierda. En un mundo ideal, tu felicidad no debería depender, bajo ningún concepto, de si logras arrebatársela a los demás. Eso es mezquino, ruin, intolerable. No tiene ningún sentido. Pero tampoco lo tiene el fútbol. Y, quizá justamente por eso, aquí seguimos. 

 


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Fotografía de Getty Images.