Americana azul, camisa desabrochada, corbata suelta y gabardina al hombro. Las imágenes de televisión grabadas el 19 de marzo de 1979, a la llegada del Dynamo Berlín a Kaiserslautern, muestran a un futbolista con aspecto incómodo y pelo alborotado. El mismo que salta al terreno de juego unas horas después. La cámara lo registra de nuevo con cara de fastidio, mientras protagoniza un gesto premonitorio: se estira la casaca roja del Dynamo, como si le quedara pequeña. A Lutz Eigendorf le oprime el sistema político de la República Democrática Alemana, le asfixia el Muro que convierte en prisioneros a sus 16 millones de ciudadanos. Por eso aprovechará aquel amistoso contra la RFA para desertar.
Al día siguiente, el autocar de regreso a Berlín Oriental se detiene para hacer unas compras. Eigendorf esprinta hacia un taxi. Él, un centrocampista defensivo al que apodan el ‘Beckenbauer del Este’, se escapa de la marca más pegajosa que pudo soñarse. Los servicios secretos de la Alemania comunista, con un agente por cada seis habitantes -mil veces menos que la KGB soviética o la Gestapo nazi- no advierten el regate del centrocampista. Su mujer y su hija recién nacida quedan al otro lado del muro. Como Erich Mielke.
A partes iguales la persona más odiada y temida de la RDA, Mielke encarnaba lo peor del régimen de Berlín-Este. Desde un bloque granítico de la Normannenstrasse, el viejo estalinista lo veía todo, lo oía todo y lo sabía todo gracias a los 200.000 colaboradores de la Stasi, la policía política. Y, para desgracia de Eigendorf, le encantaba el fútbol. Unos 500 deportistas desertarían de la RDA pero ninguno obsesionó tanto a Mielke como el ‘Beckenbauer del Este’, porque a la traición al país se le sumó otra de carácter personal: además de Ministro de Seguridad, Mielke ostentaba la presidencia del propio Dynamo berlinés.
La madrugada del 5 de marzo de 1983 el Alfa Romeo de un Eigendorf supuestamente envenenado se estampa contra un árbol. El futbolista fallece a los 26 años
Al finalizar la década de los 70, cuando la RDA perfilaba su declive económico y político, Mielke se propuso extender su poder a los terrenos de juego. Y lo logró: la deserción de Eigendorf empañó el primero de los diez títulos ligueros consecutivos que atesoraría el Dynamo. No hace falta demasiada fantasía para imaginar qué papel desempeñó la imparcialidad arbitral en aquella secuencia triunfal. “Era un fanático del fútbol”, reconoce un ex alto cargo de la Stasi, “le encantaba tenerlo todo bajo control”.
Eigendorf lo sabía. Tras superar un año de vergonzante sanción de la UEFA por abandonar su país, firmó dos modestas campañas en el Kaiserslautern. Pero su carrera se estancó, víctima de la agobiante red tejida desde el otro lado del Muro para controlarle. Más de 50 agentes se turnaron en la vigilancia de su entorno, algunos con misiones especialmente cínicas. Uno de ellos, nombre en clave Klaus Schlosser, logra convertirse en su mejor amigo; otro, en Berlín-Oriental, convence a su esposa de no seguir los pasos del futbolista. ¿Cómo? Enamorándola y casándose con ella.
En el verano de 1982, Eigendorf ficha por el Eintracht Braunschweig y funda una nueva familia. “Le aterraba la posibilidad de que la Stasi le secuestrase”, recuerda su segunda esposa. Unos meses después, Eigendorf critica a la RDA en la televisión germano-occidental, en unas declaraciones realizadas ante el propio Muro de Berlín. El viejo Mielke enloquece de rabia y ordena la misión Tod dem Verräter, muerte al traidor. La madrugada del 5 de marzo de 1983 el Alfa Romeo de un Eigendorf supuestamente envenenado se estampa contra un árbol. El futbolista fallece a los 26 años. Ese mismo día, su falso amigo Schlosser recibió de la Stasi 500 marcos de gratificación.