En la madrugada del domingo al lunes, Los Ángeles Lakers conquistaron su 17º título de la NBA. Con ello, la estrella angelina, LeBron James, se ponía por cuarta vez en su vida el anillo de campeón en el dedo. Y se reavivó el debate eterno. ¿Quién es el mejor de la historia de este deporte? ¿Jordan o James? ¿‘His Airness’ o ‘The King’? Molan estas controversias. La disparidad de opiniones. Discutir sobre quién ha sido el baloncestista que más ha dominado en su tiempo y en la historia le da vida al deporte. Porque qué sería de la competición sin discusiones, sin desencuentros, sin enfrentamientos. ¿Unos cuantos minutos de diversión o sufrimiento y a la cama? No, gracias.
El problema viene cuando uno de los más grandes de la historia, Magic Johnson, lo simplifica todo a los números. Seis títulos de Jordan por cuatro de James. Entonces, Jordan es el mejor. ¿En serio? ¿Casi dos décadas sobre el parqué cada uno para reducirlo todo al número de anillos en los dedos? No tengo ni pajolera idea de baloncesto. Nunca seré capaz de opinar sobre si uno es mejor que el otro. Pero resumirlo todo a eso, a la estadística, me chirría. El legado que dejaron, su trascendencia en la evolución del juego, su superioridad día tras día en la cancha, el antes y el después que han marcado o marcarán; eso es lo que realmente debería importar en el juicio final.
Extrapolando el mismo debate al fútbol, desde France Football lanzaron recientemente una encuesta en la que decidir al equipo de oro de la historia del deporte rey. Al quedarnos huérfanos de Balón de Oro, quisieron alimentar al público sondeándolo con la confección del mejor ‘once’ posible. A falta de pan, buenas son galletas, dicen. Aunque el problema de hoy en día es que el pan se nos ha quedado reseco y las galletas, reblandecidas.
Ganar es único, mágico. Pero también jodidísimo. Y puede tener relevancia en los argumentos que uno dé en sus debates de televisión, de bar o de sobremesa. Aunque la justa
Cuando la revista gala publicó los candidatos a ocupar el lateral diestro, las redes estallaron. La ausencia de Dani Alves causó estragos en muchos. Su argumento: el brasileño es el futbolista con más títulos de la historia. Otra vez la misma cantinela. Títulos, títulos y solo títulos. No sé si será el mejor en su sitio, pero al menos busquemos razones que realmente lo avalen para entrar en la disputa. Yo qué sé, por ejemplo decir que es, si no el único, de los pocos laterales que hayamos visto capaces de organizar el juego de un equipo desde el carril. Que antes de él, su posición estaba hasta casi mal vista. Qui val, val, i qui no, lateral, que decía el refranero del fútbol catalán. Porque ha habido un antes y un después en la concepción del lateral tras genios como Dani Alves -no solo tras él, obvio-; han pasado de ser un peón entre tantos al mejor alfil, a considerarse vitales en el planteamiento ofensivo de cualquier entrenador cuando antaño solo lo eran en cuestiones defensivas.
Y ese no es un problema que atañe exclusivamente al fútbol, o al baloncesto, o al deporte en general, sino que estas disciplinas solo reflejan lo que ocurre hoy en la sociedad. Te piden dos carreras, tres posgrados, cinco másteres y haber descubierto la cura del cáncer para cualquier empleo de tu sector. Luego, cuando optas a un puesto, “es que te falta experiencia”. ¿Nos estáis vacilando?
Dejemos atrás el tanto tienes, tanto vales para volver al pasado. Retomemos fijarnos en el cómo, en el qué, y no en el maldito cuánto. Regresemos a aquel tiempo en el que a Ronaldo, el brasileño, la mayoría consideraba el mejor ‘9’ de la historia sin la necesidad de levantar la ‘Orejona’. Que el argumento más sólido para defender su categoría de mejor delantero jamás visto sean aquellos regates a cualquier portero que se le opusiera, aquel año con el Barça, aquella potencia en la zancada, aquella manera de definir y los goles que seguía marcando aun con sus kilitos de más. Venerábamos a Bergkamp, a Cantona, a Matthäus, a Romário, y ellos, como el ‘Fenómeno’, nunca degustaron el placer que se sentía al besar el trofeo de la Copa de Europa. Exigimos a Leo Messi que gane una Copa del Mundo para situarle en el mismo escalón que Maradona, pero, a su vez, a nadie se le caen los anillos al ubicar a Alfredo Di Stéfano en el Olimpo del fútbol cuando no tuvo ocasión de disputar un solo Mundial. Es tan obvio que la ‘Saeta’ debe estar ahí, entre los gigantes, -por llevar al Real Madrid a cotas inimaginables antes de los 50 y por revolucionar el juego como todocampista- como que una maldita copa de oro no puede empujar al ’10’ del Barça escaleras abajo.
Y sí, ganar es único, mágico. Pero también jodidísimo. Y puede tener relevancia en los argumentos que uno dé en sus debates de televisión, de bar o de sobremesa. Aunque la justa. Porque un título, un éxito, un currículum, es en realidad una ínfima parte del legado que deja alguien en su disciplina. Maldita titulitis.
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Fotografía de Getty Images.