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Los agujeros de ratón de Fernán Gómez

Fernán Gómez asegura en sus memorias que casi ni le dejaban jugar al fútbol de mal que lo hacía. Pero para no quedar al margen, decidió que se haría directivo

Es una escena que se queda grabada en la cabeza. Faustino ríe, bobalicón y monstruoso a la vez, pensando que una quiniela con 14 aciertos va a sacarle a él y a su familia de la pobreza. Habla con desprecio a su esposa Eloísa antes de ir derrumbándose a lo largo de las siguientes horas. Esa quiniela es como si nada, no sirve. Hay tantos acertantes que el premio a repartir es muy poco. Es El mundo sigue, la impresionante adaptación de Fernando Fernán Gómez al cine de la novela de Juan Antonio de Zunzunegui. La obra es una sinfonía de impugnación de la sacrosanta cultura meritocrática. Ambientada además en un barrio de Malasaña cuando ni siquiera se llamaba así, sino Maravillas, un entramado polvoriento donde los críos todavía jugaban al balón. Hoy, imposible, pues ordenanzas cívicas y terrazas mandan. En El mundo sigue vemos uno de esos mensajes, casi un easter egg podríamos decir, que la sociedad de clases, más que ocultar, anda siempre deseosa de lanzarnos y recordarnos: el ascensor social tiene un máximo de capacidad, y más alto, mejor y rápido subirás cuantos más se queden en la planta baja riendo como bobos y monstruos.

No era muy de fútbol Fernando Fernán Gómez, sobre quien la editorial Blackie Books publica una “antología polifacética de obra y vida” con motivo de su centenario. No lo era y sin embargo será de los pocos actores españoles que han alternado protagonismo sentimental con los dos clubes grandes de Madrid, que me perdone el Rayo, imbatible este año en Vallecas. En El mundo sigue, el Faustino al que da vida el actor es un madridista al que vemos incluso ir a Chamartín. De hecho, su bar es una peña ‘merengue’. Unos años antes, Fernán Gómez protagonizó la comedia El fenómeno. Allí, en cambio, era un catedrático confundido con un flamante fichaje del Atlético de Madrid. La película contiene algunos de esos planos que los más nostálgicos de la gradona del Metropolitano rojiblanco nunca olvidaron. No parecía muy futbolero Fernán Gómez y sin embargo sobre este deporte escribió el que sería su último artículo. Hay que situarse en un antiguo cementerio en el castizo barrio de Arapiles, no lejos de la Glorieta de Quevedo. El Campo de las Calaveras, lo llamaban. Fernán Gómez habla en ese texto de una especie de ensoñación en duermevela, una pelea en ese campo que le sirve para decir que lo importante del juego es meter gol al contrario y no dejar que este haga lo propio en tu puerta. Algo que aprendió, escribe, en la crispación política que poco a poco fue marcando el contexto de su niñez y preadolescencia.

 

En ‘El mundo sigue’, el Faustino al que da vida el actor es un madridista al que vemos incluso ir a Chamartín. Unos años antes, Fernán Gómez protagonizó la comedia ‘El fenómeno’. Allí, en cambio, era un catedrático confundido con un flamante fichaje del Atlético

 

El pequeño Fernán Gómez no fue tampoco un gran mediapunta, ningún defensa infranqueable. El típico al que no elegían nunca los capitanes para el equipo. Asegura en sus memorias que casi ni le dejaban jugar de mal que lo hacía. Pero, ah, el fútbol, ritual socializador fundamental: para no quedar al margen, Fernán Gómez decidió que se haría directivo. Fundó un equipo, hizo pagar una cuota mayor que la del rival que ya existía en la misma calle, y se propuso hacer fichajes. Aquel equipo “rico y elegante”, como lo llamaba, fracasó. El futuro actor se quedó con el dinero, cuenta, que para eso era también tesorero. Aquella experiencia le sirvió como base para un relato incluido en Cuentos de fútbol, un libro coordinado por Jorge Valdano. Está en aquella iniciativa directiva un nervio que se adaptaría a situaciones más comprometidas de su vida adulta. Actor, director, dramaturgo, guionista televisivo, novelista, poeta, ensayista: Fernán Gómez se adelantó a la flexibilización laboral que hoy en día arrecia. Se diversificó profesionalmente, decía, por miedo. Por la inseguridad del oficio, porque quizá en algún momento tendría que vivir de algo que no hiciera bien. Cuantos más agujeros haya para que el ratón se meta en ellos, recordaba, menos posibilidades habrá de que el gato se lo coma.

Aunque alcanzó el metro ochenta, poco variado comió el niño todavía llamado Fernando Fernández Gómez. Al programa Con las manos en la masa fue a cocinar junto a Elena Santonja unas “lentejas con casi nada”. Era un homenaje a las lentejas con realmente nada que eran habituales durante la guerra y la posguerra en muchas casas, entre ellas la del pelirrojo, alto y enclenque hijo de actriz soltera, diferente en eso a muchos de sus compañeros. Circunstancias que sentía que le alejaban de la norma y que, como dijo décadas después, por suerte ya no recordaba si le hacían sufrir. En su obra, en concreto en Las bicicletas son para el verano, están esas legumbres, los garbanzos mondos y lirondos, el arroz con chirlas, más asequibles que las almejas y el agua con sospechas de bacalao. Esa era su genialidad. Ni con el fútbol ni con la comida, placeres humanos que no se hacen solos, nunca traicionar la realidad en el arte. Escribirla bien sí, representarla bien sí. Convertirla, en el fondo, en imposible de obviar. Que para eso está el talento.

 


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