PUBLICIDAD

Lee un avance de ‘Streltsov’, el nuevo libro de Jonathan Wilson

El nuevo libro de Panenka lleva la firma de un referente del periodismo deportivo: Jonathan Wilson. Aquí un avance editorial

En los años cincuenta, los aficionados del Torpedo de Moscú creían que la nueva estrella del fútbol mundial vestía sus colores. A Eduard Streltsov no había quién lo parase, lo comparaban con Pelé, y algunos defienden que podría haberlo superado. Pero en vísperas de la Copa del Mundo de Suecia, fue arrestado y mandado al gulag, lo que obligó a miles de seguidores a reconsiderar su admiración. En esta deslumbrante novela biográfica, Jonathan Wilson nos habla del auge y de la caída, del estrellato y del alcoholismo, de la verdad y de la mentira a través de un personaje sombrío que estaba preparado para ganar todos los partidos excepto el más importante.


YA A LA VENTA

En estas librerías

En nuestra tienda online


Estábamos allí por una sola razón. Normalmente no me habría molestado en acudir a un partido amistoso, no a un partido como ese, del juvenil, a no ser que me lo hubieran pedido específicamente. Hasta yo puedo empacharme de fútbol. Y, a decir verdad, por aquel entonces me había acostumbrado a sentarme solo en casa con la radio, y los papeles, y uno o dos tragos de vodka. Había desarrollado un complejo con mi cojera y a menudo rehuía la compañía. Pero nos dijeron que ese chaval era único, así que Misha me llevó a rastras. Decían que era muy especial. Streltsov. Eduard Anatólievich Streltsov, Edik, el chico que me fascinaría por el resto de mi vida. Me decepcionó y me rompió el corazón, pero yo siempre le amé. Era el mejor futbolista que vi jamás.

Vasili Sevastyánovich Provornov, el entrenador del juvenil, estaba emocionado, y pocas cosas conseguían ponerle así. Intentaba esconderlo, por supuesto, pero se le notaba. Su amigo Mark Levin, que entrenaba al juvenil de la fábrica Fraser, le dijo que tenía tres chicos que quizás nos interesarían. Pero todos sabíamos que Streltsov era por el que estábamos entusiasmados. Tenía dieciséis años, corpulento por su edad, técnicamente sublime, una estrella en ciernes.

O eso decían. Lo habíamos oído antes, claro. El fútbol está lleno de prodigios. Siempre son los mejores. Más rápidos, más fuertes, más jóvenes y más hábiles. El tiro con más potencia jamás visto. Pero también te vuelve cínico. Dejas de creer en héroes. Ni siquiera me refiero a las interferencias, a las intromisiones políticas, a las estupideces. Me refiero a que las personas son decepcionantemente normales, las expectativas casi nunca están justificadas, e incluso cuando lo están pronto desaparecen. Nada quita el brillo como la familiaridad.

 

“Nos dijeron que ese chaval era único. Streltsov. Eduard Anatólievich Streltsov, Edik, el chico que me fascinaría por el resto de mi vida. Me decepcionó y me rompió el corazón, pero yo siempre le amé. Era el mejor futbolista que vi jamás”

 

Pero aun así presentíamos que esta vez sería distinto. Con Misha, estábamos de pie detrás de nuestra portería en Pliuschevo, deseando ser seducidos, pero esperando un desengaño. Los equipos se juntaron para el saque. Fijé mi vista en la otra mitad del campo. ¿Dónde se había metido? Nos habían dicho que era un chico grande y rubio, pero no lograba identificarle. Allí estaban Ievgueni Grishkov y Lev Kondrátiev, los otros objetivos, pero ¿dónde se había metido ese tal Streltsov?

Me giré hacia Misha, pero estaba hablando con un señor mayor de la fábrica Fraser. Él siempre hablaba con la gente, siempre conseguía información. Se le daba bien. También hablar con las mujeres. O al menos con una de las chicas de la oficina: Eva, con pelo pálido, nariz bonita y buen corazón. Quizás fue ella quien le dijo a Misha que me sacara de mis lamentos.

Streltsov

Streltsov, según Misha descubrió, había sido seleccionado para el primer equipo de Fraser, que estaba jugando en Perovo. El partido había empezado hacía un rato y el plan era que el muchacho, una vez finalizado el encuentro, se apresurara hasta allí para unirse al amistoso tan pronto como pudiera. Mi primera reacción, debo admitirlo, fue de ira. Era un sinsentido. ¿Cómo podían hacer jugar a un chico 90 minutos con los hombres, en un partido de la liga de las fábricas que seguro que sería durísimo, para después obligarle a cruzar Moscú en bici y esperar que rindiera en una prueba con el Torpedo? Pensé en marcharme en ese mismo instante, pero era una tarde cálida y Misha llevaba una petaca. Hay peores planes que ver el fútbol al sol con un amigo.

 

“Exageraría al afirmar que entonces vi la cautela que muchos tomaban por calma, pero creo que estaba claro que ese equipo ya le quedaba pequeño. La sensación de advenimiento se avivó”

 

Y así es como, la primera vez que vi a Edik, iba montado en una bicicleta y derrapó hasta frenar junto a la línea de banda, con las mejillas enrojecidas y el rubio tupé cayéndole por la frente, las botas atadas por los cordones y colgándole del cuello. Una sonrisa burlona le llenaba la cara y creo que, si Levin le hubiera dejado, hubiera salido a jugar en ese mismo instante. Pero le dijo que se calmara, se cambiara las botas, cogiera aire y tomara su lugar al inicio de la segunda parte.

Durante el descanso, Misha y yo rodeamos el campo hasta el otro lado, pasando junto a los equipos, que se preparaban para retomar el juego. Le busqué con la mirada, por supuesto. La llegada dramática, la forma en que había brincado del sillín, era suficiente para hacerse una idea de su magnetismo. Estaba arrodillado, ligeramente apartado del resto de sus compañeros, silencioso y en calma, manoseando las botas. Exageraría al afirmar que entonces vi la cautela que muchos tomaban por calma, pero creo que estaba claro que ese equipo ya le quedaba pequeño. La sensación de advenimiento se avivó.


Traducción de Arnau Villà i Martí