Recuerdo las primeras espinilleras que me puse para jugar un partido de fútbol casi tanto como la primera vez que, unos días antes, alguien me dio una patada entre el tobillo y la rodilla. Quien ha recibido un golpe en esa zona frontal de la pierna, es decir, casi cualquiera que haya corrido detrás de un balón, sabe que eso no es dolor, es barbarie. Un timbrazo agudo, como si alguien soplara con violencia una flauta a un centímetro de tu oído. Un calvario absoluto, como si te estuvieran serrando el hueso allí mismo. Una sensación infame, imposible de describir en un texto. Solo dura unos segundos. Pero qué tortura.
Llegué a casa todavía temblando por el mal rato y abrí uno de los cajones de mi habitación, donde había guardado las espinilleras que mi tío me había regalado en las Navidades anteriores. Recuerdo que pensé que aquello me estorbaría y que no me lo iba a poner en mi vida. Recuerdo que, después de ese trastazo, había cambiado de opinión, y que las saqué del mueble como quien desenfunda su secreto mejor guardado. Recuerdo que, a partir de ese tarde, ya no me las quité de encima. Uno se hace mayor el día que entiende que la salud es algo más que un tema susceptible de salir en un examen. Uno se hace mayor el día que salta al césped con esos dos bultos escondidos debajo de las medias, dispuesto a ir a un balón dividido sin miedo a que vuelvan a sonar los malditos acordes del diablo.
A veces me estremezco cuando alguien me comenta que los futbolistas de antes, incluso los profesionales, se ganaban el salario sin unas espinilleras protegiéndoles las piernas. Eran otros tiempos, sí. Pero aquello no me entra en la cabeza. Como si llovieran flechas y no tuvieras un escudo con el que guarecerte. Vaya faena. Tarea solo apta para héroes.
Hoy, las cosas han cambiado. Un jugador o una jugadora no sale del vestuario sin antes ajustarse la protección encima de cada pie. La mayoría tiene hasta espinilleras personalizadas, porque saben que los van a acompañar siempre a todas partes. Son nuestras inseparables aliadas. Hicimos de la necesidad una costumbre, y, después de tantos años jugando, ya ni siquiera las notamos, como sucede con las gorras, las gafas o los pendientes.
El fútbol avanza a pasos agigantados, y no hay semana en el que no vuelva a girar otro poco. Revoluciones tácticas, cambios físicos, ajustes del reglamento, nuevas competiciones… Al ritmo que vamos, yo no descartaría prácticamente nada. Si me pongo dramático, puedo hasta imaginarme el día en el que se juegue sin balón y no nos importe un carajo. ¿Pero un fútbol sin espinilleras? Calla, calla. Que me estoy acordando de aquella patada. No quiero ni pensarlo.
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Fotografía de Getty Images.