Ahora que está por volver la Copa de Europa, me permití recuperar la eliminatoria de seminales entre el Leeds United y el Valencia de la temporada 2000-01, al tiempo que confirmaba que ya me era imposible mirar el fútbol con la mirada tierna y cándida de antaño.
Mientras volvía a Elland Road y Mestalla, no podía dejar de pensar en las horas de sueño invertidas por David O’Leary para lograr armonizar un tridente con Harry Kewell, Mark Viduka y Alan Smith sin atentar contra la rigidez táctica y cultural de su sistema, o las posibilidades infinitas que le ofrecía un recién desembarcado Pablo Aimar a Héctor Cúper como segundo punta, por detrás de John Carew dentro de aquel 4-4-2 innegociable.
¿Qué valor tendría el Gaizka Mendieta de entonces, por el que la Lazio post-Sven-Göran Eriksson pagaría una cifra récord meses más tarde, como llegador en el fútbol actual? ¿Sería capaz el tándem Ayala-Pellegrino de erigirse como un garante competitivo defendiendo su área? ¿Carew podría jugar en algún equipo aspirante condicionando en el juego directo? ¿El golpeo de Ian Harte podría guardar un punto de comparación respecto al de Trent Alexander-Arnold? ¿Su techo competitivo y defectos eran más o menos los mismos? ¿Eric Bakke, David Batty u Olivier Dacourt serían centrocampistas válidos para un semifinalista de Champions actual?
Además de las conducciones stendhalianas de Aimar, se me quedó especialmente grabada una postal bellísima del exterior exagerado del Killy González, el prototipo de jugador de banda del Atlético de Madrid made in Simeone, en un cambio de orientación a Juan Sánchez, un extremo con mucha sensibilidad para pisar zonas interiores cada vez que la jugada se lo pedía. El Valencia reactivo de aquella época, constituido sobre las bases ideológicas de Claudio Ranieri, se quedaría en la antesala de la más grande de las glorias europeas por segundo año consecutivo tras perder en penales con el Bayern Múnich de Steffan Effenberg y Oliver Khan, quizá los dos hombres que mejor simbolizaron los últimos coletazos del puño de hierro dictatorial alemán.
A todo esto, aterricé en una semifinal de principios de siglo encandilado por una entrevista con un jovencísimo Mark Viduka —entonces promesa del Melbourne Knights de Australia—, en la que se advertía como un futbolista demasiado indolente para competir dentro del ritmo frenético de la recién constituida Premier League inglesa. Hoy podemos decir que aquello fue todo menos un gesto premonitorio.
Parafraseando al gran escritor madrileño Eloy Tizón, certifico que tener cultura —futbolera— no consiste en acumular información enciclopédica, sino en afilar tu capacidad para establecer conexiones entre dos puntos distantes. Pienso en aquel fanático que identifica en el Rio Ferdinand del Leeds al preludio del central dominante del Manchester United o en el lector que reconoce al Rocamadour cortazariano en Cien años de soledad, la obra que canonizó a Gabriel García Márquez.
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Fotografía de Imago.