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Así empieza ‘Perder’, una novela sobre el arte (y el peso) de la derrota

Publicamos las primeras páginas de 'Perder', la novela de Francisco Cabezas que este verano se añadió a nuestro catálogo de libros de fútbol

A Carlos García le dicen en el periódico que su nombre es demasiado común. Por eso, cuando empieza a escribir las crónicas del FC Barcelona, firma como K. Tras la máscara del pseudónimo, el estudiante que soñaba con redacciones envueltas en humo y gritos a la hora del cierre inicia su prometedora carrera sin haber salido de la universidad. Pero los sueños pocas veces están hechos de material real. Entre estadios de fútbol, tapones de bolígrafo y habitaciones solitarias de hotel, K. se autoimpone una felicidad de la que nunca será dueño. El ascenso y la caída de un equipo legendario, la decrepitud de un oficio que solo encuentra refugio en los grandes titulares y unos periodistas que se esconden detrás de sus pantallas ambientan una crónica de crónicas en la que falta por descubrir el resultado final. Futbolistas, el periodismo o K. ¿Quién encajará la derrota definitiva?

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Ahora (Primera parte)

 

Sigo sentado en mi viejo pupitre del estadio. Mirando sin mirar. Como si los ojos, hartos de atender a un espectáculo que dejó de ser el mío, se hubieran dado la vuelta. En busca de algo que no estaba fuera, sino dentro de mí. Ya no noto el pulso acelerado. Tampoco el nudo en la garganta que tanto me oprime cuando me invade la oscuridad. Estoy en paz. O eso creo. Qué sé yo. Me aseguro de que ninguno de mis compañeros esté pendiente de mí. Soy pudoroso. Y lloro.

Me estoy despidiendo, aunque aún no sé exactamente de qué. Acaricio el tapón del bolígrafo. Recorro su tronco y palpo la punta. Sobre la mesa parece inocente, pero ya no me engaña.

Siempre te hablan de los nervios de la primera vez. De cómo la pasión y el empeño del novato corrigen los pecados de la inexperiencia. Aprendemos a controlar la lengua en los besos. A no morder cuando no toca. A desabrochar sujetadores. A mentir mejor. Pero nadie te enseña a decir adiós.

El corazón vuelve a bombear. Echo un último vistazo a mi alrededor y solo veo butacas vacías. Intento hacer una cuenta rápida de las crónicas que he escrito desde esta tribuna de prensa. Quizá 400. ¿O son 500? Incluso más. Tengo muy mala memoria. Pero no para las sensaciones. Esas estaban ya tatuadas. También en mis brazos. Gritos y goles. Patadas y silbidos. Frío que astilla los huesos, calor en las yemas de los dedos. Minutos de silencio por muertes que hacía mías. Erguido como un espantapájaros, manos bajo el ombligo, y Pau Casals con su violonchelo.

Y las crónicas, que para eso estaba allí. Las mismas por las que tanto sufrí. Llegué a amarlas con más desesperación que devoción. También las desprecié. Por algo eran artefactos hechos para la tortura. Aquellas maquetas en blanco, donde los diseñadores, dictatoriales, esperaban que escribiéramos evangelios de 5.000 caracteres a la velocidad de la luz, eran el único lugar donde podía liberar demonios. Desparramar obsesiones. Los fracasos que ahí narraba siempre eran los de otros. Nunca los míos.

*

Estoy en el agujero negro que nunca vio Stephen Hawking: el Camp Nou. Es una mole de cemento. Desde la calle impacta, pero es al entrar cuando te engulle una ballena. Cuántas veces soñé con aquel Pinocho que encendía la hoguera para hacer estornudar al monstruo.

Quienes viven la experiencia por primera vez difícilmente pueden explicar después qué ha ocurrido. Es imposible. La inmensidad te lleva de la mano. Cualquier detalle te arranca de la realidad y del presente. El verde del césped, tan perfecto. El viejo del puro y su olor a rancio. Colonia Brummel y caramelo de menta. Los guiris que agitan banderines de papel y celebran goles que no son del Barça. Los frankfurts pagados a precio de oro en barras de bar donde las cucarachas montan su pasarela. Fotografías y vídeos, porque los recuerdos ya no los fabricamos mirando, sino filmando. “Els nois molt macus”, que era como llamaba el expresidente Sandro Rosell a los maleantes de mano alzada. Incluso si uno tarda mucho en salir y espera a que los focos se apaguen, son los gatos los que dan las buenas noches. Nunca faltaron ratas por cazar.

El partido contra el Elche del Gamper acabó. Introduzco con cuidado el pen drive en el sobre. Ahí está todo. Me levanto por fin del asiento, desorientado y perdido pese a conocer hasta el último rincón de la celda. No puedo meter prisa a Fermín para que acabe de una vez con la ficha. Vuelvo a llorar. Dejo el ordenador enchufado. Lo abandono con el estúpido convencimiento de que alguien pensará en perpetuar la presencia del cacharro sobre la mesa. Algo así como un homenaje al periodista caído en servicio. Qué gilipollez.

Frente a las cabinas de las radios, a las que no reconozco silenciosas, están los dos ascensores que deben sacarme del estadio. Los técnicos, a esas horas, mueven cajas y enrollan cables. No quiero perder más tiempo. Las escaleras de metal están justo al lado. Creo que estoy corriendo. Si alguien me ve, pensará que estoy loco. Ya no noto el impacto de la zapatilla contra el suelo. Floto. Ni siquiera visualizo mi caída. Solo un dolor tremendo en la cabeza. Quiero que pare. Es insoportable. Debo acabar con todo esto. Oigo algún grito a mi espalda. Oscuridad.

*

La caída me ha dejado aturdido, pero no me detengo. El sobre con el pen drive sigue en el bolsillo trasero del pantalón. Salgo por fin del Camp Nou y enfilo hacia el parking, donde reposa el viejo Golf plateado. Lo compré la semana después de llegar al periódico. A plazos de 300 euros. Está tan abollado como el día que lo estrené, haciendo retozar la puerta del copiloto con una de las vigas que sostenían el edificio del diario. Otro trofeo de guerra.

Ahora solo debo seguir la ruta que he trazado en mi cabeza desde hace semanas. Avinguda Arístides Maillol. Diagonal. Ronda de Dalt. Salida 14. Sencillo y rápido. Otra vez en Sant Ildefons.

Aparco el coche frente a la Torre de la Miranda. Es una construcción que siempre me hizo soñar. Aún hoy me niego a pensar que allí no viva un señor barbudo con sombrero de cartón y estrellas de aluminio enganchadas con pegamento Imedio. El Mag Maginet se deja ver únicamente en vísperas de Reyes. Es quien recoge las cartas que los niños del barrio pretenden hacer llegar a Sus Majestades para guardarlas en lo alto del torreón. Las mías debían de salir volando por alguno de los ventanucos que circundan la escalera en espiral. Miro hacia arriba con la misma curiosidad infantil que nunca me abandonó. La luz de la habitación del mago está apagada, así que continúo mi camino. Hacia abajo.

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Francisco Cabezas (Barcelona, 1978) es periodista y jefe de la sección de Deportes de EL MUNDO en Catalunya, donde firma las crónicas de los partidos del FC Barcelona. Se incorporó al periódico en 2001, tras pasar por la histórica revista Don Balón, y también colabora con las emisoras RAC1, Radio MARCA y Onda Cero. Ha cubierto finales de Champions y Eurocopas, y se emocionó visitando la casa de Dostoyevski durante el Mundial de Rusia. Su carrera como goleador de pabellones desiertos acabó el día que emuló el escorzo de Cruyff. Con la rodilla rota se convenció de que era más seguro escribir que jugar.