Hoy comienza el Mundial. Ocasión perfecta para abrir este Estadio Lenin con los recuerdos de otro partido inaugural: el Argentina-Camerún que no solo descorchó aquel magno homenaje a la racanería futbolística que fue Italia’90 sino todos mis recuerdos mundialistas. Antes de aquella tarde milanesa apenas retengo fogonazos de México’86, algún rapto de la Euro’88 y en general ecos muy vagos del fútbol ochentero construidos por retales del Estudio Estadio, última frontera de los fines de semana de mi infancia.
Pero el encuentro inicial de Italia’90 sí lo recuerdo bien. Google me chiva ahora que fue un 8 de junio, pero aquel partido se venía jugando en mi mente al menos desde el comienzo de la primavera. La colección de Panini era nuestra Wikipedia. Nos permitía calentar motores durante semanas, ventilar acalorados debates en el patio y asomarnos a una ilusión. Estadios vanguardistas con nombres maravillosos: Delle Alpi, Marc’Antonio Bentegodi, Renato Dall’Ara, y mi favorito, el Luigi Ferraris de Génova que algún día visitaré. Pero aquel álbum contenía también combinados remotos: Egipto, Corea del Sur, Costa Rica, quizá también Camerún. Eran fáciles de detectar porque Panini solo les daba una página y en cada cromo salían dos jugadores, mientras que el resto de combinados disfrutaban de doble página y un cromo por futbolista. Y además aquella edición escondía contenía guiños a la convulsa geopolítica del momento: cuando mi yo de 9 años se topó con la página de ‘West Germany’, le tachó el ‘West’ con un rotulador. El Muro de Berlín había caído unos meses antes y yo daba preocupantes señales tratándose de un niño.
Así se llegó a aquel 8 de junio. Debió de ser como a media tarde: el salón con la persiana bajada y el ventilador al máximo. En esa oscuridad recalentada viví una epifanía futbolera. Me gustó todo. La ceremonia de inauguración, con coros, danzas y ese bicho ortopédico llamado Ciao que hacía las veces de mascota (?). Las gradas de ese estadio vanguardista que alguna vez fue San Siro. Los himnos, que aunque ajenos (como lo son todos para mí) me parecían cosa seria y muy sentida. Y sobre todo algo que la futbolerada de mi generación quizá comparta: los grafismos de la RAI. Ahora tenemos repeticiones con líneas de fuera de juego y mapas de calor en directo. Pero entonces no había nada, apenas unos rótulos con los nombres de los equipos y un listado inicial con los onces titulares. Saltar de semejante austeridad gráfica a las banderas en movimiento y los mapas con zoom fue como subir al Delorean que aquel verano protagonizaba las carteleras con la fallida Regreso al futuro III.
Sí, aquel encuentro fue una epifanía. Todo me gustó. Incluso el partido, que fue de una tacañería balompédica extrema, spoiler muy adecuado de lo que seguiría durante las cuatro semanas posteriores. Creo que a quienes nos salieron los dientes futbolísticos en Italia’90 nos vacunaron con los anticuerpos más resistentes: es muy difícil que nos aburra un partido. Es como nacer en una posguerra, que solo se puede ir a mejor. Otra lección de aquel partido, también muy útil para mi vida, es que no siempre pasan las cosas que quieres que pasen. Recuerdo ir con Argentina, recuerdo sufrir por Maradona, y recuerdo enfadarme con Pumpido cuando más que estirarse para atajar el cabezazo de Oman-Biyik, apenas se desmoronó con la misma agilidad con la que habíamos visto temblar a Ciao a ritmo de electropop. Pero cuando acabó el partido y Camerún lo celebró sobre San Siro, creo que me alegré. Los de Bilardo no habían merecido ganar y los cameruneses estaban tan eufóricos que resultaba imposible no empatizar con ellos.
Ni un Maradona prematuramente crepuscular pudo salvar aquel Mundial. Pero fue Maradona. Mi Maradona. Yo, que por edad no pude verle en el Barça y por nacionalidad no pude verle en el Napoli, idolatré a alguien a quien apenas vi jugar.
Maradona, en cambio, salió puteado. “Gracias a mí, por primera vez los aficionados de Milán han dejado de ser racistas para animar a los africanos”. Fue el primer dardo de un Diego que se guardaría otros más contra el país anfitrión, en una espiral que acabaría con aquel “Hijos de puta” al Olímpico de Roma. Ahora los jugadores se tapan la boca para hablar pero a Maradona solo le faltó ofrecer subtítulos, como si él mismo fuera la serie de Netflix que indudablemente merece. Lo cierto es que ni un Maradona prematuramente crepuscular pudo salvar la vistosidad del Mundial. Pero fue Maradona. Mi Maradona. Yo, que por edad no pude verle en el Barça y por nacionalidad no pude verle en el Napoli, idolatré a alguien a quien apenas vi jugar. Diego disputó siete partidos en Italia’90 y dos en USA’94. Durante su estancia en Sevilla quizá pude verle cuatro o cinco encuentros más. Eso es todo: no creo que en directo le siguiera más de 20 veces. Ahora los niños y niñas lo saben todo de jugadores que actúan en la liga inglesa, francesa o ucraniana si es menester. Nosotros venerábamos sombras, como instalados en la caverna de Platón. Y quizá fuera mejor así. Salvo excepciones, los ídolos requieren poca luz: cuanto más los conoces más cerca están de caer del pedestal.
Buen Mundial a tod@s.