La tragedia de Superga fue capaz de unir en la tristeza a un país destrozado por la guerra, dividido radicalmente por la política y necesitado de gestas heroicas.
Sin miedo a exagerar, se puede decir que la muerte del Grande Torino permitió certificar, en el dolor común, el nacimiento y el crecimiento de una Italia de todos y para todos. En el año anterior, 1948, aún se había podido ver a la Italia de la república naciente en oposición, en las urnas, a la Italia de una monarquía resistente. En 1945, en la Italia de los escombros, de la derrota bélica, todavía existía una división de los vencidos, todos, entre fascistas y antifascistas, tal y como los había separado la casi guerra civil. Después, durante tres años, la Italia católica-romana y la comunista-moscovita se enfrentaron políticamente. La república recién nacida (2 de junio de 1948) todavía tendría que ver los coletazos de la monarquía, con acusaciones de amaños en la votación. En julio de aquel año se produjo el éxito creciente del ciclista Gino Bartali durante el Tour de Francia; se atribuyó a aquella exultante magia deportiva que vivió el pueblo el acallamiento de los presagios de una verdadera guerra civil, después del atentado fascista sufrido por el líder comunista Palmiro Togliatti: varios muertos, partisanos enseñando las armas amenazadoramente, pero, luego, todos pegados a la radio para escuchar el relato de las etapas y la conquista del maillot amarillo.
El dolor por el Grande Torino fue, en realidad, el de todo un pueblo unido. La ciudad del equipo se había visto representada por toda su gente, con más de medio millón de personas que acudieron a los funerales, pero Italia asistió a un llanto común, al unísono, como en un canto triste: en esa Italia que no tenía un sentir único y ni siquiera un habla común (la televisión oficiaba entonces el rito de la alfabetización y de la unificación lingüística), todos lloraron juntos.
El Grande Torino no solo había entregado a sus hombres (hasta diez de ellos vistieron la camiseta ‘azzurra‘ en mayo de 1947 para derrotar a la potente Hungría del primer Puskás) a la selección italiana, que seguía en posesión del título mundial (el de 1938, antes del parón por la guerra). También había insuflado vida a una Italia futbolística apenas readmitida en la arena internacional después de la derrota en la guerra, había protagonizado provechosas salidas al extranjero y había sido incluso objeto del estudio alarmado y temeroso de los máximos responsables del fútbol inglés, preocupados por un equipo al que veían como competencia a su presunta y presuntuosa supremacía. Pero no solo eso: en Italia, el Grande Torino derrotaba a todo el mundo (después de la guerra, nunca perdió un partido en casa), y todos creían justo y también necesario exaltar su grandeza, como excusa de la propia pequeñez. Ganar campeonatos, sellar partidos difíciles o desafortunados con remontadas espectaculares y encuentros fáciles con números de récord, jugar un fútbol agonísticamente obrero con momentos de aristocracia técnica era ideal para que nadie se sintiera humillado y todos vieran representadas las mejores de sus aspiraciones, tratando de seguir sus pasos, pajes en la corte del rey. En Roma, en 1947, un 7-1 del Grande Torino fue ovacionado por los aficionados ‘romanistas’, que habían visto cómo su equipo se iba al descanso perdiendo por un gol. Los ‘Invencibles’ daban lecciones de fútbol y también de simpatía, con Valentino Mazzola como líder absoluto. Umberto Agnelli, hermano pequeño de Gianni y, por tanto, número dos del accionariado de Fiat, que en aquellos años definía el destino económico de Italia, me contó que él, que era tan de la Juventus, el otro equipo de Turín, propiedad de su familia (fue su presidente, además de serlo de la federación italiana), aquel año estaba estudiando en un colegio de Roma: “Y no solo me sentí turinés y, por lo tanto, cercano al deporte de mi ciudad, sino italiano, como todos los que teníamos que agradecer al Grande Torino lo que había significado en el renacimiento del país”. Era del todo indiferente que Umberto Agnelli hubiese nacido en Lausana, Suiza.
El Grande Torino fue celebrado sin reparos, con Italia saliendo de una guerra y de la alianza con el nazismo
Todos lloraron Superga, también Gianni Agnelli, catador de fútbol-espectáculo, jefe de la Juventus y de la Fiat, donde los trabajadores eran en su mayoría aficionados ‘granata‘. También lloró a sus amigos Giampiero Boniperti, delantero centro ‘bianconero‘ destinado a marcar, con su ascenso a directivo, gran parte de la historia del fútbol italiano. El mismo Gianni Agnelli me retó una vez, a mí, aficionado declarado del ‘Toro’ pero nunca acusado de parcialidad cuando era el director equilibrista de Tuttosport, el diario deportivo de Turín, a que recordara algo especial, significativo, que había hecho él por el ‘Toro’. Superé el desafío al rememorar que había pagado de su bolsillo una enorme cantidad para que boxeara en Turín, en 1951, el fabuloso Ray ‘Sugar’ Robinson, púgil estadounidense campeón del mundo de peso medio, ante el campeón europeo de su categoría, el belga Cyrille Delanoit, en un combate de éxito sin duda asegurado; y quiso que la pelea se celebrara el estadio del ‘Toro’, en el mítico y también místico Filadelfia. Sus palabras: “Sentí que, de algún modo, tenía que hacerle este regalo, en mi ciudad, al gran equipo que hacía dos años que había desaparecido en la tragedia de Superga y que siempre la había representado, en todo el mundo, con deportividad y, a menudo, con gloria”.
El deporte italiano había estado bien representado por el fútbol ‘azzurro‘ campeón del mundo en 1934 y 1938, además de por el ciclismo y, particularmente, los Tours de Francia de Bottecchia en 1924 y 1925 y de Bartali en 1938 (y, como ya hemos dicho, el de 1948, cuando repitió maillot amarillo diez años después). Pero en el mundo eran muchos los que veían con malos ojos al régimen fascista, amo de Italia desde 1922, así que las victorias deportivas eran instrumentalizadas por la dictadura. El Grande Torino, en cambio, fue aceptado y celebrado sin reparos, incluso con Italia saliendo de una guerra perdida y conclusa con la infame alianza con el nazismo.
Para vivir un momento de comunión así en el conjunto de la nación -y más allá- después de aquel 1949 del Grande Torino, habría que ir hasta 1960, con la muerte a los 40 años del ciclista Fausto Coppi. Pero en aquel tiempo, el ciclismo en Italia había empezado a generar menos interés, tendencia que aún hoy continúa. Además, la trayectoria del gran campeón no había sido exclusivamente noble, debido a su historia de amor, estando casado, con la esposa de uno de sus admiradores, conocida como ‘la Dama Blanca’, en una Italia que no permitía el divorcio y que consideraba el adulterio un delito grave, con una ley que penaba más a la mujer que al hombre y podía enviarla a prisión. El dolor popular fue grande, pero no tan coral como el sentido por los caídos de Superga.
Este artículo está extraído del #Panenka84, un número que durante puedes conseguir aquí.