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El juego del Buitre

Antes de que existieran el FIFA y el Pro, a finales de la década de los ochenta, el de Emilio Butragueño fue el primer videojuego de fútbol para una generación

Canté como todos la de Blur, flipé como mi compadre Beltran con Castolo y Adriano y, por supuesto, como cualquier adolescente de bien en los 90, me gasté cada año los cuartos de la paga para pillarme el nuevo PC Fútbol, el bueno digo, el de Robinson en la portada. Pero antes de todo eso, mucho antes, entre las nieblas de la memoria, allí donde habitan Marina y Carmelo, existió un videojuego, el primero de fútbol que tuve en mi vida. Fue a finales de los 80, salió para casete y disquete, todo un lujo, no es que fuera gran cosa, eso puedo decirlo ahora, pero entonces era la hostia, para qué negarlo, y se llamaba Emilio Butragueño ¡Fútbol! 

El mundo era tan reciente que los ordenadores tenían ocho bits y los píxeles nunca llegaban a tiempo. Antes de fifas, pros y managers, el juego del Buitre marcó a toda una generación con aquella mezcla de mitomanía y jugabilidad en precario. Lo dicho, fue mi primer videojuego de fútbol. No era el de la máquina del bar en que me dejaba los cinco duros ni el que tenía un colega en su Commodore, qué va, nada de eso, el juego de Butragueño era mío. Tanto se me quedó clavado en la memoria corporal que si todavía veo escritas en algún lugar las letras Q-A-O-P no pienso en un equipo de la cuarta división griega, sino que inmediatamente coloco las manos sobre el teclado para moverme por toda la cancha y disparar con la barra del espacio.       

Es que, a ver, era el juego de Emilio Butragueño, el mejor de los nuestros. Poco importaba de qué equipo fueras, era finales de los 80, todavía con la resaca de los cuatro goles a Dinamarca en Querétaro, y el Buitre ocupaba en nuestro imaginario el mismo lugar que Michael Knight, Sabrina o los Tres Mosqueperros. Uno podía decir España y fútbol en cualquier lugar del mundo y ahí mismo aparecía su nombre. Para ponerlo en perspectiva, en un fútbol donde destacaban Schuster, Maradona o Van Basten, por mencionar a tres que chavales que apuntaban maneras, Butragueño era el único que, literalmente, se atrevía a jugar con la chorra fuera. 

 

El Emilio Butragueño ¡Fútbol! nos remite a un tiempo donde aquella tecnología en pañales nos condenaba a la imaginación. Pero era fútbol, y nada podía competir con eso

 

Y ahí estábamos en el otoño del 88, esperando a comprar ese videojuego de fútbol que llevaba meses anunciándose en las revistas y en los kioscos. Por aquella época nos endilgaron también los juegos de Fernando Martín, Perico Delgado o Carlos Sainz, y también picamos como moscas. Así que, vamos, ¿quién iba a ser el pringado que no se pillara el del Buitre? Por 1.200 pesetas esperábamos sentir en nuestra casa las mismas emociones de las grandes noches europeas en el Bernabéu. Como se leía en la publicidad de la época, “los gráficos y los movimientos de los jugadores están perfectamente realizados, lo que creará una gran adicción entre los vídeo-jugadores”. Buenos tiempos los 80, cuando no había reparos a la hora de vender adicciones al por mayor y poner guiones entre palabras.    

¿Y entonces, cómo era el juego del Buitre? Incluso para la época era un notable truño, pero a quién le importaba. La vista del terreno de juego era cenital, es decir, desde arriba, lo que permitía apreciar la melena rubia de algunos jugadores (guiño aquí) y el pelo blanco del árbitro, todo un detalle que seguro nos hacía pensar en Urío Velázquez. También había fotógrafos en la banda y hasta un juez de línea que levantaba el banderín cuando el balón salía fuera. Por haber había hasta algunos efectos sonoros, similares al zumbido de un moscardón cuando reventaba contra el parabrisas del R7 en un atasco camino de la playa. Y así, las estiradas del portero rival eran las de Ochotorena, y Migueli hacía las segadas a degüello, y el fútbol, también en las pantallas, daba los primeros pasos para convertirse en un simulacro.    

Si mal no recuerdo, aunque seguro exagero, en la versión en casete de mi Amstrad tardaba en cargarse unos diez minutos, lo que viene a ser tiempo suficiente para disputar siete partidos de la Kings League. Pero aquella generación estaba acostumbrada a la espera y, creíamos también, ilusos de nosotros, que la espera valía la pena. Eran dos equipos de once jugadores, en un riguroso 4-4-2, unos vestidos con los colores de la selección española y otros de blanco, y sí, resulta que cada vez que un rubiales (capilarmente hablando) marcaba un gol se podía leer en la pantalla: “¡Gol de Butragueño!”. Sutilezas las justas y memoria RAM todavía menos. No había posibilidad de campeonatos ni nada por el estilo, solo se permitía jugar contra el ordenador o, mucho mejor, enfrentarse a alguien haciéndole un hueco para que se apeguñara a la derecha de nuestro teclado.

 

Las tácticas para ganar se reducían a agarrar un jugador en área propia, regatear a todo cristo, llegar al área contraria y chutar en diagonal. El regate consistía en que el propio muñeco diera vueltas sobre sí mismo

 

Las tácticas para ganar se reducían a agarrar un jugador en área propia, regatear a todo cristo, llegar al área contraria y chutar en diagonal. El regate, ahora lo veo, consistía en que el propio muñeco diera vueltas sobre sí mismo, en una especie de ruleta paleolítica de Zinedine, hasta que el ordenador se agotaba o bien tu colega te mandaba a tomar por saco. Y, sin embargo, ese videojuego de ocho bits era capaz de hacernos sentir como si fuéramos Butragueño sorteando rivales en aquel gol contra el Cádiz o pasando por encima del portero después de dar su típico saltito, tan leve, tan sutil y mano en alto para celebrar el gol.

El juego del Buitre alcanzó a vender unas 100.000 copias, un pelotazo para la época que compensó con creces la inversión de más de 10 millones de pesetas en la licencia oficial del futbolista. Hay una historia de competencia y mercadotecnia detrás que pueden leer en la prensa y ver en documentales. Solo un año después llegaría el Míchel Futbol Master y, ya en los 90, el boom de las consolas. El fútbol se había instalado definitivamente en nuestras pantallas y ya nadie lo movería de allí. Pero esa es otra historia, más realista, más contemporánea, menos pixelada.

El Emilio Butragueño ¡Fútbol! nos remite a un tiempo donde aquella tecnología en pañales nos condenaba a la imaginación. Pasé muchas horas en el pasillo donde mi padre decidió colocar aquel armatoste que prometía hacernos la vida más sencilla. Ahí sentado con el Arkanoid, el Grand Prix o el Green Beret, pero sobre todo con el juego del Buitre. Mi hermana, mi madre y mi abuela pasaban todo el rato por detrás y me preguntaban cómo podía seguir tan concentrado. Yo tampoco consigo explicármelo. Aún logro sentir el chirrido criminal del casete cargándose durante minutos, la monotonía de la siesta en el teclado, los bloqueos que obligaban a reiniciarlo. Pero era fútbol, y nada podía competir con eso. Q-A con la mano izquierda, O-P con la derecha y el pulgar para chutar a puerta: ¡Gol de Butragueño! 

 


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