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El eterno ’14’

Nos zambullimos en la autobiografía de Johan Cruyff, que acaba de publicarse. Y tras revisarla, solo nos queda una única certeza: no habrá otro como él

La experiencia es uno de los factores que más diferencian a los hombres. Algo así afirmaba Tucídides, historiador ateniense. Oscar Wilde, por el contrario, no le concedía valor ético ni moral. Para él la experiencia no era sino el nombre con el bautizábamos nuestros errores. James Russell, más poéticamente, dijo aquello de que más valía una sola espina de experiencia que todo un bosque de advertencias. La más grande de las victorias puede encerrar un fracaso y tropezar dos veces con la misma piedra, a veces, convertirse en triunfo. La vida enseña pero no todo el mundo asimila sus lecciones. De poco sirve vivir mucho si se reflexiona poco sobre ello. Ahí radica la excelencia: lograr hacer algo con lo vivido.

«Todo lo que sé lo he aprendido por experiencia y todo lo que he hecho, lo he hecho mirando al futuro, concentrándome en el progreso». Así arranca La autobiografía de Johan Cruyff, el futbolista que puso el 14, hasta entonces relegado al banquillo, a la misma altura que el preciado número 10. Alumno aventajado de la escuela de la experiencia, se quejó de que los que habían estudiado mientras él jugaba al fútbol le sacaban años de ventaja. Pero él había vivido, en primera persona, una carrera deportiva total: futbolista de máximo nivel, excelente entrenador y directivo sin pelos en la lengua. Y siempre, un hombre que supo aplicar su experiencia allá donde fue.

 

Alumno aventajado de la escuela de la experiencia, se quejó de que los que habían estudiado mientras él jugaba al fútbol le sacaban años de ventaja

 

Su idilio con el fútbol arrancó con cinco años. Comenzó a ayudar al utillero del Ajax, el tío Henk, que le enseñó los secretos que se esconden en un estadio vacío. Aprendió a limpiar el barro de las botas, a recoger los balones, a cuidar de todos los detalles. «Si eres tú quien limpia tus propias botas», afirma Cruyff, «sabes qué tacos llevas debajo». El estadio del Ajax se convirtió en su segundo hogar. En la calle, aprendió que no había mejor pared que la que te devolvía el bordillo. Y que había que jugar para divertirse. Con ocho años, saltó al césped del De Meer Stadion por primera vez con las gradas llenas. No sería para marcar un gol, sino para rastrillar el área pequeña.

No tardaría mucho en dar el gran salto. Dos años después, ya lucía el brazalete de capitán de los juveniles. Pronto aprendió una lección que marcaría su destino y el del fútbol moderno: no le gustaban los entrenamientos sin balón. Siete años después, debutó con el primer equipo. «Fui el segundo jugador que firmó a tiempo completo con el Ajax». Esta fue otras de sus constantes en su carrera: luchar por sus derechos como futbolista. Tras estampar la firma, lo primero que hizo fue despedir a su madre: ya nunca más tendría que limpiar el sudor de las camisetas del Ajax. Solo el suyo.

EL QUINTO BEATLE

En muy pocos años, Johan Cruyff ascendió al olimpo futbolístico. Su historia contenía la épica de las mejores novelas: había pasado de limpiar el barro de los vestuarios a morder un balón forjado en oro. Siempre militando en el club de su ciudad. Luciendo el brazalete de capitán. Con los colores ajacied en el corazón. Solo había redactado unos pocos capítulos de su vida y ya conocía el sabor del balón más codiciado. En Amsterdam forjó su leyenda: tres Copas de Europa consecutivas en lo colectivo, y dos Balones de Oro en el plano individual. Aquel chaval melenudo y flaco se había convertido, sin duda, en el futbolista total. En el quinto Beatle.

 

«El fútbol», reflexiona Cruyff, «es un proceso que consiste en cometer errores, analizarlos para aprender la lección y no frustrarse»

 

En una década, el Ajax copó las primeras planas de todos los periódicos. La receta de aquel Fútbol Total se logró con una mezcla perfecta entre talento, disciplina y técnica. Y el ingrediente esencial: jugar disfrutando para que los aficionados disfruten. Todos tenían que tocar el balón una vez y saber dónde correr. Eso diferenciaba al buen futbolista del malo. Había que jugar con el cerebro. Controlando las distancias. Abriendo espacios inexistentes. Había una idea fundamental: «llegar como un equipo, irse como un equipo y volver a casa como un equipo». Había que tener el balón lo máximo posible, y saber qué hacer con él. Había que dinamitar el fútbol, por eso el portero se convirtió en el primer atacante y el delantero, en el primer defensa. El pase ya nunca más sería del que conducía el balón sino del que se movía sin él.

«El fútbol», reflexiona Cruyff, «es un proceso que consiste en cometer errores, analizarlos para aprender la lección y no frustrarse». El juego aporta el conocimiento, y es el jugador, y su capacidad para aprehenderlo, lo que le hace mejorar. Johan Cruyff siempre tuvo conciencia del juego. De su posición en el tablero verde con respecto a los demás. De los espacios y la velocidad. De los botes del balón. Y se esforzó por transmitir su experiencia. Con solo diecisiete años, comandaba a todos sus compañeros como un mariscal en la batalla. Fuera del campo, también quería cambiar las cosas. Fue de los primeros jugadores en acudir a las oficinas del club con un intermediario. Aquello no gustó a los directivos, pero poco le importó. Plantó a cara marcas deportivas, autoridades y entrenadores.

Como un Beatle más, se quitaba el flequillo de la cara y no se cortaba un pelo a la hora de decir sus verdades. Aquel Ajax tocó su música armoniosa allá donde jugó. Cruyff la orquestaba con su batuta. Había llegado para reescribir la melodía del fútbol moderno.

SOÑANDO SOBRE UN BALÓN

Sentado sobre un balón, apoyado contra el palo de una portería. Quizás esa sea la mejor manera de ver el fútbol. La mejor manera de imaginar un equipo de ensueño. Algunos le tildaban de vago, pero él solo pensaba en hacer algo con su experiencia. En transformarla en algo real. Reflexionaba mientras veía entrenar a sus futbolistas en Can Barça. Ya lo había logrado como futbolista coronándose con el Ajax y, más tarde, en Barcelona, devolviendo la ilusión a las gradas y los títulos a las vitrinas. En su carrera como futbolista, la figura de Rinus Michels había sido fundamental tanto a nivel de clubes como en la selección. Ambos compartían destino y filosofía. Una filosofía sencilla: «Hay un balón y o lo tienes tú o lo tienen ellos. Si lo tienes tú, ellos no pueden marcar».

Antes de convertirse en entrenador —si es que alguna vez dejó de serlo—, había aprendido cómo se debía manejar un club en su paso por la liga estadounidense. Decidió volver al máximo nivel, y tuvo que retirarse con el escudo del eterno rival en el pecho. Ese año ganó la Liga y fue galardonado como el Mejor Futbolista de su país. Así terminó la primera parte de la odisea de su vida para comenzar la segunda en un lugar que poco había frecuentado: los banquillos. «Hay dos tipos de entrenadores: los que siempre quisieron ser entrenadores y los que llegaron a serlo porque ya no estaban físicamente en condiciones de jugar al fútbol». Él era de los segundos. Y utilizó como pocos su experiencia como jugador para transmitirla a su pupilos. También quiso innovar en el vestuario: los sueldos no serían tema de discusión y ningún directivo mandaba más que él en el vestuario.

En la final de la Copa de Europa de 1992 se cumplió su objetivo como entrenador blaugrana: «Aquella noche, en el terreno de juego estaba el equipo que yo siempre había imaginado». El Dream Team representaba a la perfección su idea de fútbol. Había llegado a la cima. Y comenzaba el tortuoso descenso. Su relación con la directiva empezó a torcerse. Filtraciones a la prensa, críticas contra su hijo, falta de apoyo. «El mayor problema del Barcelona», reflexiona Cruyff, «es su propio club. Siempre se está hablando de política». Aquel no era su idioma. Sabía leer los botes de un balón, pero sus tacos no agarraban bien en los pasillos de las oficinas.

Se enteró por los periódicos de su cese. Pero aprendió de aquello como había hecho toda su vida. «Mirarse a uno mismo significa determinar tus habilidades y mejorar tus defectos».

LA FILOSOFÍA DE UN AMANTE DEL FÚTBOL

Defender el fútbol, para Cruyff, era inseparable de repensar continuamente cómo enseñarlo. Tener una filosofía sólida, asentada en su experiencia, le trajo muchos problemas. Unas veces por su carácter tozudo. Otras, por lo poco que escuchaban sus interlocutores. Muchas, por la intervención de la prensa. Van Gaal, Marco Van Basten, el propio Rinus Michels o Nuñez, entre otros, se vieron las caras con el holandés. Pero nunca hizo nada contra el que fue el amor de su vida: el fútbol.

 

Utilizó como pocos su experiencia como jugador para transmitirla a su pupilos. También quiso innovar en el vestuario: los sueldos no serían tema de discusión y ningún directivo mandaría más que él en el vestuario

 

«En el mundo del fútbol he hecho prácticamente de todo. De jugador, de entrenador, de directivo. Lo único que me falta es ser seleccionador nacional. Y creo que ese ha sido el único fracaso real en mi carrera». Rinus Michels le arrebató ese sueño en el Mundial de 1990. Su forma de ver el fútbol, sin embargo, influyó de manera decisiva en el juego de la selección española de los tres títulos. En Can Barça habían sembrado y regado con mimo su semilla y Pep Guardiola recogió los frutos de su legado para abrillantarlo y llevarlo hasta el último peldaño de la excelencia. Como sentenció Guardiola, Cruyff había construido una catedral en Barcelona y a ellos solo les quedaba mantenerla.

Algo que no sucedió en Amsterdam. Después de su retirada de los banquillos, pasó a formar parte de la directiva. Volvió al que había sido su primer hogar para reflotar el barco ajacied, pero tuvo problemas por defender su filosofía. Aquel no era su hábitat. Nada tenían que ver las cuatro paredes de una oficina con las de un vestuario. «Por desgracia», recuerda, «nadie veía en el Ajax tenía que escapar del hecho de estar dirigido por personas que habían acabado en el fútbol pero que, en realidad, casi no sabían nada sobre el tema». Llevaba el Ajax en el corazón, y por su escudo luchó contra los directivos que pensaban más en sangrar al balón que en verlo rodar. «Ellos quieren decidir desde la sala de dirección lo que ha de suceder en el campo, mientras que yo estoy convencido de que debe ser el campo el que decida lo que se tiene que hacer en los despachos».

Ante todo, Cruyff siempre fue eso: un amante del fútbol. Su posición en el campo marcó su actitud ante la vida: «Soy un atacante, no temo a nadie y estoy acostumbrado a crear». Creó un fútbol vistoso para entretener al público. Un fútbol sencillo que se jugaba con el cerebro y el balón en los pies. De ataque. De posesión. Disciplinado en el caos. Fue un jugador fiel a su juego que revolucionó los ritmos del fútbol. Un entrenador fiel a sus valores que creó un equipo de ensueño. Un directivo fiel a una filosofía que nunca abandonó. Un hombre que aprendió de su experiencia y logró convertirla en algo tangible: un fútbol brillante. «Por eso», reflexiona, «las cosas que digo ahora sobre fútbol siguen siendo las mismas que hace veinte años».