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De la mano a la manita de Dios

El 7 de marzo de 2012, Lionel Messi se pasó el juego. El Camp Nou y toda Europa vieron cómo de sus botas nacían cinco goles que permanecerán para siempre

“El día que quiera, Leo meterá seis”, resumió Guardiola en rueda de prensa ante las monopolizadoras preguntas de los periodistas sobre Messi y lo que acababa de hacer en el césped del Camp Nou. Cinco goles como cinco soles. En octavos de Champions, por vez primera en la historia de la competición de las estrellas. Otro homenaje al fútbol, al alcance de ningún mortal, pero tan cotidiano para esta divinidad que ya no sorprende ni a propios ni a extraños. Aquel 7 de marzo de 2012, todos los adjetivos arrojados sobre Leo quedaron obsoletos. Hacían falta canciones como El petit més gran de Toni Beiro, incluso reflexiones enteras como la de Hernán Casciari y su viral Messi es un perro. Aun así, Lionel demostraba cada vez que se ataba las botas que todas esas palabras, tan necesarias que resultaban indiscutibles, tenían fecha de caducidad por la incapacidad de representar su grandeza. Y aún tenía 24 años. En menos de uno se convertiría en el máximo goleador en un año natural, en tres ganaría su cuarta Champions, en nueve su séptimo Balón de Oro y en diez levantaría su ansiado Mundial. Si entonces no quedaban definiciones, ahora ya ni se intenta. Yo tampoco pretendo hacerlo, toda adoración será poca. La RAE ha evolucionado más despacio que Leo Messi. 

Quizá Guardiola preparó ese tremendo asalto ante el Bayer Leverkusen con alevosía y premeditación. Quizá solo quería realizar un experimento social. Leo había gozado de unas cortas vacaciones por una sanción en Liga y una tregua suplementaria concedida por Pep. Lo tenía todo preparado. Era como dejar a un león sin comer varios días o a un adicto sin su estimulante. Lo iba a hacer saltar todo por los aires. El enésimo arrebato de un genio convertido en un objeto de culto que colinda con lo místico y lo religioso. Algo especial debió de ver Messi en esa noche para concederle un lugar preferente en esa videoteca prodigiosa que revisaremos sin cesar cuando ya no esté. De los creadores de ‘La Mano de Dios’, emulando Leo a Maradona en un derbi que quedó empañado por el ‘Tamudazo’, llegó ‘La Manita de Dios’, cinco años después, tantos como goles metió aquella noche.

El Bayer de Dutt se plantó con un once intrépido y jovial abanderado por dos arietes bien alimentados en su juventud, que miraban a los ojos a Piqué y no encontraban a Mascherano con la mirada al frente. El 1-3 de la ida no profetizaba una noche de parraques. El partido comenzó frío, los azulgrana esperaron a los aficionados que no encontraban aparcamiento y a los tribuneros que habitúan a perderse los primeros minutos desorientados entre canapés. El Leverkusen se envalentonó y terminó pecando de novato: presionaron fuerte la salida de balón, se arrimaron en demasía y abrieron un camino de flores para las vertiginosas transiciones azulgranas. Fue en el ecuador del primer acto cuando los teloneros terminaron su trabajo y Messi empezó su concierto en solitario. Un pase de Xavi a la espalda de los centrales dejó varado al rosarino en la banda izquierda, encaró a Leno -inconsciente de la que se le venía encima- y se la picó para que el balón llegara llorando a la red. No sería la primera vaselina de la noche. 

 

Leo divisa la herida antes de recibir la pelota, permanece tan absorto en un pequeño palmo del césped que parece haber sufrido un viaje astral muy profundo. Pero está más dentro que nunca

 

¿Cuál es el clásico gol de Messi? Ese que nunca puede faltar en sus highlights. Mucho menos aquel día. Recibió escorado en banda derecha y serpenteó hacia el centro sorteando rivales como si fueran conos plantados en un entrenamiento. En el único momento en el espacio-tiempo en el que se abrió un pequeño hueco en el batiburrillo de piernas rivales que atrincheraban el área, Leo aprovechó para soltar un pase a la red. Directo y raso a la cepa del palo. Leno, mientras tanto, quedó relegado a correr un tupido velo. Aturdido, sufrió un déjà vu. Otra vez con Leo, otra vez por encima, sensación que el guardameta aseguraba haber vivido antes. Esta vez era con la derecha, pero la aplicación de sus complejos cálculos trigonométricos no restaron un ápice de belleza a una parábola primorosa. Era el tercero del Barça. El tercero de Lionel. 

En un tramo ahogante de la temporada, Messi le permitió a Guardiola el lujo de rotar el equipo. La fiesta seguía, el argentino sería el último en irse a casa. Todos tenemos ese amigo que siempre cierra las discotecas. Lo mismo pasó con Leo. Estaba tan borracho de fútbol que le daba igual jugar con Xavi e Iniesta que con Muniesa y Tello. Este último, también ligó esa noche, se coló en la fiesta de Lionel y, nada más saltar a la pista, besó el santo. Metió el cuarto. También el sexto. Dos goles que, si fueran cromos, estarían repetidos. Tello recibió el balón en el flanco izquierdo del área y la cruzó al palo largo de Leno, quien se paró como si fuera de cartón y saludó sin más la jugada. Entre esas dos similares instantáneas, el portero alemán le regaló el quinto a Leo -su cuarto-, inconsciente de su diabólica pillería, se le escapó el balón de unos guantes húmedos de tanto enjugarse las lágrimas y, de manera nada casual, la pelota cayó en los pies del ‘10’, que solo tuvo que acompañarla a la red. Un golpe de realidad para un guardameta -por entonces- veinteañero que maduró aquel día al ritmo de una fruta climatérica. 

Messi esperó a los tribuneros impuntuales, pero no respetó a los que priorizan un cómodo viaje en metro a cinco minutos más de pornografía hecha fútbol y abandonan el espectáculo antes del pitido final. Sucede a veces con los héroes, que perciben a cámara lenta lo que nuestros ojos captan en pocos segundos. Son capaces de esquivar balas, huir del mal, ayudar a una anciana a cruzar la calle y dar limosna a un mendigo mientras el enemigo apenas ha tenido tiempo de pestañear. Leo divisa la herida antes de recibir la pelota, permanece tan absorto en un pequeño palmo del césped que parece haber sufrido un viaje astral muy profundo. Pero está más dentro que nunca. Cuando marcha desganado, alejado del meollo de la jugada, tiene medio gol en el bolsillo. Keita se la entregó en la frontal, uno, dos toques para acomodarse la pierna a su antojo y demoler la red con cariño. Ninguno de sus disparos fue violento, solo trato al balón igual que este lo trata a él. Por quinta vez aquella tarde de marzo, Leo levantó los índices al cielo para dedicar el tanto a su abuela Celia. 

Bellarabi entra forzado en esta crónica, pues realizó el gol del honor. 7-1. El respetable del Camp Nou gozó, gritó, celebró y sonrió. Sonrió mucho, seguramente durante el resto de la semana. El feliz asombro de aquella gente por culpa de un argentino que no supera el metro setenta y al que quieren como un hijo. Tim Maia, un músico brasileño, regalaba LSD en sus conciertos para que el público no dejara de pasárselo bien. Messi los drogó a todos, hasta a los telespectadores. No tengo pruebas, pero tampoco dudas. Más de una década después, me tranquiliza saber que ya nadie duda de su reinado ni de su supremacía carente de homólogo, y que, gracias a la tecnología, siempre podré recordar la epopeya del 7 de marzo del 2012 frente al Bayer Leverkusen.

 


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Fotografía de Getty Images.