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Campos de tierra, una escuela diferente

Ya casi no quedan terrenos de juego de tierra, incluso muchos ni saben que existieron, pero los que jugaron en uno de ellos, nunca lo van a olvidar

Campos de tierra, ¿se acuerdan? Esos terrenos áridos y desérticos que abundaban hasta principios del siglo XXI. Nada era más bello que ver salir el sol sobre un campo de tierra. El aire frío matinal, que acariciaba la superficie levantando un polvo que se te metía hasta en el interior de las medias -que por aquel entonces no se cortaban-. La mirada fija sobre el encargado de pintar las líneas de cal, mientras te apoyabas en la valla fría, metálica y oxidada. Sosteniendo un carajillo de ron si eras un padre que necesitaba entrar en calor, o un zumo si te disponías a ir a la guerra en una hora. Con ese tintineo agudo de fondo, que te martilleaba los oídos y que dejaba claro que las ruedas del carro de la tiza necesitaban ser engrasadas con urgencia. A ello, se le sumaba también el estruendo del bote de la pintura del carro en su constante rebote, causado por la irregularidad clásica del terreno. Percusión de música clásica.

De pequeño, deseaba que el día de entreno lloviera. Excusa perfecta para ensuciarme sin tener que aguantar después una bronca maternal. Asociamos el cielo con la pureza del blanco, pero hace unas décadas, para un niño, era el marrón del barro. Y para una madre, el infierno. Dispuesta a combatir frente a la infinidad de manchas que volatilizaban el color original de las prendas. Las botas, sacudidas previamente antes de entrar a los vestuarios (si no querías recibir tú la sacudida del encargado de limpiar las instalaciones), también llegaban marrones. Directas al balcón, sin sacarlas de la bolsa, y a esperar que el sol en los días venideros hiciese el resto. Daba placer expulsar los botines y dejarlos listos para la siguiente batalla. Aunque los restos de lodo que se desprendían, no eran tan maravillosos. Nada que ver con las irrisorias bolas de caucho que traen consigo las zapatillas actuales, y que se esfuman de una pasada. Me gustaría testear una de estas botas, que se venden a precio de oro, un día de lluvia en un campo de barro. Las Copa Mundial o las Munich no veían alterada su durabilidad. Las modernas duran una temporada sobre auténticas alfombras. Maldita obsolescencia programada.

Lugares que esconden infinidad de historias. Con unos banquillos de piedra, en los que nunca querías sentarte. Incómodos. Gélidos en invierno. Abrasivos en verano. Con artilugios rudimentarios y simples. Inventados en el paleolítico, pero imprescindibles. ¿Qué es un campo sin su media luna? Aunque no sirva para nada. Pero no es estético. Sin ese semicírculo, no es una cancha. Y para ello, se necesitaban dos palos y una cuerda atada entre sí. Clavar una estaca en el punto de penalti y, con el otro, a máximo rango, hacer la marca en el borde del área para repasarla posteriormente. O al menos, intentarlo. Líneas de banda en forma de S, puntos de penalti vencidos para un lado, redes agujereadas o media lunas imperfectas, eran rasgos comunes en estos lugares.

 

Parajes que motivaban el compañerismo. Si tu amigo se sollaba la pierna haciendo un tackle, a la siguiente jugada te tocaba a ti. Aunque luego estuvieses toda la semana con escozores

 

Parajes que motivaban el compañerismo. Si tu amigo se sollaba la pierna haciendo un tackle, a la siguiente jugada te tocaba a ti. Aunque luego estuvieses toda la semana con escozores. Porque si todo el equipo no se implicaba en mover las porterías pequeñas a pulso, no había partidillo en los últimos minutos. A pesar de que siempre estaba el gracioso que sostenía con un dedo el larguero. Después los demás reían cuando realizaba vueltas al campo como castigo mientras el resto se iba a la ducha.

Cada persona tiene sus recuerdos, pero yo me quedo con uno por encima de todos. La motivación con la que nos incentivaban para ganar era conducir el coche que se encargaba de aplanar la tierra. Un Seat Toledo negro, bañado en polvo, con una reja metálica enganchada en el guardabarros trasero. Los chavales de más envergadura podían acelerar y llevar el volante a la vez; otros solo podían conformarse con lo segundo. Aunque echando la vista atrás, el método no funcionó mucho. Cero ligas ganadas en una década. Eso sí, con la llegada de la hierba, logramos dos seguidas, aunque yo prefería conducir.


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Fotografía de Andreu Esteban.