Los más ancianos de La Mina, como se conocía en aquella época a Río Tinto, observaban pasmados cómo los rubios y fornidos ingleses corrían en calzones detrás del pelotón. Se sacaban el mondadientes de la boca, y barruntaban: «¿Por qué no lo agarran con las manos? ¡Mira que son borregos estos colonos!». Si, al salir de la escuela, los zagales imitaban aquel juego por las callejas del pueblo, sus padres les reprendían: «Será que no hay entretenimientos de aquí, para andar jugando a eso».
El asunto cambiaba por las noches, en la taberna. Tras una agotadora jornada de trabajo, los ingleses bebían, igual o más que los lugareños, con una sed que la cerveza no sofocaba. Con las jarras, perdían toda esa elegante educación que lucían por el día. A medida que se iban emborrachando, muchos hasta se animaban a chapurrear en castellano. Una de aquellas noches, explicaron a los vecinos que aquel juego se llamaba foot-ball, mientras uno se señalaba el pie y otro hacía lo propio con el pelotón. Explicaron, igualmente, la regla principal: no se tocaba el pelotón con las manos bajo ningún concepto. Era lo más importante, lo que lo diferenciaba del rugby. Se pidieron más cervezas, y colonos y lugareños brindaron. Unas noches más tarde, y unas cuantas cervezas después, aquel sport pasó, de considerarse una locura de los colonos, a convertirse en una pasión entre los vecinos.
El foot-ball desembarcó, a finales del siglo XIX, en los principales puertos españoles. Muchos marineros ingleses bajaron de buques y vapores con un pelotón en la maleta. En 1873, los ingleses y los españoles que trabajaban en las minas de Río Tinto ya disputaban partidos. La Río Tinto Company Limited compró el yacimiento, y sus trabajadores formaron el Club Inglés. Cinco años después, en 1878, de este club surgió el Río Tinto Foot-ball Club, equipo que vestía los colores de la selección inglesa, camiseta blanca y calzón negro, y que no pasó a la historia como el decano del fútbol español porque los ingleses nunca lo federaron como club.
Se pidieron más cervezas, y colonos y lugareños brindaron. Unas noches más tarde, y unas cuantas cervezas después, aquel sport pasó, de considerarse una locura de los colonos, a convertirse en una pasión entre los vecinos
Aquel sport que había conquistado a los vecinos de Río Tinto no tardó en llegar a la capital. Ese mismo año, 1873, ya se jugaron varios encuentros amistosos en los descampados cercanos a la fábrica de gas. Palabras como goal, plongeon, melé o forward resonaban por las calles de Huelva con una naturalidad inaudita. Toda la ciudad hablaba de aquel nuevo juego, solo apto para hombres viriles que no temieran poner en liza su honor en el terreno de juego. Nació el Recreation Club, asociación deportiva que fomentaba la práctica del tennis, el cricket y el foot-ball, y que, en 1878, se escindió en dos. Uno de ellos, el Club Recreativo de Fútbol, pasó a la historia como el primer club del fútbol español. Fue también en Huelva donde, en 1892, coincidiendo con la inauguración del estadio El Velódromo, se disputó el primer trofeo, la Copa Diputación, como parte del festejo del V Centenario del Descubrimiento de América.
Por aquel entonces, el foot-ball había atracado en otros puertos de España. Vigo fue la sede del Eastern Telegraph Company desde 1873, club formado por ingleses procedentes de Porthcurno, al sur de Cornwall. En Bilbao, hacía años que era habitual que los vecinos se quitasen la txapela y retasen, caballerosamente, a los teams de residentes y marineros ingleses. Se reunían en la Campa de Santa Engracia, los domingos por la mañana, hasta que, en 1898, se fundó el Athletic Club y el fútbol se convirtió en religión. En Barcelona, el 22 de octubre de 1899, apareció un anuncio en la revista Los Deportes. Lo firmaba Hans Gamper, un suizo apasionado del balompié. Buscaba aficionados interesados para crear un club en la Ciudad Condal. Un mes después, nació el Fútbol Club Barcelona y Gamper pasó a la historia como su fundador. Con el nuevo siglo, en Madrid, el New Football Club cambió su nombre a Football Sky, y tras su estela, nacieron muchos otros clubes. Entre ellos, el Madrid CF, presidido por Carlos Padrós, uno de los organizadores del primer gran torneo a escala nacional: la Copa de Coronación de Alfonso XIII, en 1902.
Trece años después de su coronación, el Rey Alfonso XIII fue nombrado Presidente de Honor del Club Recreativo de Huelva. «El doctor Mackay», publicó La Provincia el 15 de marzo de 1915, «entregó ayer al Ministro de Gracia y Cultura un mensaje dirigido al Rey, ofreciéndole la presidencia honorífica del Club Recreativo de Huelva […] Seguramente el soberano, que tanto amor siente por los deportes, accederá a los respetuosos deseos que en el mensaje se exponen, toda vez se trata de una antigua sociedad, que cuenta en su historia páginas brillantísimas».
El Rey, amante sobre todo de los deportes de motor, aceptó. Al día siguiente, se escribió la página que lo confirmaba, además de decano, como club Real. El Recreativo, dos meses después, ya lucía su flamante distinción delante del nombre del club: «Ayer por la tarde», contaban en La Provincia, «se jugó un interesante match de football, entre un equipo del vapor inglés Arramoor y otro del Real Club Recreativo. El triunfo, como es de rigor, quedó para los de casa, que hicieron ocho goals por uno de los ingleses». En algo más de tres décadas, los españoles habían pasado de tratar de entender las reglas de aquel juego, a golear sin piedad a sus propios inventores.Un pelotón por cabeza
A pesar de contar con la aprobación real, y de convertirse en el sport más popular de las clases trabajadoras, no todos en España vieron con buenos ojos el desembarco del deporte rey. Ni siquiera el esfuerzo de la Institución Libre de Enseñanza por integrar el deporte en la vida cotidiana, convenció a muchos intelectuales de sus ventajas. Entre ellos, el poeta Antonio Machado, que, en la infancia, había recibido la educación de la ILE. Su personaje más famoso, Juan de Mairena, afirmaba: «Siempre he sido enemigo de lo que hoy llamamos, con expresión tan ambiciosa como absurda, Educación Física». Aunque ejercía de profesor de Educación Física, el alter ego de Machado consideraba el deporte como algo estéril, que se esfumaba una vez acabado el juego. Además, en su opinión, aquellos deportes tenían un lado más oscuro, una parte que alababa intrínsecamente la lucha: «Se juega a pelear, se pelea jugando», escribió. «Eso lo saben hacer los ingleses mejor que nadie».
Aunque escribió artículos en As, Campeón, El Mundo Deportivo o El Espectador defendiendo el homo ludens, Ortega y Gasset advertía que el culto al cuerpo, por si solo, era algo pueril y transitorio. Y afirmó: «Está bien alguna dosis de fútbol, pero ya tanta es intolerable». El fútbol, cada temporada, reclamaba más espacio en los principales diarios. Las esqueléticas reseñas crecían con los partidos, y de apuntar los resultados y las alineaciones, se pasó a alabar en varios párrafos el juego de los ases del balón. Las publicaciones especializadas se reproducían como setas en los quioscos. Los lunes solo se hablaba del partido de la tarde anterior, y el resto de la semana, se hacían cábalas del siguiente. El fútbol se había convertido en uno de los principales signos de modernidad, en la sociedad española. «La prueba está en los periódicos», escribió Ortega y Gasset, «que por su naturaleza misma son el lugar donde más pronto y más claramente se manifiesta todo lo falso de una época».
A pesar de contar con la aprobación real, y de convertirse en el sport más popular de las clases trabajadoras, no todos en España vieron con buenos ojos el desembarco del deporte rey
Ramón y Cajal, el científico más notable del momento, fue escéptico ante el sport. En su obra El mundo visto a los 80 años, afirmó que su práctica abusiva conllevaba un desarrollo muscular excesivo, y esto, a su vez, desembocaba en violencia y en una menor aptitud para el trabajo intelectual. Los deportes que llegaban del otro lado de los Pirineos eran muy snobs y, en su opinión, solo arrinconaban a los bolos, el frontón o la barra viril, deportes verdaderamente castizos. «En desquite», escribió, «se han desarrollado monstruosamente, con esa furia inconsciente con que el español acoge las frivolidades extranjeras, los innumerables ejercicios ingleses».
En las dos primeras décadas del siglo XX, el fútbol pasó del más puro y romántico amateurismo a convertirse en un espectáculo de masas. De jugarse contra marineros ingleses a que cada aldea tuviera su propio club. Los futbolistas, de campesinos, pasaron a considerarse héroes por el mero hecho de empujar el pelotón hasta la red. Ahí, según Ramón y Cajal, en «la idolatría del pueblo hacia ciertos campeones afortunados, consagrándolos como héroes sin reparar que no se contentan con sencillas coronas de laurel u otras distinciones honoríficas, sino en opulentos honorarios de profesionalismo», radicaba una de sus críticas al football. Y añadía: «El mal ejemplo cunde. Todos aspiran a ser profesionales bien remunerados».
Miguel de Unamuno compartía su opinión: el espectáculo de masas en que se convertía el fútbol, lo desvirtuaba como deporte. Tampoco le agradaba el aroma europeizante que desprendía el moderno sport. Muchos males patrios, según él, venían del otro lado de los Pirineos. En 1923, escribió en Los Deportes: «Muchos jóvenes se preocupan sólo del balón y de los partidos en lugar de cultivar, junto al cuerpo, el espíritu». No lo veía del todo claro: la violencia se escondía en los estadios, el patriotismo tras los escudos, la verborrea se desbordaba en las páginas de revistas especializadas y la vanidad cegaba a los ases del balón. Pero, sobre todo, le horrorizaba lo que bautizó como deporte contemplativo: «Esa aberración, esa derivación pasiva, no sirve absolutamente para nada y sólo una cosa ayuda a desarrollar, y es la grotesca vanidad del profesional del deporte». El afán de relatar, una y otra vez, lo acontecido en los partidos, se había convertido en el deporte preferido del «aficionado footbollístico que no da patadas al pelotón pero acaba por convertir en un pelotón su cabeza a fuerza de discutir jugadas y jugadores».
Aquel sport importado de Inglaterra ponía en peligro de extinción la tradición nacional. Las ortigas devoraban frontones y boleras. Los zagales ya no se entretenían cortando troncos o segando los pastos. «La Hispania chiquillería», escribió Unamuno, «juega al balón y juega tras él frenética, asustando perros y haciendo caer viandantes desprevenidos. Voces de extraños idiomas pronunciados por escolares de siete años y aún por golfos de arroyo. Chuta, gritan a un campeón de cabeza rapada sus compañeros de equipo». Palabrejas inglesas resonaban en todos los descampados de España, al son de los botes del pelotón. El crecimiento del fútbol amenazaba, incluso, el primer puesto que ostentaban las castizas corridas de toros en el ranking de entretenimiento patrio. Unamuno, viéndolo, se lamentaba, no tanto por los toros: «Si al menos tuviéramos un Píndaro que cantase a los grandes jugadores. Pero la literatura que el football provoca es tan ramplona como la que provocan las corridas de toros».