Cada gol es único, irrepetible. Los hay que abren latas o que cierran partidos. Los hay que pertenecen más al que regala el último pase que al que los marca. Algunos son genialidades que al final del partido no valen apenas nada. Y hay muchos churros que tras el pitido final valen más de tres puntos. Están los goles fantasma que nadie ve. O los que antes de convertirlos son imposibles y, al cruzar el balón la línea de cal, se han vuelto posibles. Existen los que se olvidan un minuto después de festejarse, y los que se celebran durante toda una vida. Todos tan diferentes pero con algo en común: dan alas al que los marca y pesan como una cruz para el que los recibe.
Los goles tienen un significado diferente para cada uno. Si alguien supo del tema, sin duda, fue Alfredo di Stéfano. Por algo sentenció que marcar goles era como hacer el amor: todo el mundo sabía cómo hacerlo pero él lo hacía como nadie. Para Galeano el gol tenía mucho que ver con el orgasmo, algo cada vez menos frecuente en el fútbol moderno, y el argentino Bernardo Canal Feijoó lo describió en uno de sus poemas como «—¡UN GRITO!—/ Y el desmoronamiento lapidario de la multitud». Ángel Cappa afirmaba que los goles te dan de comer y te dejan escribir poesía tranquilo, mientras que Menotti, despoetizándolos, dijo que un gol no era más que un pase a la red. Nadie, sin embargo, lo definió con más claridad y exactitud que Vujadin Boskov: «Gol es gol».
Afirmaba Juan Villoro que hay algunos tan importantes que no solo suceden una vez, sino que se repiten infatigablemente durante toda la vida del aficionado. Montero Glez añadía que gracias al milagro del verbo era posible esa repetición infinita. Para él, el gol más lindo de la historia lo convirtió Pelé Zapata tras jugada de Mágico González. El Salvador perdió por diez a uno contra Hungría, pero aquel tanto pasó a la historia por ser el primero de los salvadoreños en una cita mundialista. Ryszard Kapuscinski contó en La guerra del fútbol la intrahistoria de otro gol de El Salvador que, en aquella ocasión, provocó un conflicto armado con sus vecinos de Honduras. Luego estaba Roberto Bolaño, que le quitaba importancia a este tema del gol porque, «salvo si uno se llama Pelé o Didí o Garrincha, es algo eminentemente vulgar y muy descortés con el arquero contrario».
Como dice la cita de Mario Benedetti que abre Once goles y la vida mientras, colección de relatos de Pablo Santiago Chiquero: el gol con la mano de Maradona a los ingleses es, por el momento, la única certeza de la existencia de Dios. Aunque el relato que abre la colección se titula Un buen gol no se puede contar, son once los que Pablo Santiago Chiquero ha elegido para contar las historias de los variados personajes que pueblan sus relatos. Al fin y al cabo, cada gol tiene su propia intrahistoria única e irrepetible.
ONCE GOLES, ONCE HISTORIAS
El gol de Emilio Butrageño, en 1987, al Cádiz en Copa del Rey abre la colección. Le sigue, cómo no, el de Maradona a los ingleses en el Mundial de 1986. Y el pepinazo de Ronald Koeman para dar la primera Copa de Europa al Barcelona, en 1992. Y, por supuesto, el Iniestazo en Sudáfrica. También el chicharro de espuela del Niño Torres contra el Betis en 2003. Y el mítico gol de Señor, que cerró una noche épica. Aparece el primer tanto que hizo Pep Guardiola con el primer equipo del Barça, contra el Atlético Madrid en 1994. Y la volea de Zinedine Zidane en Hampden Park, en 2002, que valió una Champions. Tienen su cuento la remontada del Liverpool de Gerrard, en la final europea de 2005, contra el AC Milán de Kaká. Y la increíble chilena de Zlatan Ibrahimovic en 2013 con Suecia. Para cerrar la colección: un golazo de falta directa de Eric Cantona en Old Trafford.
Con todos esos magníficos goles, Pablo Santiago Chiquero urde un inteligente juego narrativo porque su recuerdo, de una forma u otra, pasa a formar parte de la vida de sus protagonistas y, al mismo tiempo, de los lectores. Así sucede en el primer relato, Un buen gol no se puede contar: todo el pueblo habla sobre el golazo de Butrageño que José, el protagonista, no ha visto. Se mosquea porque, como dice el narrador, «nadie tenía derecho a contarle un gol que él quería ver con sus propios ojos». José duda de que la narración de un gol pueda igualar el original, y precisamente con una cita de la apasionada narración de Víctor Hugo Morales del que fue bautizado como Gol del Siglo se abre el segundo relato, El Dios de las Malvinas. El gol, en los todos los relatos, se convierte en un «momento mágico en el que a los hombres les está permitido saltar, gritar y llorar de felicidad, matar por un instante la conciencia y convertirse en un ser transfigurado que celebra la rara ordenación planetaria del gol».
En Un cañonero en prisión, el narrador reflexiona sobre la esencia del fútbol: «Es como la pintura o la escritura:», se dice a sí mismo, «todo es entrenamiento hasta que se convierte en arte». En ese mismo cuento, sin embargo, afirma que «el fútbol no es más que un juego para hacernos la vida más soportable». Un juego que se convierte en arte cuando se juega al primer toque, con la complicada simpleza de Andrés Iniesta, protagonista del gol en la final del Mundial de Sudáfrica sobre el que se vertebra el relato Treinta vacas, un gol, noventa años. Cualquiera es capaz de recordar qué estaba haciendo cuando Iniesta dejó que el balón botase en un eterno segundo, antes de empalarlo con el alma de todo un país. Sin embargo, tras el momento inolvidable se produjo «la rara desarmonía con la que discurren historia y vida privada: mientras todo un país celebraba una victoria sin precedentes, la vida y la muerte, los enamoramientos y las separaciones, las desgracias y los pequeños triunfos personales seguían sucediéndose como si tal cosa».
Ahí radica el poder de los goles que narra Pablo Santiago Chiquero: lo cambian todo pero al mismo tiempo no cambian nada. Como le sucede a Ramírez cuando vuelve a volar para imitar el gol de Torres y entiende que «el destino hace de cada gol un acto fugaz e irrepetible». Único como el duodécimo gol de la Selección contra Malta. Aquel partido extraordinario marcó un antes y un después a los aficionados que lo vivieron, como a Diego, el protagonista de ¡Gol de Señor, gol de Señor!: «De alguna manera, un partido inolvidable se parece a un buen libro. Con los años se acaba olvidando casi por completo lo que pasó en él, y los personajes y la trama o el estilo se van emborronando en la memoria hasta casi desaparecer, pero nunca se olvidan las circunstancias en las que se leyó y la dulce felicidad que entregó».
Ese es sin duda El justo valor de un gol, título del siguiente cuento. Porque «en el fútbol no todo es meter el balón en la red» y, muchas veces, «los goles son como el amor y el dinero, mejor olvidarse de ellos». Pero ¿cómo olvidar Un gol para la eternidad como el que anotó Zinedine Zidane en la final de Champions de 2002? ¿Y la chilena de Zlatan Ibrahimovic con Suecia? «Goles como ese», afirma el narrador de El jugador, «se ven una vez cada dos siglos, así que de momento es el único de la historia». Por esa razón, como le dice su padre a Dany en Los ídolos nunca mueren, ese gol que ha marcado tu vida siempre «irá contigo y te hará feliz una y otra vez». El suyo es uno de Cantona. ¿El tuyo?