EL FÚTBOL SE VE CON EL CORAZÓN

HAZ QUE IMPORTE. A TODOS.

El fútbol no sólo es un gol espectacular de chilena, un pase exquisito de espuela, el vuelo sensacional de un guardameta. El fútbol también es el grito de ánimo de un aficionado, el ruido que despide el balón al estallar contra el palo, el olor a césped recién cortado. El fútbol es mucho más de lo que se ve; es una experiencia que te marca. Un recuerdo que trasciende a la imagen y que se clava más adentro, en el tejido de los sentimientos.

Gabriel Lizoain es ciego de nacimiento, pero se aficionó a ir a los estadios desde bien pequeño. “Empecé con nueve o diez años, y me acostumbré a esa emoción que sólo puedes encontrar en los campos”, cuenta a Panenka como quien rescata un recuerdo feliz de la memoria. Primero fue seguidor del CA Osasuna, donde jugaba su hermano Ángel, y del Pontevedra CF, el equipo de la ciudad a la que se mudó cuando era un crío desde su Navarra natal para estudiar en un colegio especializado. Disfrutaba con el ambiente que se generaba en la grada y la energía que llegaba desde el terreno de juego. Más tarde también se aficionaría al fútbol para invidentes, hasta que con los años dejó de practicarlo. La vida lo condujo hasta las Islas Canarias, donde con el tiempo construiría su propia familia. Lo que tal vez no se imaginaba entonces era que su relación con el balón todavía tenía que estrecharse más: Gabriel es el padre de Raúl Lizoain, canterano de la UD Las Palmas y actual portero del FC Cartagena de LALIGA HYPERMOTION.

Raúl, que ya lleva más de diez años de carrera profesional y se ha incorporado este verano al conjunto cartagenero cedido por el FC Andorra, acabó en la portería de rebote. Cuando era un niño y jugaba en el patio de casa con su hermano y su primo, siempre tenía que ponerse entre los tres palos. Así fue puliendo su talento para salvar goles. Seguro que ayudaron también las curiosas sesiones de lanzamiento que hacía, precisamente, junto a su padre. La secuencia era la siguiente: el chico se colocaba enfrente de la red y Gabriel cogía el balón, lo plantaba a un palmo de su pierna y chutaba con todas sus fuerzas. “Era imposible saber hacia dónde saldría disparado, yo sólo trataba de reaccionar rápido y pararlo”, nos relata emocionado el arquero, que con esos ejercicios mejoró rápidamente sus reflejos y comenzó a vislumbrar un futuro en el fútbol. “Es uno de los recuerdos más bonitos que tengo de mi infancia, y a medida que pasan los años más valoro lo mucho que aprendí en esos ratos con mi padre”.

 

Gabriel es ciego de nacimiento, pero se aficionó a ir a los estadios desde bien pequeño. “Empecé con nueve o diez años, y me acostumbré a esa emoción que sólo puedes encontrar en los campos”

 

Aunque Raúl, en su ascenso a la élite, no tuvo que soportar el peso de las expectativas con el que sí que cargan muchos otros. Su padre no sólo le legó una pasión, también unos valores. “En casa nunca me metieron presión para que fuera futbolista, y eso me ayudó a hacer mi camino”, explica. Gabriel lo cuenta con sus propias palabras: “Lo único que nos preocupaba con su madre era que tuviera una formación y, por encima de todo, que fuera una persona honrada que respetase a sus compañeros y pudiera ir por la vida con la cabeza alta”. A Gabriel, que en su juventud se apasionó por la música e incluso se desarrolló como cantante y compositor (lo llevaba en la sangre: otro de sus hermanos, Serafín Zubiri, se convirtió en 1992 en el primer intérprete invidente que actuaba en Eurovisión), no le preocupaba si su hijo quería ser futbolista o maestro, simplemente quería que encontrara la felicidad en aquello que hacía y que, por el camino, no frustrara la de los demás.

El discurso de Raúl es modesto y a la vez firme, contundente. Hay algo distinto en él. Tiene 32 años y se siente comprometido con su profesión. Después de haber defendido la portería de hasta cinco equipos diferentes, ya ha conocido todas las caras del oficio: el debut, la consolidación, la fama, la presión, las caídas, el banquillo. Pero su diferencia está en la mentalidad con la que gestiona todos los episodios que va experimentando. Y esta proviene, como él mismo reconoce, de la figura de su progenitor: “Cuando era pequeño, vivía con naturalidad la invidencia de mi padre. Pero con el tiempo fui cada vez más consciente de la fuerza que tenía y de su capacidad de superación. Verlo en la persona en la que siempre te has fijado te marca mucho. Es un espejo en el que me he mirado siempre. Y también uno de mis secretos, por así decirlo. Yo soy una persona que nunca se rinde y que siempre tira para adelante, independiente de cómo me vayan las cosas en mi carrera, y eso en gran parte se lo debo a él”.

 

“Cuando era pequeño, vivía con naturalidad la invidencia de mi padre. Pero con el tiempo fui cada vez más consciente de la fuerza que tenía. Es un espejo en el que me he mirado siempre”, reconoce Raúl Lizoain

 

Gabriel siempre siguió muy de cerca los pasos de su hijo. En los inicios, cuando dio el salto al primer equipo de la UD Las Palmas, donde competiría durante ocho cursos y llegaría a debutar en la máxima categoría, no se perdía ninguno de sus encuentros. Recuperó la costumbre de ir al fútbol los fines de semana. Cuando jugaba en casa, era uno más en el estadio. Se presentaba en el campo acompañado de algún familiar y a veces cargado con hasta dos transistores, para conocer todos los detalles de cada lance del choque a partir del relato de los locutores. “Lo pasaba un poco peor que cuando era un niño, pero por los nervios que sientes al tener un hijo sobre el césped”, confiesa.

Aunque tampoco dejó de estar pendiente cuando Raúl tuvo que hacer las maletas e irse de casa para ganarse el puesto en otros equipos españoles. “Mira que hubo un momento, de joven, en el que me alejé del fútbol, pero con Raúl me volví a interesar”, reconoce. Siempre que puede, va a visitarlo y acude al estadio los días de partido (“es mucho mejor que escucharlo desde casa”), preparado para no perderse lo que ocurre en el campo; a veces con la ayuda de la radio y en otras dejándose guiar por los aplausos, los comentarios y los suspiros de los espectadores. Y si se le escapa algo, ahí está su mujer, que también le narra algunas acciones. “Pero a mí lo que me hace más feliz es saber que mi hijo se dedica a lo que realmente le gusta”, concluye. Después de todo, el fútbol también se ve con el corazón.