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Tres partidos, tres fotos

Antes de los octavos de final, nos detenemos en tres instantes de la primera fase que definen la Eurocopa que ha hecho España hasta el momento

1| EL CENTRAL DEL PERISCOPE Y OTRAS FOTOS

piqueramos

La foto se tomó en el minuto ochenta y siete pero Piqué ya se había preparado para ella mucho antes. Mucho antes del descanso y del inicio del partido. En realidad, venía acicalado para la ocasión desde España. Bien afeitado, oliendo a aftershave.

En la foto, se había decantado por el gesto serio. La mirada desafiante, como buscando silbidos en la grada. No encontró ni uno solo. Si el central hubiera tenido el Periscope a mano, lo hubiera desenfundado sin dudarlo. Que silbasen ahora. Así se las gastan los defensas. Son especialistas en duelos a muerte. Notó que Sergio Ramos se le subía a la chepa. Si no hubiera rematado uno lo hubiera hecho el otro. En eso consisten las relaciones de pareja. Por eso Ramos celebraba el gol como si fuera suyo. En parte, lo era. Y en parte había que celebrarlo porque lo había metido Piqué. El capitán sabía qué era eso. Qué se siente en esos momentos. A él no le habían pitado, pero sí se habían descojonado de su penalti. También tuvo que cerrar bocas. A lo Panenka, y todo el mundo en su sitio.

Así son los centrales, no les tiembla la bota en los grandes momentos. Ni el flequillo. Piqué abre los brazos, y espera a pecho descubierto la lluvia de flashes y los abrazos de los compañeros. En la grada, sevillanas, toreros y algún Bob Esponja saltan de alegría. Una marejadilla roja de felicidad remueve los pilares de los graderíos. Y los del palco: el Rey y Shakira saltan como uno más. Como casi toda España, en sus casas, botando a lo loco en la sagrada hora de la siesta. Solo quedaban unos minutos para el final, pero ya ni la abuela se descabezaría una. Dentro del campo, en el salón de tu casa, en la misa del bar; en todos lados los nervios hasta que pitó el árbitro. Por fin, los jugadores alzaron los brazos al cielo de Tolouse, y tú al techo de tu casa. Piqué, al salir de campo, sabía que era el objetivo de las cámaras. Se recolocó el flequillo una vez. Se le cayó por el sudor. Lo volvió a plantar. Nada, no quedaba bien. Y puso la mirada del dandi. Eso siempre funciona.

 

Así son los centrales, no les tiembla la bota en los grandes momentos. Ni el flequillo. Piqué abre los brazos, y espera a pecho descubierto la lluvia de flashes y los abrazos de los compañeros

 

«¡En pie! ¡Si eres español! ¡En pie! ¡Si eres español!», rugía la grada. Casillas había sido el primero en celebrar el gol. No se sufren igual en el banquillo, y todavía tiene que acostumbrarse al cosquilleo. Como lo hicieron otros antes. Como les pasará a todos los que aplaudían en el centro del campo. Casillas sabía que Piqué había marcado uno de esos goles capaces de acallar los pitos, y lo había cazado al borde del abismo. Lo pensaba mientras corría a felicitar a De Gea. Una transición nunca es dulce, por mucho que digan, pero un capitán no puede amargar el debut a un compañero. Y menos después de la semanita que ha pasado. Si se han ido de putas, les ha salido cara la fiesta. Le abrazó como se abraza a los hermanos pequeños. A él siempre le abrazaba Reina. Sabía de la importancia de aquel gesto: el que está en la puerta principal tiene que saber la de salida está bien cubierta.

Todos los futbolistas se abrazan en el campo. Sonríen. Ninguno quiere meterse en el túnel de vestuarios. Aquel gol no significaba solo una victoria en el primer partido. Era más: algo así como un pequeño resurgir, y hacerlo sufriendo. Como ganar ese combate en el que el campeón retirado vuelve a los rings. Era abrir el candado en el último segundo como hacía McGyver. Y hacerlo cómo les había enseñado Luis. Con la calma de Del Bosque. Y dejando hacer a Andrés. Qué chaval. Iniesta ve el fútbol  diferente: sabe que un pase medido es más bello que muchos goles. Ya dijo Guardiola que comía aparte. Muchos partidos, hasta juega aparte. Solo. Él con el balón. Nada más. Todavía le da vergüenza salir en las fotos disfrazado de Oliver Atom, por eso se esconde entre las piernas de sus rivales, cuatro, cinco, seis, los que haga falta, pero él siempre con el balón. Que no se olviden de eso. En todas las fotos, él con el balón.

Hasta el minuto ochenta y seis, que decide ponérselo al flequillo de Piqué. Son esos minutos. Los trágicos. Los que lo cambian todo. Las ocasiones se pagan carísimas a esas alturas de la vida. Las habían tenido todas, pero no había entrado ni una. No había llegado el gol, y el fútbol sin él solo lo entienden algunos entrenadores. No Del Bosque, que veía cómo sus hombres, una y otra vez, se enredaban en la telaraña checa. Le dijo a Nolito que sacara la cheira, todas las veces que pudiera, escorado en banda, y abriera boquetes para todos. Morata no los necesitaba; entraba en el recibidor de Peter Cech tumbando la puerta a cabezazos si hacía falta. Silva y Cesc, más discretos, se camuflaban de falso nueve para no ser delatados por los radares del rival. Y los laterales, qué bravos, no se cortaban un pelo: subían con un machete entre los dientes.

Qué menos. Hasta el Rey estaba allí. Cómo saltó en el palco con el gol. Como si fuera una final. Nos habíamos comido las uñas pero aún quedaba garra para un último zarpazo y, de momento, la primera foto dejaba abrazos de gol y ni un solo silbido.

2| EL EXTREMO DE LA CHEIRA Y OTRAS FOTOS

morata nolito

Los nuevos también querían volver a España con su foto de recuerdo de esta Eurocopa. Ya lo habían intentado en el primer partido, pero el central del Periscope había desenfundado el cacharro en el último suspiro y había acaparado todos los flashes. Así que Nolito y Morata no desperdiciaron el segundo duelo a muerte para posar delante de las cámaras con su mejor sonrisa. Y con sus armas.

El extremo de la cheira, Manuel Aguado Durán, Nolito para los compadres, se había tirado los últimos seis días sacándole punta al filo. Relucía la cheira de tanto mimo con el trapo. Se la escondió en la media de la pierna izquierda, debajo de la espinillera, mientras esperaban en el túnel de vestuarios. Pocos minutos después, en el césped, desenfundó y, con la habilidad de que ha aprendido en la calle cómo manejarla, asestó el primer pinchazo. Chutó desviado, pero el desgarrón a la defensa turca ya estaba hecho. Era el preludio de una muerte anunciada. Nolito se recolocó el tupé, bien engrasado de gomina, y se preparó para la primera foto.

No sería él el que acaparase el primer plano, pero ya andaba asomando por allí. Los primeros planos son cosa de delanteros. De cazadores de goles, esos que habitan en las inmediaciones del área con la escopeta cargada. Morata posó para la foto con su primera presa. Nolito había vuelto a hacerle un costurón a la defensa turca. Este con sangre a borbotones: un centro medido a la cabeza del cazador Morata, que hizo el escorzo para que todo pareciera más fácil de lo que realmente era. En la celebración nada de peinarse: es la ventaja de ir rapado. Si tienes pensado salir en muchas fotos, mejor no tener que preocuparte del engorroso flequillo sudado. De rodillas a la hierba, y listo. Se había quitado la mochila del gol y se deslizó por el césped recién regado. Había saciado su sed de gol pero no toda. Un delantero siempre la siente cuando entra en el área pequeña. La noche aun era joven como Alvarito y prometía más juerga. A la española. Con barra libre de goles.

Nolito invitaba. A todos menos a los turcos, claro. Había saltado al campo convencido de que aquella sería su noche. Esas que, antes incluso de pisar el bar, te miras al espejo y te dices: Hoy lo peto. Y quería su foto. Tres minutos después, la tuvo. Silva y Cesc fueron más falsos nueves que dieces, y los turcos no sabían por dónde entraban, si por la puerta principal o por la trasera. Es fácil perderse entre las líneas, cuando la pista de baile está tan concurrida. Nolito rocanroleaba en su salsa. Se fue al centro de la pista y allí encontró el pase. Se tiró con todo porque sabía que aquella era su canción y lanzó una cuchillada mortal a la cepa del poste. El rival quedaba malherido, al borde la muerte, pero la fiesta no había terminado.

Ni tampoco el baile. Ya se lo había dicho Casillas. Hoy lo petas. Y Nolito quiso que el capitán —porque un capitán nunca deja de serlo aunque no luzca el brazalete y tenga que ver la batalla desde la trinchera— saliera en la foto con él. Así se trata a los colegas en la calle. Y en el campo. Casillas, disfrazado de Pepe Reina, recibió el abrazo como si su compadre fuera un hermano pequeño que esa noche ha bailado con la más guapa de la fiesta, y se la ha llevado a lo oscuro. Lo había hecho: Nolito pasaba a la historia como el único jugador español que asistía y marcaba en la primera parte de un partido de Eurocopa. Y solo hacía media hora que había llegado a la fiesta. Eso es triunfar y lo demás tonterías.

Uno que no suele salir en las fotos es Busquets. Tiene un imán para los balones pero no atrae igual a los objetivos de las cámaras. Ya dijo Del Bosque que si se reencarnase, querría ser como él. Ojo: con todos los que ha habido. Ojo. Busquets es como esos barrenderos que lo limpian todo y, cuando han pasado, se puede besar el suelo que ha pisado. Barre contragolpes rivales. Corta pases al hueco. Y hasta desempolva y oxigena los pasillos para que los laterales entren a su gusto. No suele vérsele cerca de la barra porque él es de esos bebedores silenciosos que se meten el chupito entre pecho y espalda y ya están pensando en los pasos de la siguiente canción.

 

Uno que no suele salir en las fotos es Busquets. Tiene un imán para los balones pero no atrae igual a los objetivos de las cámaras. Ya dijo Del Bosque que si se reencarnase, querría ser como él

 

En esa volvió a brillar el rey de la pista. Morata jugaba a ritmo de twist, swing o tango: lo que le pinchasen los directores de orquesta. Y ese baile se lo dejó en bandeja Jordi Alba. No es tanto de cheira el lateral como su compadre de banda Nolito, pero maneja el machete con arte flamenco. Ya había pegado un par de tajos a la línea de cal para estirarla y dejar la banda a su gusto. Y qué gusto verlo subir. Y qué gusto verlo correr más rápido que el Correcaminos. Morata, todo un caballero, le abrazó para que saliera en su foto. Alba le había regalado un pase de la muerte, uno de esos que dan vidilla a los cazadores de área pequeña. Por eso, cuando acabó el partido, Morata —todo un príncipe, aunque vestido de rojo— se fue a besar a su princesa antes de que le atosigaran los periodistas. Una fiesta sin beso no es una fiesta completa. Y lo hubo, bajo todos los focos, en el reservado de la grada.

Les habían dado un baño a los turcos, pero nada de saunas ni masajes. Habían sudado de lo lindo buscando el balón que escondía una y otra vez el mago Iniesta en su chistera. Por aquí, por allí. Y un pase que lo rompe todo. Por aquí, por allí. Y un sombrerito al central. Les habían hecho sudar y lo pagó Arda Turán. Los suyos le silbaban cada vez que tocaba el balón y los nuestros tuvieron que darle un baño de abrazos al acabar el partido para consolarle. Los que ya estaban clasificados consolando a los eliminados. Así acaban los partidos los campeones.

La última foto se tomó cuando solo dos futbolistas quedaban en la pista de baile. En la grada, todavía, continuaba la fiesta. Y continuaría muchas horas más fuera del estadio. Sergio Ramos y Jordi Alba, sudados pero satisfechos, entraron al túnel de vestuarios agarrados del hombro. Dos chavales que volvían a casa a altas horas de la madrugada, todavía con el sabor dulce de la victoria en la boca. Si todas las resacas fueran como esta, benditas las noches de farra.

3| EL CENTRAL QUE SE TAPA LA CARA Y OTRAS FOTOS

Todos los campeones tropiezan. Por eso lo son: caen y se levantan, caen y se levantan. Así se forjan. Pierden, y vuelven a aprender a ganar. Fallan, pero salen reforzados del error.

No es fácil salir en la foto cuando se pierde. Tampoco cuando se falla en ese momento en que no se perdonan los errores. De ahí el gesto de llevarse las manos a la cara. Sergio Ramos se la cubrió cuando vio cómo Subacic le detenía el penalti. Era el momento. Ese en el que cambian los partidos. El cruce de caminos que determina el destino. Ramos había pedido el balón. Tenía la confianza. Eso, en el campo, se respeta; se apartaron Iniesta, Cesc o Silva. Sergio había buscado su gol desde el principio en todos los córners, la esquina donde según Cela se agazapaba la muerte. Todos los centros volaban teledirigidos  a su cabeza, pero no había manera de rematarlos con sentido.

No había sido su mejor noche, y el penalti podía maquillarla. Eso pensaba el capitán mientras colocaba el balón en el punto de castigo. Era la hora de reírse en la cara de una noche que parecía gafada. De arreglar el descuido en el marcaje del gol del empate. Pero enfrente estaba él. Un portero sabe que no puede sentir miedo ante el penalti, por mucho que Peter Handke titulase así su novela. Qué sabe un escritor de cómo se debe aguantar el tipo cuando el rival toma carrerilla. Ramos dio cuatro pasos atrás, y uno ligeramente a la izquierda. El árbitro pitó. Subacic aprovechó el segundo de paradinha para achicar la portería con dos pasos al frente. Truquillos de zorro viejo en los momentos cruciales, como las piedras que colocaba, disimuladamente, Samitier delante del balón cuando un rival lanzaba un penalty.

El duelo de pistoleros se lo llevó Subacic. Así quedó retratado: los puños cerrados, el grito al cielo. Los abrazos y los besos de todos los compañeros. Ramos, las manos a la cabeza. No quedaba otra. Sintió de nuevo la soledad del futbolista que falla el penalti. Esa que no te sacuden ni las palmadas en el culo de los compañeros. Muchas páginas dedicadas al portero, pero ¿qué pasa con la soledad del jugador que falla? ¿Quién tiene más que perder? En aquel disparo Sergio Ramos había perdido la tranquilidad para su equipo, el control de un partido descontrolado, la calma después de la tormenta. Ahora solo quedaba aguantar el chaparrón hasta que pitase el árbitro. Una noche de bochorno veraniega empezaba a convertirse en una noche bochornosa.

 

Muchas páginas dedicadas al portero, pero ¿qué pasa con la soledad del jugador que falla? ¿Quién tiene más que perder?

 

Y eso que había comenzado con brío, desparpajo, confianza. Los jugadores se habían gustado en las fotos de los partidos anteriores y querían más para rellenar el álbum de esta Eurocopa. Durante los primeros minutos, Nolito desenfundó la cheira en un par de duelos, pero los croatas estaban hechos de otra pasta y los navajazos no hacían sangre. Solo Morata pudo asestarles un mazazo a los pocos minutos, pero a partir de entonces los defensas croatas se levantaron como si nada. Piqué tenía que cortar las contras, y no tuvo ni un minuto para sacar el Periscope y ver cómo andaban las cosas tras su peineta mientras se triscaba los dedos en el himno. En cuanto se despistaba, por allí aparecía el velocísimo Perisic, o Rakitic, peligrosísimo. A los croatas les faltaban los habituales de la foto —el melenudo Modric, el larguirucho Mandzukic—, pero no parecía importarles.

Rakitic a punto había estado de liarla cuando De Gea se durmió en el despeje y el centrocampista croata se sacó una vaselina perfecta de la chistera, esa que parecía haberle birlado a Iniesta. Por suerte, el que salió en la foto de ojo de halcón fue el balón. No había querido atravesar la línea después de pegar en el larguero. Perisic y Kalinic parecían haberles robado los puñales a Juanfran y Jordi Alba. No solo los puñales, también la posición y la espalda cuando lo creyeron conveniente. Y así, como una puñalada trapera, llegó el gol del empate. Asestaron el tajo en esos minutos psicológicos que, en muchos partidos, van directamente al cubo de la basura. Los españoles ya se veían en el vestuario cuando Perisic sacó un centro medido a la espuela de Kalinic, y para dentro. De Gea quedó inmortalizado en la foto cayendo de culo, los brazos estirados, como preguntándose: ¿Qué coño ha pasado? Y los croatas, mientras, celebraban con una piña uno de los golazos del torneo.

Los futbolistas españoles sabían que, a pesar del empate, todavía les quedaba París. Y por suerte, el descanso. Para eso sirven: arreglar errores, taponar fugas, apuntalar desajustes. Para poner a punto la máquina. Pero España salió desajustada del vestuario. Con un poco más de gasolina, pero sin revoluciones. Todo lo contrario que los croatas. Ellos se jugaban mucho. Jugaban contra los vigentes campeones. En sus botas estaba la posibilidad de convertir el sueño en pesadilla. Los soldados croatas saltaron al campo de batalla dispuestos a jugar una guerra de guerrillas. Salían de las trincheras en estampida, el cuchillo entre los dientes, y pasaban la frontera del medio campo tan rápido que a las minas no les daba tiempo de explotar. El descanso, para España, había parecido más corto que los quince minutos reglamentarios; para los croatas parecía haber durado una semana.

Ellos habían leído el mensaje del partido. España, en cambio, hacía oídos sordos a la lección que les intentaba explicar, pedagógicamente, el fútbol. Las imágenes del encuentro presagiaban el final. Por mucho que los españoles se tapasen la cara para no verlo, estaba ahí, acechando en cada ataque de los croatas. Busquets, que nunca falla un pase al pie, fallaba. A Iniesta, sin su chistera, no le salían los trucos de magia. Jugaba como si hubiera dejado el disfraz de Oliver Atom en la taquilla del vestuario, reservado para citas más trascendentes. Ramos no era el mismo tras el penalti y tampoco lo había sido antes. Silva y Cesc, más entre líneas que nunca, terminaron perdidos entre los renglones de una historia con un final agónico. Ni tan siquiera Morata, el niño que se está convirtiendo en hombre a base de goles, encontraba una falla por donde colarse entre los defensas croatas.

Corluka se había quitado el casco. No lo necesitaba. Lucharía a cara descubierta el resto del partido. Rakitic peleaba cada balón como si fuese el último. No tenía amigos en este partido, aunque en algún saque de banda se echase unas risas con Piqué. A falta de tres minutos, Perisic marcó y se quitó la camiseta desbocado. No era para menos: aquel gol les permitía soñar con un camino de rosas. Corrió al córner mostrando a la grada que su fútbol no necesitaba de envoltorios. Rakitic, como buen capitán, quiso que todo el estadio —y el mundo entero— viera el 4 que lucía el héroe de su ejército a la espalda. Levantó la camiseta y la enarboló como una bandera cubierta de sudor y lágrimas. Lágrimas, por supuesto, de alegría. Ni una sola por la tarjeta amarilla; un gol como aquel merecía la locura de la celebración.

Aún quedó un postrer suspiro desalentador: el centrochut de Silva murió sobre la línea de gol. No hubo tiempo para más. Camino del túnel del vestuarios, los futbolistas pensaban que todavía les quedaba París. Y seis días para planear cómo esquivar las minas del camino hasta la final. De ahora en adelante, las fotos se venderán más caras. El catenaccio italiano tratará de guardarlas bajo llave. La maquinaria pesada alemana intentará pasarlas por encima. Los anfitriones querrán acaparar todos los flashes. Y los ingleses intentarán demostrar ante el mundo que ellos son los inventores de este juego. De ahora en adelante, de nada valdrá taparse la cara con las manos.