Me temo que Ronaldo pasará por la vida y por la Historia
sin haber entendido nada de lo que nos ha pasado y nos pasa.
MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
Lo primero que ocurre es un verbo: O Fenomeno, Ronaldo Luís Nazário de Lima, o simplemente Ronaldo. Luego, como en el último de los evangelios sinópticos, Ronaldo se hizo gordo y habitó entre nosotros.
En el libro XI de las Confesiones de San Agustín se encuentra uno de los tratamientos más paradigmáticos de la historia del pensamiento sobre ese curioso fenómeno que constituye el tiempo. A diferencia de sus predecesores, el obispo de Hipona notó que las problematizaciones centradas exclusivamente en el movimiento como medida del tiempo resultaban insuficientes para dar cuenta de él. La radicalidad de su tesis estriba en la novedad de abordar la experiencia misma del tiempo y su particular relación con el individuo; de este modo estableció una clara distinción entre el tiempo como experiencia individual y el tiempo de las cosas. Cuando San Agustín se pregunta por el quid del tiempo, se percata de que este está constituido por un pasado que ya no es, un futuro que todavía no existe, y un presente inestable e inextenso que discurre entre la anticipación de un futuro y su respectiva transformación en pasado. Ante esta constatación San Agustín llega a sostener que pasado y futuro no tienen una existencia real sino solamente mental. Si el ser se identifica con el presente, razona San Agustín, hablamos impropiamente del tiempo, puesto que este no puede estar constituido de tres dimensiones (pasado, presente y futuro), sino de un solo presente escindido en tres. Sin embargo, el autor de La ciudad de Dios, advierte que pese a ello, tenemos conciencia de la duración, lo que nos permite experimentar el tiempo como un continuo devenir. Para salvar entonces su razonamiento, postula una hermosa imagen, a saber, la distentio animi, el “alargamiento” o “la extensión del alma”: es en el interior del alma humana donde experimentamos un presente que se extiende desde la rememoración del pasado y hasta la posibilidad del futuro, debido a que la memoria fija en imágenes la impronta que dejan los efímeros estímulos sensoriales recibidos y les otorga así una duración. Cuando recordamos, pues, vivimos el presente de los eventos previos; cuando añoramos, vivimos el presente de los eventos venideros; cuando somos, vivimos el presente de los eventos inmediatos. Diecisiete siglos después, el pensador austríaco Ludwig Wittgenstein llegó a una conclusión análoga: “Si por eternidad se entiende no una duración temporal infinita, sino la intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente”.
Como la vida, lo realmente importante ocurre siempre en el presente, de golpe, cuando frente a él ya nada podemos hacer. Bobby Robson lo supo entonces: “cielo y tierra pasarían”, pero nadie volvería a ser Ronaldo después de aquella noche
En algún punto intrascendente entre el trópico de cáncer y el de capricornio hace una mañana bochornosa y sin sobresaltos. Un personaje cualquiera, sentado frente a su computador, decide peregrinar una vez más al césped del estadio San Lázaro para mirar ese gol antológico que se marcó frente al S. D. Compostela en la séptima fecha de la temporada 96/97. Corría el minuto 35. Ronaldo robó un balón en el centro del campo y comenzó un vertiginoso slalom lleno de fuerza y vigor. Sorteó piernas rivales y soportó todo tipo de patadas y bravos agarrones. Se perfiló hacia el área grande como si fuera un minotauro y disparó raso para batir al guardameta Fernando Peralta. La temporalidad se suspendió en un laberinto de piernas: una jugada duró noventa minutos, y noventa minutos una vida entera.
Lo segundo que ocurre es la duración: los entendidos dicen que el verbo, cuando se encuentra en una forma conjugada, corresponde a la posición del núcleo del sintagma temporal. Ronaldo, articulado a un césped y una pelota, era no solo la acción, el movimiento, sino el devenir de una extraña duración de orden distinto: la intemporalidad. Así, en la compleja semántica del fútbol, el Fenómeno expresaba siempre, o casi siempre, una predicación completa. Sin embargo, su cuerpo no soportó el peso de encarnar ese ignoto verbo donde cohabitan de forma simultánea los tres modos del presente: el presente del pasado, el presente del presente y el presente del futuro. A inicios de la temporada 99/2000 sufrió una lesión de gravedad en su rodilla derecha durante un Inter-Lecce. El parte médico refirió una rotura parcial del tendón rotuliano y seis meses de baja. Ronaldo reapareció un 12 de abril de 2000 para un partido de Copa frente a la Lazio, pero sobre el minuto 19 del segundo tiempo, intentó amagar al defensor Fernando Couto cerca del área biancocelesti. Colocó mal el pie de apoyo y la gravedad, como ocurre con frecuencia, se encargó de hacer el resto. En dicha ocasión el veredicto de los médicos fue implacable: rotura total del mismo tendón. Muchos lo dieron por muerto; incluso O Rey Pelé, al percatarse de los hipotéticos alcances de esta última lesión llegó a dudar de la existencia de otra deidad que, como Ronaldo, pero dos milenios antes, fue crucificado también ante los suyos. La vida entera le atravesó esa rodilla como si fuera un bisturí: el niño pobre que creció en Bento Ribeiro, un arrabal al norte de Rio; el millonario excéntrico que alquiló una fortaleza renacentista para celebrar una boda falsa con la voluptuosa Daniella Cicarrelli (el mismo palacio donde Molière, valga la ironía, estrenó su Tartufo frente Luis XIV, el “Rey Sol”); el jugador robusto y furioso que despachaba adversarios como si se trataran de piezas de dominó dispuestas sucesivamente; el gordo hipotiroideo de más de cien kilos que se excedía por igual con pizzas y prostitutas en tanga; el que fue y el que sería; el que es. Pero Ronaldo sigue ahí, tumbado sobre el césped, distentio animi. El dolor entre rótula y tibia; el rostro de un animal mitológico ahora abatido; los gritos amargos de la desesperación; testimonios en plano corto de que la vida, como la muerte, no es otra cosa que ese momento, breve e inasible, acaso también antagónico, del encuentro irrevocable con uno mismo, con eso que se es. Al tercer día, sin embargo, Ronaldo resucitó: venció por partida doble al intratable bulldog alemán —Oliver Kahn— en la final de la Copa del Mundo de Corea y Japón 2002. Levantó el trofeo de campeón, ganó su segundo Balón de Oro y se convirtió en el máximo verdugo de todas las copas del mundo por encima de Gerd Müller.
El 7 de junio de 2011, en un amistoso Brasil-Rumania, se despidió para siempre del fútbol profesional frente a 30.000 feligreses que colmaron el estadio Pacaembú. El cuerpo, no su mente, lo retiró, pero su nombre se convirtió en una alegoría de la magnitud con que medimos la separación entre dos eventos. Fue verbo, y por ello, nunca llegó a comprometerse con ninguno de sus predicados: su vida transcurrió de la robustez a la gordura, del Cruzeiro al Corinthians, del Barcelona al Real Madrid, del Inter al AC Milán, de la carencia al despilfarro obsceno. Pasó por la vida sin entender lo que es el tiempo y lo que en él nos acontece; como otrora el maestro de Hipona, intuyó que dicha comprensión era además inasequible: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta lo sé, pero si trato de explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé”. Tuvo, sin embargo, la arrogancia de ser Ronaldo y hacérnoslo saber.
Lo último que ocurre es un nombre: el personaje cualquiera que mira sentado frente a su computador se percata ahora, de forma súbita y misteriosa, que entre el niño que miró ese gol en vivo frente al S. D. Compostela y el adulto que esta mañana lo contempla en diferido ocurre algo insignificante pero definitivo. La jugada dura menos de doce segundos y Ronaldo da apenas catorce toques de balón. Pero en esa ráfaga, en ese gol que hoy YouTube ha fijado en la memoria, lo único que sucede es el tiempo mismo, una y otra vez. Como la vida, lo realmente importante ocurre siempre en el presente, de golpe, cuando frente a él ya nada podemos hacer. Bobby Robson lo supo entonces: “cielo y tierra pasarían”, pero nadie volvería a ser Ronaldo después de aquella noche.