“De ninguna manera. Alá no puede permitir eso. ¡Qué perversión! Mujeres jugando al fútbol… Señorita, usted delira. Eso aquí no pasará”. Samir Deeb podría ser un primo lejano de Yaser Arafat, con su barba entrecana, su kefiya (el pañuelo ajedrezado habitualmente blanco y negro) enmarcando su rostro moreno, arrugado, jovial. A la puerta de su puesto de pollos en A Ram, una villa-suburbio del este de Jerusalén, cabecea y ríe ante la “locura” de pregunta. Qué cosas. Mujeres en pantalón corto ateando un balón. En Palestina. El señor Deeb no sabe que a menos de 700 metros a la espalda de su negocio, en el estadio aisal Al Husseini, no sólo juegan hombres, sino que entrenan una vez por semana las chicas de la selección nacional de su estado aún a medio cuajar. Son 20 jabatas, las mejores de los 12 equipos que conforman la liga de Cisjordania y Gaza. Lo impensable para algunos se ha hecho verdad a base de coraje, desafiando los convencionalismos patriarcales y las barreras, las que impone la ocupación israelí y que convierten en tarea de titanes hasta llegar a tiempo a la hora del partido.
La evolución del fútbol femenino en los territorios palestinos ha sido rapidísima desde que se creó la selección en 2003, un tiempo en el que el equipo se ha incorporado a competiciones internacionales como la Copa Asia-West. Es verdad que no ha pasado ni una eliminatoria importante para el Mundial o los Juegos Olímpicos, pero es que a duras penas logran convocar a la veintena de jugadoras que necesitan. Hay poco banquillo porque hay poca tradición y porque la presión social sobre las chicas es notable: para que se dediquen a deportes más “femeninos” como el bádminton o el voleibol, para que se cubran el pelo para ejercitarse, para que se dejen ver poco en escenarios tradicionalmente masculinos, para que se casen a temprana edad y sus maridos decidan por ellas qué pueden y qué no pueden hacer… “El fútbol en Palestina es un desafío, no un juego”, resume Marian Al Bandak, defensa o mediocentro según convenga, cristiana.
Criada en Chile, hasta donde escaparon numerosos palestinos cristianos en las guerras de 1967 y 1973, allí fue donde se calzó las botas por primera vez, en un entorno más normalizado que ahora trata de exportar a Palestina. “La mujer, a la cocina… ¡Pues no! La mujer también al césped”, defiende ante las vecinas que aún no la comprenden. Su estampa -coleta rubia, macuto al hombro, sonrisa perpetua- es ya conocida en Belén. Es la valiente capitana de la selección. Ha tomado el relevo a Honey Thaljieh, que lució el brazalete hasta 2009, una mujer de hierro que ahora promueve el deporte infantil desde la asociación Paces. Sus negrísimos ojos refulgen cuando recuerda los primeros pasos del equipo. “La idea fue de Sama Mousa, el director de atletismo de la Universidad de Belén. Vio que nos gustaba, pero no nos atrevíamos a dar el paso. Él nos formó en lo deportivo y nos hizo ver que somos iguales en derechos. Y algo esencial que hoy es la base del equipo: el fútbol es también un mensaje, el de nuestro pueblo que reclama su libertad, y nosotras somos tan válidas como los hombres para trasladarlo al mundo”, constata, en un discurso trufado de política, imposible de olvidar en una tierra ocupada con 600.000 colonos o que tiene en el exilio a cinco millones de refugiados.
¿DÓNDE ENTRENAR?
El primer problema fue encontrar un sitio para entrenar. Sólo había un campo de césped natural, en Jericó, un lugar rodeado de colonias y próximo al Mar Muerto que domina Israel, o lo que es lo mismo, el corazón de un laberinto de controles. Era inviable ir allí con chicas de todos los lugares de Cisjordania. Una cancha de balonmano fue el sucedáneo que encontraron en Belén, donde está la mayor cantera de futbolistas.
En 2009, les llegó el reconocimiento de la FIFA y jugaron por primera vez contra otra selección, en Jordania. El estadio de A Ram, ese en el que el pollero Deeb no sabe que entrenan, estaba blindado para los partidos de los hombres. A costa de un tremendo esfuerzo económico y de ruegos a Israel para lograr los permisos, 16.000 mujeres se dieron cita en Ammán para animar a las chicas. Otras 10.000 acudieron al Husseini a ver las pantallas gigantes instaladas para la ocasión. El histórico empate a dos duplicó los espectadores del primer partido de la selección femenina de EEUU contra Canadá en el mismo año, en Nueva York, sin conflicto alguno, en la tierra de las libertades. La selección femenina palestina apenas se forjó un año más tarde que la masculina. “Es que teníamos las ideas muy claras”, se ríe Niveen Kolaib. Hoy entrenan cuando cae la noche, para no llamar demasiado la atención aún, pero sin falta, semana tras semana.
Niveen atrae las miradas, aunque el campo esté en tinieblas, apenas iluminado por un foco amarillento y a la sombra del muro de separación impuesto en Cisjordania por Israel, tras el que se ha embarcado más de un balón, que tan cerca está. El atractivo de esta belenita de 17 años está en su rareza: es la única jugadora que compite con hiyab, el tradicional pañuelo. Es musulmana practicante, cumplidora de oraciones y ayunos, pero está convencida de que el fútbol no colisiona con lo divino. “Hay gente que me critica porque dice que el juego es haram, pecado. Yo juego con pantalón largo y con pañuelo porque así lo he elegido y desempeño un juego limpio, no turbio. No hay segundas intenciones en el fútbol. Es la pasión y el divertimento. La gente que me critica es la misma que durante horas mira una pantalla donde juega el Barcelona. Están viendo a gente que hace lo mismo que yo. No es haram“, explica reposada y dulce.
“Nos falta una defensa y una lateral. Eran importantes. Chicas inteligentes y trabajadoras. Pero los maridos no permiten que se las vea así”
No piensan igual en otros países árabes de Oriente Medio, como Arabia Saudí, donde sólo se permiten los equipos femeninos en entornos universitarios y con presencia exclusiva de mujeres en las gradas o en Kuwait, donde el Parlamento ha llegado a calificar la práctica de fútbol por parte de mujeres como ‘anti-islámica’ y ‘un fenómeno extraño en la sociedad poco deseable’, informó el pasado verano la agencia Reuters.
El equipo de origen de Niveen, como el de Marian, es el Diyar de Belén, que juega regularmente contra chicos, la única manera de mantener el nivel de competición, teniendo en cuenta que hay equipos de la liga femenina de zonas más islamizadas como Yenín o Nablus donde crear un once es casi milagroso y su nivel acaba siendo sensiblemente inferior. En el último choque empataron a cinco. Contra los hombres. Al principio, reconocen, los chicos se reían de su juego. “Yo aprendí disparando entre dos piedras. Si no había balón, golpeaba más piedras o botellas. Ni mis primos querían jugar conmigo”, se duele Haya Daraghma, la ‘pichichi’ nacional. Su juego es rudo, hecho de fuerza más que de técnica, pundonor puro. Nasser Dahbour, el seleccionador, prefiere quedarse, por el contrario, con la “enorme evolución” de las jóvenes en tan pocos años de tradición. “Quedan para ver vídeos, hablan de fútbol en los descansos de la universidad, se visitan unas a otras para animar a las familias más reticentes… Para ellas es el medio de alcanzar un sueño nacional de superación a través del deporte”, repite.
Nasser está en el Husseini, el estadio de A Ram. Está revisando fichas, actualizando el limitado archivo. Desde finales de la temporada pasada le faltan dos jugadoras que aún no ha podido reponer. Ambas han cedido a la exigencia de sus prometidos: una mujer casada no puede jugar al fútbol. “Nos falta una defensa y una lateral. Eran importantes. Chicas inteligentes y trabajadoras. Pero los maridos no permiten que se las vea así”, relata. “El problema -se cuela la secretaria Fathma de pronto, asomando la cabeza por la puerta-, es de la sociedad, en cómo mira a las mujeres. Sin mujeres libres no habrá nunca una nación libre”, dice antes de esfumarse. El discurso deja triste al míster.
En su corazón hay otra pena: su selección prácticamente sólo puede elegir a chicas de Cisjordania. En Gaza, la policía oficiosa de la moral de Hamás -que ha gobernado la franja desde 2007- no ve bien sus entrenamientos, lo que limita el número de seleccionables. Pero lo peor es que no hay conexión alguna entre este territorio y Cisjordania, por culpa del bloqueo impuesto por Israel desde ese año en que los islamistas llegaron al poder. Dos territorios hermanos que no se comunican físicamente. Así es imposible no ya entrenar, sino jugar un día en un único punto. Los permisos que otorga Israel para salir de Gaza son muy contados, destinados a enfermos o estudiantes, pero no a deportistas. Nasser recuerda cómo tuvieron que jugar en Egipto en 2012 sólo para poder ver las caras de las chicas que había elegido en la distancia, a base de vídeos y referencias de entrenadores de la zona. “Fue emocionante encontrarnos allí, muy duro”, reconoce.
Las fronteras hacen que sus chicas, en Cisjordania, necesiten más de tres horas para llegar a una cita en el estadio, por los controles militares que pueden encontrar. A veces, definitivos: en octubre de 2012 iban a disputar un partido festivo en Belén contra Emiratos Árabes, con presencia importante de mandatarios de la FIFA, pero los controles de Israel a las jugadoras retrasaron la ceremonia cinco horas. Acabó por anularse. Ya no había público para ver el partido.