El apoteósico prólogo de Magnolia, de Paul Thomas Anderson, encontró sustento en tres insólitos casos que vieron la luz en diferente tiempo y lugar, donde el azar y las circunstancias se fundieron para construir una atmósfera casi teatral. La primera refiere a la ejecución de tres hombres acusados del asesinato de Sir Edmund William Godfrey, un farmacéutico del barrio de Greenberry Hill, en Londres. Lo extraordinario del caso reside en que se trataba de tres vagabundos movilizados por el simple hecho de robarle, identificados después como Joseph Green, Stanley Berry y Daniel Hill. La segunda recupera la famosa leyenda urbana del submarinista calcinado. Resulta que ante la propagación de un incendio forestal, un buzo es aspirado por un avión que trataba de succionar agua para después tirarla y apagar el fuego. El bombero encargado de pilotear la nave había tenido un altercado apenas dos noches antes con el buzo en un casino de Reno, en Nevada. Tras el incidente, emborrachado de culpa, el bombero se voló la cabeza. El tercer caso, quizá el más delirante, explica el intento de suicidio de un joven de diecisiete años llamado Sydney Barringer. Los médicos forenses determinaron que el suicidio frustrado se había convertido en un exitoso homicidio perpetrado por su propia madre. Mientras Sidney saltaba al vacío desde lo alto de un edificio, su madre amenazaba con una escopeta a su padre tres pisos más abajo. Cuando la escopeta se disparó por error, Sidney simplemente pasaba por ahí. Sin saberlo, abajo lo esperaba una red de seguridad que habían puesto los hombres encargados del mantenimiento de las ventanas del edificio. Al final, la bala que se incrustó en su estómago fue la causante de su muerte. Una bala que, dicho sea de paso, él mismo cargó en la escopeta familiar con el deseo de que sus padres, una pareja salvajemente disfuncional, algún día se mataran entre ellos. La secuencia culmina con la sentencia lapidaria del narrador: “Esto no pudo ser una coincidencia. Estas cosas extrañas ocurren todo el tiempo”.
Este fin de semana, a más de dos décadas de distancia de la obra magna de Anderson, ocurrió una de esas cosas extrañas: Cruz Azul, un equipo fundado por cooperativistas de una cementera en un sitio olvidado del estado mexicano de Hidalgo, se proclamó campeón de liga por novena vez en su historia para dejar atrás un larguísimo calvario. Fueron 23 años de espera. Seis finales de liga perdidas en el camino —un par frente a América, su máximo rival. Varios colapsos épicos de último momento. Frustraciones acumuladas. Burlas encapsuladas. Desencantos palpitantes. Soldados caídos. Era como si la vergüenza hubiera de sobrevivirles.
Ser del Cruz Azul en México era, hasta la noche del domingo, algo parecido a lo que Rodolfo Walsh describió en Operación Masacre, cuando escuchó morir a un conscripto en la calle que, contra todo pronóstico, no dijo: “Viva la patria”, sino: “No me dejen solo, hijos de puta”. El testimonio se originó en el contexto de la dictadura cívico-militar instaurada en Argentina por la Revolución Libertadora, pero bien pudo haber sido el grito de guerra de cualquier aficionado de Cruz Azul tras la bochornosa eliminación en semifinales ante Pumas durante la temporada pasada: “No me dejen solo, hijos de puta”.
Para dotar de mayor épica el hito celeste, pensemos que, además, Cruz Azul levantó la copa tras un receso de temporada particularmente turbulento: su entonces presidente estaba siendo perseguido judicialmente por presunto lavado de dinero y operación con recursos ilícitos, no tenían entrenador y la plantilla cargaba con el estigma de haber sido humillada por un rival de la misma ciudad y las acusaciones de amaño de partido proferidas por un periodista de investigación en otro tiempo respetado.
Al final, como dice el personaje interpretado por John C. Reilly en la aludida cinta de Paul Thomas Anderson, “perdonar a alguien que te ha jodido es duro, pero es más duro saber que lo puedes perdonar”. Pensándolo bien y habiendo digerido lo acontecido, el domingo pasado en el Azteca no estaba en juego el título de liga del fútbol mexicano, sino algo todavía más trascendental: la posibilidad de redención de un grupo de seres humanos.
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Fotografía de Imago.