Algunas personas saben que ha llegado el verano cuando aparecen los briks de gazpacho y salmorejo en la nevera del súper. Otras, cuando ponen su programa favorito en la radio y se dan cuenta de que ha cambiado la voz de la locutora. Otras, cuando divisan las primeras toallas colgadas en los balcones. Para mí, cada dos años, ya sea por el Mundial o la Eurocopa, el pistoletazo de salida a la mejor época del año es una camiseta de Suiza con el ’23’. Xherdan Shaqiri se coló por primera vez en nuestras vidas un julio de hace una década y ahí sigue, leal e infatigable, como esos pantalones que ya no te pones pero que sigues guardando religiosamente en el armario, más por el valor sentimental que por otra cosa. El extremo ya es como el típico amigo del pueblo: solo nos vemos en verano, pero qué risas nos echamos. No es alguien que pase de puntillas por tus ojos. Su aspecto físico deja más marca que un bofetón con la mano abierta: el tipo está tan fuerte y se le pega tanto la camiseta al torso que parece que juegue con el chaleco antibalas puesto. Luego están sus piernas, dos mazas de hierro a cuyo lado el balón toma la dimensión de una aceituna. Son enormes, a la vez que sutiles, capaces de trazar remates imposibles en el aire. De hecho, es uno de los jugadores de fútbol con menos pinta de jugador de fútbol que conozco, y quizá por eso cueste tanto imaginar un torneo de fútbol en el que no esté él. Ayer se despidió de la Euro en los cuartos. Eso, a su manera, equivale a decir que pronto llegará el frío. Sería la hostia si el mundo amaneciera siempre soleado y se acostara con una chilena de Shaqiri. Pero el mundo es como es: un sitio bastante menos divertido de lo que nos merecemos.
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Fotografía de Getty Images.