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Pesadilla en Gijón: cuando el Sporting vivió el peor descenso de la historia

El Sporting protagonizó la peor temporada que jamás ha sufrido un equipo en Primera. Un desastre dentro y fuera del campo

Este reportaje está extraído del #Panenka104, un número que dedicamos al Sporting y que sigue disponible aquí


 

Oficialmente, el 22 de marzo de 1998 el Sporting cerraba la etapa de oro de su historia con el descenso a Segunda División más humillante que recuerden los tiempos: dos victorias en 38 partidos, siete empates y 29 derrotas, 31 goles a favor y 80 en contra. Nadie ha batido ese récord en España, y en las grandes ligas, solo el Derby County lo ha mejorado, empeorándolo, al sumar once puntos en 38 partidos en la temporada 2007-08 de la Premier League.

El Mérida, precisamente el invitado en El Molinón el día del adiós sportinguista, acabó siendo el acompañante a Segunda, pero con 26 puntos más que los gijoneses. Realmente, el Sporting era un equipo zombi, un muerto viviente, desde mucho antes, por razones que no se explican con los números. Con la transformación de los clubes en sociedades anónimas en 1992, habían aterrizado en los despachos de Mareo unos empresarios que creyeron que se podía construir un equipo de fútbol como si fuera una carretera o un puente. Y, claro, el edificio se les vino abajo.

Puede sonar a frase hecha, pero se veía venir. Durante toda la década de los 90, el Sporting estuvo en el alambre deportivo y financiero. Los poderes económicos y políticos de la ciudad se unieron para echar de la presidencia a Plácido Rodríguez, un profesor universitario de la Facultad de Económicas que durante tres años había dirigido al club de espaldas a las fuerzas vivas de la ciudad y había revitalizado a un equipo desgastado y descapitalizado, a años luz de aquel que a finales de los 70 y comienzos de los 80 luchaba por títulos de Liga y Copa.

Con la fórmula del éxito (cantera y dos o tres extranjeros diferenciales) y con un entrenador atípico (Ciriaco Cano), el Sporting viajó por Europa por última vez en 1991. Al año siguiente, el alcalde de Gijón, Vicente Álvarez Areces, entregó el club al dinero fácil de constructores y empresarios. No tardaron en pelearse, hasta que dos años después Areces apostó por José Fernández, un hombre de negocios con buenas conexiones en la Administración que buscaba en el fútbol la relevancia que no encontraba en la empresa.

José Fernández y su directiva se apresuraron a borrar cualquier vestigio del mandato de Plácido Rodríguez, tanto en lo deportivo como en lo relacionado con el marketing (como el cambio de color de los pantalones, que volvieron a ser azules porque sí). Tras un par de amagos, con la promoción de permanencia en 1995 y salvación in extremis en 1997, el Sporting de Fernández cocinó a fuego lento el desastre que estallaría como una bomba en la siguiente temporada.

 

Al Sporting le ganaron casi todos aquella temporada, incluido el eterno rival en los dos partidos. El sentimiento de vergüenza se extendía por todos los estamentos del club y jugadores como Trotta se admiraban de que miles de sportinguistas siguieran acudiendo cada 15 días a las tribunas

 

En la recta final de la campaña 1996-97, con el equipo en posiciones de descenso, los dirigentes sportinguistas retiraron la confianza a Benito Floro, artífice, entre otras cosas, de un trueque demoledor. A media temporada desterró a Japón a Julio Salinas, que había marcado 18 goles en la 1995-96 y llevaba seis en 16 partidos antes de su adiós. Para sustituirlo, eligió a Paco Luna, un ariete al que conoció en el Albacete y que tenía solo diez goles de bagaje en Primera.

Para sustituir a Floro, Fernández se decantó por un hombre de la casa, Miguel Montes, al que le sobró una jornada para mantener al equipo. Aun así, los dirigentes del Sporting habían pensado en apostar por un entrenador mediático. El elegido había sido John Benjamin Toshack, que esperó en vano la prometida llamada de Fernández en A Coruña, donde había cerrado su etapa como entrenador del Deportivo. La fiesta de la permanencia en El Molinón había acabado con Montes manteado por sus jugadores y la afición pidiendo su continuidad. El dueño y presidente del Sporting no se atrevió a llevarles la contraria, aunque también sondeó a Javier Irureta.

El Sporting renovó sin convicción alguna al técnico, que duró cuatro partidos (cuatro derrotas, tres goles a favor, 14 en contra) y después fueron pasando por el banquillo otras glorias del sportinguismo, como Antonio Maceda (once jornadas, nueve derrotas, dos empates), José Manuel Díaz Novoa (16 partidos, una victoria, cuatro empates, once derrotas) y José Antonio Redondo (siete partidos, una victoria, un empate y cinco derrotas).

DE KANU A LA REALIDAD

Aquel año inolvidable en lo negativo estuvo salpicado por episodios entre lo vergonzoso y lo cómico. Durante el verano, que todavía era de vino y rosas a cuenta de la inesperada permanencia, el secretario técnico, Ramiro Solís, puso el caramelo en la boca de la afición al insinuar que negociaba el fichaje del delantero nigeriano Nwankwo Kanu. En condiciones normales, nadie se habría tomado en serio el interés de un club modesto de la Liga por una estrella mundial, fichada un año antes por el Inter al Ajax a cambio de 350 millones de pesetas.

Pero Kanu se había pasado un año en blanco por un problema cardíaco detectado en el reconocimiento médico con el club italiano. Entre eso y una foto de una supuesta cena de Solís y el futbolista, publicada en la prensa local, la euforia se disparó en la ciudad en su semana grande de fiestas. Pronto llegaron los desmentidos desde Italia y, con ellos, la cruda realidad: de Kanu se pasó a Cezary Kucharski, un delantero polaco que pasaría sin pena ni gloria y que años después reaparecería en el universo sportinguista, ya como agente de jugadores, para ofrecer al entonces desconocido Robert Lewandowski. Por supuesto, el Sporting lo descartó.

 

Por supuesto, no vinieron ni Kanu ni Cruyff. Y durante aquella interminable temporada, el ambiente futbolístico en la ciudad fue tóxico. Los jugadores no podían salir a la calle sin escuchar reproches

 

Las ensoñaciones gijonesas siguieron, ya con el equipo en caída libre, alentadas por Manuel Vega-Arango. Como había ocurrido con los entrenadores, a la propiedad no se le ocurrió otra cosa que repescar al presidente de la época gloriosa con el rimbombante cargo de consejero delegado. Y una de sus primeras ‘gestiones’ fue convencer a Johan Cruyff, meses antes fulminado en el Barça por la decadencia del ‘Dream Team’, para que hiciera un milagro en Gijón.

Por supuesto, no vinieron ni Kanu ni Cruyff. Y durante aquella interminable temporada, el ambiente futbolístico en la ciudad y, sobre todo, en El Molinón fue tóxico. Los jugadores no podían salir a la calle sin escuchar reproches, por decirlo suavemente. Y los días de partido en casa, cuando aquello ya no tenía solución, sufrían la peor de las humillaciones desde las gradas: los aficionados saludaban con gritos de campeones cada gol en contra y se pasaban buena parte de los partidos saltando en las gradas de espaldas al campo. Llegó un momento en que la tensión se trasladó a los entrenamientos, como el día en el que el defensa argentino Trotta y el ruso Cheryshev acabaron a puñetazos.

Miguel Montes solo duraría cuatro jornadas en el cargo. Sería el primero de los cuatro entrenadores del Sporting aquel curso.

Un equipo que un año antes llegó a tener en su nómina de delanteros a Julio Salinas, Lediakhov y Eloy presentó durante muchas jornadas un ataque formado por Álex y Kaiku, que acabaron con un gol cada uno. Veteranos de El Molinón juran que nunca habían visto fallar tantos goles a puerta vacía, ni conceder un puñado en propia puerta, a cada cual más estrambótico. El vestuario se acabó pareciendo a una comedia de enredo, con actores entrando y saliendo de escena continuamente: hasta 34 futbolistas tuvieron minutos.

La conexión rusa, que inicialmente trajo a Gijón a jugadores del prestigio de Nikiforov o Lediakhov, acabó por convertirse en la excusa para fichajes como el de Kosolapov, un centrocampista procedente del Lokomotiv que se marchó en diciembre tras jugar apenas 300 minutos con la camiseta rojiblanca. Después de completar esa temporada en el Maccabi, nunca más se supo de él en el fútbol de elite, rebotado por equipos de medio pelo de Rusia y Kazajistán.

Con la caja fuerte vacía y la certeza de que el descenso era inevitable, la solución de los dirigentes en el mercado de invierno pasó por incorporar, además de a Trotta, a tres jugadores que solo sirvieron para hurgar en la herida y agrandar el descrédito. Un portero serbio, Lekovic, fue el sustituto imposible de Juan Carlos Ablanedo, uno de los más señalados desde dentro y desde fuera por la caída en picado del equipo y del club. Cinco partidos bastaron para comprender que los centímetros (1,88 por 1,75) a veces no cubren más portería.

Algo parecido ocurrió con un delantero montenegrino llamado Vladimir Popovic, que después de once partidos sin gol dejó vía libre a los chavales de Mareo. Su paso por Segunda en el Málaga (siete partidos y un gol) y el Getafe (diez y uno) no lo redimió. Tampoco el centrocampista brasileño Rodrigão se fue más allá de los ocho partidos y, tras pasar una temporada inédito en el Málaga, completó su aventura española en el Manchego y el Guadix.

 

Veteranos de El Molinón juran que nunca habían visto fallar tantos goles a puerta vacía, ni conceder un puñado en propia puerta, a cada cual más estrambótico. El vestuario se acabó pareciendo a una comedia de enredo

 

SENTIMIENTO DE VERGÜENZA

A comienzos de ese 1997 hubo un fichaje que nadie pudo ver en el campo, pero que sí resultó decisivo para entender todo lo que se le vino encima al Sporting en los años siguientes. Obligado a buscar un sustituto para Herminio Menéndez, el medallista olímpico que había encontrado en el fútbol la rentabilidad que nunca le dio el piragüismo, Fernández eligió como gerente a Alfredo García Amado, un joven licenciado en Derecho y Ciencias Económicas y Empresariales, con un MBA en la Universidad de Navarra, que presentaba como único currículo laboral los ocho meses en el departamento de ventas de coches de segunda mano en un concesionario de Ford en Madrid.

La excusa era modernizar la gestión de un club anquilosado en su funcionamiento. En realidad, García Amado se convirtió en el capataz del cortijo de Fernández, cada vez más alejado del día a día del club. Fue acaparando poder, incluso más allá de su cargo, invadiendo las competencias de los secretarios técnicos. Sus métodos quedaron al descubierto en un programa realizado con cámara oculta por la productora ElMundo Televisión y emitido por el canal público valenciano, Canal 9. El gerente y otros altos cargos del Sporting hablaban sin rubor de las cloacas del fútbol, y en un momento del reportaje, García Amado se quejaba de los jugadores con estas palabras: “La mayor decepción que llevas es conocer al futbolista. Es capaz de ponerte verde por 5.000 pesetas. Es que es verdad, y ganan una burrada. Son egoístas”.

 

Un equipo descendido a falta de ocho jornadas, lo nunca visto, siguió contando con el apoyo de lo que años después fue bautizado como La Mareona. En la recta final, con el foco puesto en los dirigentes, el Sporting empezaba a parecerse remotamente a un equipo de Primera

 

En el año 2000, García Amado tenía unos ingresos brutos en el Sporting de más de 21 millones de pesetas, unos 126.000 euros, cifra que nunca llegó a alcanzar David Villa en su paso por el primer equipo rojiblanco. Las críticas de García Amado sentaron como una bomba en el vestuario, en el que aún estaban jugadores a los que el gerente había predispuesto contra un consejo al que había vuelto durante unos meses Plácido Rodríguez Guerrero, repescado por Fernández en unos momentos de máxima presión de la hinchada por la marcha del equipo.

No hubo respiro para la afición sportinguista, que sufrió el escarnio de los seguidores del Oviedo, que habían esperado 20 años para devolver la moneda de aquel cruce de caminos que, en 1978, llevó a los rojiblancos a Europa y a los azules a Segunda B, haciendo famoso el lema: “El Sporting, a Turín y el Oviedo, a Turón”. Como réplica, como venganza servida en plato frío, durante la primera mitad del año 1998 desde la capital del Principado devolvieron las gracias y los chistes, como aquel que atribuía un nuevo patrocinador a los gijoneses: “Renault Megane”.

Al Sporting le ganaron casi todos aquella temporada, incluido el eterno rival en los dos partidos. El sentimiento de vergüenza se extendía por todos los estamentos del club y jugadores como Trotta se admiraban de que miles de sportinguistas siguieran acudiendo cada 15 días a las tribunas de El Molinón: “A la afición no se le puede pedir nada. En una situación como esta, en Argentina no iría nadie a la cancha”.

Un equipo descendido a falta de ocho jornadas, lo nunca visto, siguió contando con el apoyo de lo que años después fue bautizado como La Mareona. En la recta final, con el foco puesto en unos dirigentes que ya debatían públicamente sus diferencias, el Sporting empezaba a parecerse remotamente a un equipo de Primera, ya con muchos jugadores de la casa que veían en la crisis una oportunidad.

 


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Fotografías de Cordon Press y agencias