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Parásitos

En el ecosistema competitivo del fútbol, en verano emergen futbolistas que no juegan, no quieren irse del equipo y generan contradicciones en el aficionado

“Se me olvida que no me quieres, sobre todo cuando es viernes”, canta Carolina Durante. Los viernes te sientes tan invencible, tan hinchado, tan inmortal, que te atreves con el euromillón. Marcas el 26, el 14, el 42, el 21 y el 32. Estrellas, el 6 y el 10. Por una fecha, por tu número favorito, por el dorsal de algún jugador. O porque sí. Lo echas y por un momento parece que ya te ha tocado. El bote es de 210 millones de euros. Más que suficiente para firmar tu jubilación anticipada. Dejarías todas las obligaciones. Te puede gustar tu trabajo, pero lo haces por dinero. Como Concha Piquer, que decía que tenía vocación, pero si no ganaba dinero no se divertía.

La casa de papel, una serie en la que vuelan motos y en la que policías se cambian de bando sin pestañear, nunca es tan inverosímil como cuando triunfan en el primer golpe. Están en una isla, sin preocupaciones. Nos cuentan entonces que necesitan acción, adrenalina, jarana. Ya. Ellos por gusto y tu por obligación, la cuestión es no parar. Aspirar siempre a más: carrera, máster, idiomas, trabajo, trabajo mejor. ¿Hasta dónde?

El fútbol es Saturno devorando a su hijo. Alimenta a los jugadores y luego los engulle. Ellos viven en una especie de escalera, siempre tienen que ir a por más. La pelota guillotina ilusiones y expectativas. Es tan perra que se convierte en un bumerán que siempre vuelve: por si quieres la revancha, por si quieres volverlo a intentar, por si quieres hacerlo mejor. Si ganas, podrías volver a ganar, a ganar más, a ganar desde más arriba.

 

Tus sueños también han cambiado porque te has despertado muchas veces. Has remado: la universidad, el máster, los idiomas, los periodos de becario. Y a lo mejor no te valió la pena. A lo mejor no te prometieron la verdad

 

Por eso sorprende un tipo de futbolistas que emerge en verano. Se les llama parásitos, perezosos o gandules porque el sueño de estos jugadores ya no es ganar muchos títulos, es tener una buena vida. Consiguieron un buen contrato y, por unos u otros motivos, no les va la vida en jugar. Se anquilosan al equipo y ven las temporadas pasar, como el que se tumba en una hamaca a ver el atardecer. Para el aficionado son personajes incómodos, porque sacan lo peor de ti. Te generan contradicción. Te ves a ti, un firme defensor de los derechos de los trabajadores, pidiendo que se los carguen. Te los imaginas amarrados al dinero, como un chicle reseco se engancha a la suela. No sabes si tienen mucho morro o son los nuevos comunistas. No son modélicos, no van a la presión, no besan el escudo. Son futbolistas grises. Molestan como un jersey que pica.

Sobre todo molestan porque los envidias. No nos engañemos: harías lo mismo. Tú, que con diez años soñabas con ser el delantero centro de tu equipo, ahora, como dice Enrique Ballester, no verías tan mal ser tercer portero. Tus sueños también han cambiado porque te has despertado muchas veces. Has remado: la universidad, el máster, los idiomas, los periodos de becario. Y a lo mejor no te valió la pena. A lo mejor no te prometieron la verdad. A lo mejor no te merecías las expectativas, el paso previo a la decepción. A lo mejor tú también harías como esos futbolistas: banquillazo y a vivir. Quizás es mejor dejarse llevar y no tener planes, como dice el padre de la familia de Parásitos: “Sin un plan, nada puede salir mal. Y si algo se sale de control, no importa”.

 


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Fotografía de Getty Images.