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Neymar y la sociología del odio

En Neymar jamás importó la victoria, pues en su reverso hay miles de flechas clavadas que muestran un esqueleto debilitado por el relato perverso que lo rodea

“Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”

Augusto Monterroso

 

Haciendo un juego semiótico podemos suponer que el sujeto del brevísimo cuento de Monterroso es Neymar Jr y el dinosaurio, el Odio. Se pueden dibujar en el contorno convulso de Neymar todos nuestros vicios como sociedad. Nuestros miedos, nuestras envidias, producto de un destilamiento de la frustración que nos sirve como bálsamo a la vez que como excusa. El Odio es nuestra droga. Odiar es alejarse de uno mismo para concentrar toda la energía en otro y esto es mucho más sencillo.

El nombre del brasileño es un arma de doble filo, usada por el gremio periodístico de forma indistinta dependiendo de los intereses que se esconden detrás. A un lado, el grupo mayoritario. Aquellos que usan el nombre de Neymar como reprimenda a un fútbol que no les gusta -aunque esto sea mentira, porque lo que no les gusta es el fútbol, en genérico-, blandiendo esas seis letras con autoridad moral recordando la vileza en cada gesta extrafutbolística de Neymar. Así se logra que, una vez se habla de él, la muletilla de “el cumpleaños de su hermana” lo acompañe siempre. Neymar es, para este grupo, el estandarte de algo que les causa cierta repulsión. Neymar “atenta contra el fútbol”, dicen. Lo irónico es que no hay futbolista más lúdico que él. Su juego provoca en el espectador el Síndrome de Stendhal, un fútbol barroco, lleno de ornamentos que en realidad no esconden nada más que una intencionalidad venenosa. Neymar es la verdad. Es fútbol.

Para el otro grupo, más reducido, Neymar es aquello que nos obliga a seguir pellizcándonos, a tiritar cuando el brasileño tiene el día. Creer en Neymar es como leer un samizdat peligroso. Su nombre lleva implícito cierto rechazo social. El Odio, en toda su complejidad, se entiende si uno posa su mirada sobre la figura del liviano delantero del -también odiado- PSG.

Quien odia, no necesita argumentos para justificar su odio. Le basta con percibir la realidad como algo que le ataca constantemente. Neymar, al parecer, molesta a mucha gente. Y ahí entra en juego el relato. La narratología lleva décadas tratando de explicar cómo se construyen estos relatos que dominan todas y cada una de las esferas de nuestras vidas. El caso del brasileño no es distinto. A su llegada al Barcelona, al foco mediático, las luces empezaron a apuntar y fortalecer un discurso extrafutbolístico que casaba con el brasileño estereotipado: fiestero, provocador, amante de los salseos, piscinero reincidente. Una serie de características preconcebidas, y es que el fútbol es el terreno fértil del prejuicio. En ningún sitio circula tanto como en el del balompié. Ahí, el relato amarró.

 

Su nombre lleva implícito cierto rechazo social. El Odio, en toda su complejidad, se entiende si uno posa su mirada sobre la figura del liviano delantero del PSG

 

Poco importó todo lo demás, que es el fútbol, que lo es todo. Porque ahí va una realidad que duele y agrieta el relato. El fútbol no importa, es prescindible. Hablar de fútbol sin fútbol, como comer sopa sin caldo o macarrones sin tomate. Ha quedado como un objeto vacío de contenido, porque todo el marro se ha ido a los bordes, habitados por toda clase de polémicas y discursos incendiarios que alejan cada vez más y más el juego del centro del debate. El Odio lo colapsa todo, vertebrando un debate que no es tal en tanto que no existe bidireccionalidad, sino que solo funciona en una misma dirección. Y mientras discutimos, Neymar se nos apaga, se acaba su fútbol que hace no tanto parecía infinito. Nos estamos perdiendo los mejores días del jugador más divertido del planeta y nadie dice nada. Nadie llora.

La gente no ve fútbol. Eso no es un problema, claro. La cosa se pone chunga cuando la gente no ve fútbol y opina categóricamente como si cada fin de semana estuviera delante de la tele viendo el Rennes-PSG de turno. “Es que en la Ligue 1 no tiene mérito”, repiten, obcecados por un odio carente de sentido. Y es que la Ligue 1 es la excusa, el blanco fácil. El prejuicio. De poco sirve cuando, en la pasada Champions, Neymar se coronó con dos partidos mayúsculos antes de la final. Una final perdida cuenta por todas las victorias de tu vida, ese es el peaje que pagar si quieres ganar.

En Neymar jamás importó la victoria, pues en el reverso de su figura hay miles de flechas clavadas que dejan a la vista un esqueleto debilitado por el relato perverso que rodea la figura de uno de los mejores futbolistas del siglo XXI. Neymar es ya bastante mejor futbolista de lo que lo fue Ronaldinho, más completo, con más trayectoria y con mayor determinación. Más goles, más asistencias, más longevidad. Pero menos relato. Puede que hasta dentro de 20 o 30 años no se le reconozca tal realidad a Neymar porque el Odio es hereditario, a veces patológico, se traslada como en los viejos tiempos, a través del cuento contado al lado de la hoguera. Luchar contra esto es un reto casi imposible.

Neymar se durmió. Como el personaje de Monterroso. Se durmió cuando se marchó del Barça porque los ojos ávidos de seguirle se apagaron. Nadie le miró allí. Lo olvidaron. Solo les llegaba la noticia de su lesión cada mes de febrero, noticia que asociaban con cumpleaños y carnavales. La victoria del relato es esta. Creernos que un ganador como Neymar no quiere ganar. Creer lo imposible. Se durmió y, cuando despertó, lejos del foco mediático obsesivo y tóxico del Barça, lejos de todo ruido de fondo que alejara el juego del centro, el Dinosaurio todavía estaba allí. El Odio, descubrió Neymar, no tiene fronteras. Su lenguaje es universal.

Cuando Neymar despertó, el Odio todavía estaba allí.

 


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Fotografía de Getty Images.