Más que misteriosa, como empezó tildándola Milan Kundera en La Insoportable Levedad del Ser, la idea nietzscheana del eterno retorno resulta tan estresante que no cabe otro pensamiento tras ella. “Si cada uno de los instantes de nuestra vida se va a repetir infinitas veces, estamos clavados a la eternidad como Jesucristo a la cruz”, sentenció el checo. El presente sería entonces pasado y futuro también. El ser, un títere sin salida en el laberinto más tormentoso de Borges.
El relato de José Mourinho navega hoy entre lo que fue un día y pudo dejar de ser en otro. El resultado suele traducirse en una incertidumbre que termina pesando. Y pesa tanto que agobia y consume. Tan solo una vez, en su primera etapa con el Chelsea, duró algo más de tres años en un mismo club. Solo fueron dos en su último destino, el Tottenham Hotspur. Y medio año más duró en el anterior, el Manchester United. Su historia se repite en cada equipo y se acerca peligrosamente a esas sagas de películas que empiezan con expectación pero ya no engañan a nadie. José Mourinho es la banda sonora y los efectos especiales de El Señor de los Anillos, o al menos pudo serlo algún día, pero también es la repetida escena final de la barbacoa en las películas de Fast & Furious. Un desenlace que se repite una y otra vez, que incluso puede llegar a cansar.
Pero, si es cierto que los episodios de esta serie son siempre el mismo, que el eterno retorno es una realidad y estamos condenados a repetir cada suspiro en infinitas ocasiones, con qué acierto ha escogido José Mourinho su nuevo destino. O, al menos, el José Mourinho de la primera vida, el único que podía elegir realmente. En todo caso, nada mejor que la intensidad y el riesgo como respuesta a este bucle sin fin imaginado por Nietzsche, aburrido e incluso desesperante. Porque la Roma, la actual Roma, tan falta de iconos como de alegrías, clama por un imperator que, como mínimo, haga las funciones de estandarte de puertas para dentro. Tampoco exigen gloria, como hicieran sus predecesores, pero sí mantener un mínimo de orgullo. No buscan ganar batallas; tan solo afrontarlas en condiciones.
Son Roma y Mou, Mou y Roma. Dos elementos colosales, antaño gloriosos y hoy en horas bajas, pero con un aura similar
Son Roma y Mou, Mou y Roma. Dos elementos colosales, antaño gloriosos y hoy en horas bajas, pero con un aura similar. Para presentar a ambos hace falta un telón, un redoble de tambores y el clamor de un público entregado. Tiago Pinto, director general de la Roma, eligió una sonrisa paradigmática y un puñado de palabras de su italiano chapurreado: “Ecco Mourinho, creo que basta”. Es posible que realmente baste. Al Mourinho de los últimos años no se le considera ya un conquistador, pero sí es todavía un tipo orgulloso y carismático. Brutalmente mediático, en todo caso, y capaz de despertar la ilusión del aficionado por lo que su nombre supuso algún día. Y con eso podría bastar.
Es por todo esto que la unión entre el cuadro romano y su nuevo referente invita al optimismo. O, como mínimo, a la curiosidad. Sobre Mourinho, nadie disfruta más el factor sorpresa y la necesidad de construir algo nuevo en un equipo deprimido, más todavía en un escenario que no le exigirá títulos desde el primer día. Además, la figura de referencia para compañeros y afición, así como el ego más grande del vestuario, no dejarán de ser él mismo. El broche final lo pone la ciudad: Roma es el escenario idóneo para recurrir a la mística, para alentar a los tuyos y para crear espectáculo. Y pocos son más hábiles que el portugués en todos estos campos.
Ya en su presentación tardó poco en recurrir a la estatua de Marco Aurelio y citar una locución latina atribuida a Parménides: “Ex nihilo nihil fit”. Controla muy bien las relaciones públicas. Pero es cierto, nada surge de la nada. José Mourinho guarda dos pasados muy marcados: uno más glorioso y otro que lo es menos. Es, sin embargo, su esencia protagonista y algo vanidosa lo que le lleva a poder encabezar el proyecto de la Roma. Pero es también la historia de la entidad y su ciudad lo que convenció a Mourinho. La promesa de un episodio diferente para una serie que empezaba a ser demasiado repetitiva. La posibilidad de un desenlace distinto al bucle nietzscheano que lo tiene maniatado. Una vez más, el encuentro con la cultura es la solución más agradable contra la absurda monotonía del día a día.
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Fotografía de Imago.