“Este equipo me jode todos los fines de semana. Son como un bostezo”, comentaba enrabietado un aficionado a los medios enfrente de las puertas de Old Trafford. El mes de octubre de 1992 ya tocaba a su fin y aquel día el Manchester United perdió por la mínima ante el Wimbeldon F.C, club que acabaría por desaparecer en 2004. La derrota todavía amargaba más un inicio de campeonato muy flojo de los ‘red devils’, sumidos en la parte media de la tabla y con un margen de mejora no demasiado esperanzador.
Era una temporada especial para el futbol británico. El formato Premier League se estrenaba, estando a prueba un sinfín de pretensiones comerciales y mediáticas y dejando atrás los 104 años de First Division. Se respiraban aires de cambio, y las grandes camisetas del país estaban citadas para la ocasión. Pero todo apuntaba, una vez más, a que el Manchester United de Alex Ferguson volvería a borrarse de la cita antes de tiempo.
El último éxito liguero adjudicado al club de Manchester databa de 1967. Demasiado espacio en blanco para el documento histórico de una entidad que en su día trascendió por todo el continente con las gestas de futbolistas como Bobby Charlton o George Best. Un coloso venido a menos y al que muchos ya estaban a punto de enterrar. Los primeros pasos de Ferguson sentado en el banquillo del equipo -aterrizó a Old Trafford en 1986- tampoco parecían invertir esta cruel dinámica.
Ferguson necesitaba un revulsivo, tocar la tecla pronto. Y el problema se localizaba en el vértice de la pirámide; en la punta del ataque
El escocés, por aquel entonces, tenía la típica fama de entrenador de semana a semana. Ese al que su cargo parece pender de un hilo permanentemente, y al que solo algunos resultados conseguidos a la heroica permiten alargar un poco más su continuidad. Algo chocante con la sensación de perpetuidad que desprende hoy su puesto en el club.
De hecho, el motivo por el que inició esta temporada 92/93 al frente del grupo fue la FA Cup lograda el año anterior ante el Crystal Palace, tras volver a quedarse lejos de poderle disputar el cetro doméstico al Leeds United.
Pero esa vez, o tocaba la tecla pronto o ese runrún de especulaciones que apuntaban al despido acabaría por materializarse. El objetivo no podía ser otro que tratar de consolidar la apuesta futbolística con el paso de los partidos, en busca de algo que la entidad se había especializado a rehuir en las últimas décadas: la regularidad. Para ello, la primera toma de decisiones debía emprenderse durante el mercado invernal. Desde dentro del cuerpo técnico se confiaba en la columna vertebral del combinado, formada por jugadores como Schmeichel, Pallister, Ince o Hughes, y además se tenía claro que la cura no pasaba por aumentar la exigencia sobre esa camada de jugadores jóvenes, más tarde nombrada como los ‘Fergie Babes’, que unas temporadas más adelante ya darían el salto de calidad que les encumbró a la fama. El problema se localizaba en el vértice de la pirámide, en la punta de ataque.
Lo cierto es que con la lesión de Dion Dublin, incorporado ese mismo verano desde el Cambridge United, el potencial de los esquemas perdía enteros en eficacia. Del delantero se esperaba que fuera un motivo de peso suficiente como para alimentar las ansias de retorno al triunfo de los ‘red-devils’, pero su pierna no aguantó más de seis jornadas y dejó toda la planificación diseñada hasta el momento en jaque. Había que rectificar sobre la marcha, porque el equipo daba la sensación de quedarse sin alternativas ofensivas cuando Hughes no conseguía destacar. Entonces el escocés peinó el mercado y volvió a centrar su foco en uno de los futbolistas que, hasta el momento, pueden presumir de ser de los únicos en no caer a las tentaciones de una personalidad única y privilegiada para el mundo de los negocios futbolísticos. Era David Hirst, al que Fergie ya había tentado en otras cinco ocasiones, y que junto a Alan Shearer representaba el relevo generacional en el producto del gol británico.
Pero Hirst era tan extremo en sus muestras de fidelidad a su club como en la solvencia de sus remates, y decidió hacerse el sueco ante los fajos de billetes provenientes de Manchester para seguir vistiendo la camiseta que le había catapultado, la del Sheffield Wednesday. La negativa parecía que se convertiría en otro duro revés para un proyecto cada vez más encasillado, pero acabó siendo todo lo contrario. Fue el preludio a un gesto que acabaría por variar el destino del United esa temporada. ¿Y sólo eso? No, también todo el destino de la historia moderna del club.
EL FICHAJE DE LA DÉCADA
El 27 de noviembre de 1992 Eric Cantona era presentado como nuevo jugador del Manchester United, después de oficializarse un movimiento que había nacido unos pocos días antes y que se cerró de la manera más inesperada. Cuentan las crónicas británicas de la época que Ferguson se encontraba encerrado en su despacho con algunos miembros de la directiva para estudiar nuevas opciones de apuntalar el equipo tras las calabazas de Hirst. En ese preciso instante, el ruido del teléfono interrumpió la reunión; era Bill Fotherby, director deportivo del Leeds, que quería información sobre la posible incorporación de uno de los jugadores del club, Denis Irwin, al mismo tiempo que ofrecía por una cantidad irrisoria (entre el millón y millón y medio de libras) a Cantona, del que se habían cansado de tratar de controlar su indomable carácter. El mánager escocés recordó entonces las grandes maravillas que le había hablado en su día sobre ese jugador su amigo Gérard Houllier, y pidió efectuar el movimiento en cuestión de horas. Dicho y hecho.
Lo cierto es que los propios aficionados del United fueron los primeros en no saber muy bien cómo encajar esa nueva noticia. Cantona había aterrizado no hacía ni un año a las Islas, donde había desembarcado a mitad del curso 91-92 para participar de la consecución del título liguero del Leeds con tres goles y varias asistencias. Y sobre su pasado en Francia, su país de origen, llegaban historias con tintes no demasiado estimulantes. Nacido en Marsella, su estilo elegante y su capacidad de liderazgo nunca habían conseguido ser del todo valoradas, sobre todo a raíz de su dura personalidad, que le había conducido a chocar con cualquier tipo de estamento, fueran entrenadores, árbitros o compañeros de vestuario. La situación llegó a ser tan delicada que el propio futbolista, cansado de no ser aceptado por los cánones morales del fútbol galo, había amagado con retirarse en 1990. Pero Michel Platini, uno de sus eternos avaladores, le recomendó la consulta de un psicoanalista para que tratara de reconducir su trayectoria. Según el especialista, el cambio de aires era el pronóstico con más posibilidades de éxito.
De esta forma, en dos años, Cantona paso del diván al césped de Old Trafford, y la perspectiva que se tenía sobre él cambió para siempre. El delantero francés, desde el primer día, significó un paso adelante del Manchester a todos los niveles. Su presencia sobre el campo, tanto en lo deportivo como en lo anímico, era capaz de realzar el rumbo de todo el equipo. Y el impacto de su juego en las ideas de Fergie, simplemente, descomunal. El United acabó por rehacerse de su mal inicio, y se adjudicó la primera Premier League de la historia, a 10 puntos del segundo clasificado, el Aston Villa.
Esa temporada 1992-1993 significó un antes y un después para el fútbol británico. La Premier se estabilizaría como la liga más potente de toda Europa. Un valor seguro de espectáculo y marketing. El United de Ferguson volvería a la senda de los éxitos, obteniendo más de la mitad de los campeonatos que se han celebrado hasta la actualidad. Y Eric Cantona convirtió el dorsal ‘7’ en algo místico para los ‘red devils’, relevo que cogerían más tarde en el club otros ilustres futbolistas como David Beckham o Cristiano Ronaldo. Han pasado 20 años desde entonces. Y en las gradas del ‘Teatro de los Sueños’, todavía en la actualidad, creen que fue a partir de entonces cuando el fútbol volvió a nacer para ellos.