Hace ya poco más de cuatro años. Quién lo diría. Con qué velocidad pasa el tiempo, y nuestros recuerdos vienen y van. Pero hay cosas, por insignificantes que sean, que jamás olvidamos. Igual que aquella tarde del 2 de abril de 2016. Se disputaba en Londres uno de los muchos derbis que se suelen jugar a lo largo de la temporada en la Premier League, en este caso el West Ham-Crystal Palace.
Apenas poco más de un mes de vida le quedaba por entonces al viejo Boleyn Ground, hogar del equipo perteneciente al este de la capital inglesa desde hacía más de un siglo -concretamente 112 años, desde el curso 1904-. Esos muros vieron todo tipo de circunstancias. Como el club ganó, por ejemplo, una Recopa en 1965, con el gran Bobby Moore como capitán y estandarte. Posteriormente, su estatua recibiría a los aficionados antes de los partidos junto a las de otras leyendas como Geoff Hurst o Martin Peters. O como las famosas torres del estadio casi desaparecieron después que un proyectil alemán cayera en 1941 sobre el graderío de los ‘irons’. Pero aún quedaba algo más por ver en ese templo del fútbol inglés: una de las mejores obras de arte vistas jamás sobre el césped de Upton Park, firmada ni más ni menos que por el prestidigitador francés Dimitri Payet.
Durante aquel curso 2015-16, el entrenador croata Slaven Bilic supo manejar a la perfección las piezas que contenía su West Ham, un equipo sólido y potente con jugadores como Alex Song, Pedro Obiang o Angelo Ogbonna, y en el que sobresalía por encima del resto un talento especial, diferente. Uno que no encajaba en la filosofía de juego de la escuadra, pero que siempre lograba obtener la atención de todo el mundo. Esa mirada de los aficionados, la prensa, las cámaras de televisión y hasta de la señora que ni entendía el fútbol ni le gustaba. Así era Dimitri, un joven francés con una personalidad muy fuerte, a quien le hacía feliz tener el balón entre los pies y, al mismo tiempo, hacer levantar a todo el mundo de su asiento. Y vaya si lo consiguió. Cientos de veces, para ser exactos. Payet fue uno de los pocos elegidos que logró obtener ese premio, una vez más, gracias a su magia.
Volvamos a lo realmente importante, el encuentro. Apenas transcurridos 15 minutos de juego, el equipo visitante se encontraba por delante en el marcador gracias a un gol de Delaney, después de un fallo calamitoso del actual portero del Liverpool, Adrián San Miguel, tras un servicio lateral a balón parado que el guardameta no supo atajar con seguridad. Durante los minutos siguientes fuimos testigos de una de las místicas que envuelven al West Ham, y es que la afición local no dejó de espolear a los suyos, conscientes del potencial del equipo para revertir la situación pese a las circunstancias adversas. La otra estrella del equipo por aquel entonces, Manuel Lanzini, consiguió batir a Hennessey tras recoger un balón suelto en el punto de penalti y restableció la contienda.
Rondaba el minuto 40 de juego, y el Crystal Palace hizo algo que jamás se debería hacer: cometer una falta en la frontal del área. Sobretodo si el rival tiene un verdadero especialista para ejecutarlas. Ese, sin lugar a dudas, significó el peor error del conjunto visitante en el duelo. Fue como pegarse un tiro en el pie. O intentar leerse Los Pilares de la Tierra de Ken Follett de una tacada. Payet colocó el balón con mimo, como suelen hacer la mayoría de grandes lanzadores, sabedores de que deben cuidar con cariño a su mejor amigo, el esférico. Tras dar unos pocos pasos hacia el cuero, golpeó con una sutileza y precisión quirúrgicas, dignas del mejor cirujano del mundo.
Esa parábola que realizó la pelota mientras estaba en el aire me recordó al Mundial de 2010, cuando se criticaba al Jabulani por “ser un balón difícil de atrapar, que no sabes por dónde saldrá ni que dirección llevará”, como comentaba el guardameta ‘charrúa’ Muslera tras el primer partido de esa Copa del Mundo. Por su parte, Hennessey solo pudo quedarse patidifuso frente al majestuoso golpeo del francés, que realmente sacó las telarañas que quedaban entre el poste y el larguero de la arco. Fue tan impactante el lanzamiento que me cuesta describir el trazo que dibujó el balón desde que salió de la bota derecha del futbolista hasta que se estrelló en el fondo de las mallas contrarias. Ni los mejores investigadores de Oxford y Cambridge juntos serían capaces de encontrarle lógica alguna a tal trayectoria.
“Debo decir que me sorprendió la forma en que viajó la pelota. Por lo general, puedo predecir cuando golpeo si esta va a entrar y, a veces, puedo celebrarlo de antemano. Pero con esta, pensé que iba a salir fuera, aunque por suerte, luego cayó”, dijo Payet en declaraciones al rotativo Evening Standard tras finalizar el encuentro, que terminó en empate a dos goles.
Aquel disparo quedó grabado a fuego en las cabezas de los aficionados del West Ham, quienes en la actualidad siguen deshaciéndose en elogios cada vez que hablan de Payet, pese a que la rápida salida del club del francés fue muy dolorosa para algunos, a la par que sorprendente. El mundo del balompié lo ha considerado como uno de los mejores goles jamás anotados en la historia de la Premier League. Semejante golpeo. Aquella parábola. Tal definición. Todo ello, digno de un ilusionista.