Cuando la megafonía anunció la muerte del mariscal Tito, los cánticos de la grada se sumieron en un llanto colectivo del que participaron unidos los dos rivales, croatas y serbios, y los árbitros bosnios. La imagen perdura como símbolo de unidad de los pueblos, los mismos que una década más tarde desgarrarían Yugoslavia en una sangrienta guerra civil.
Este reportaje está extraído del #Panenka59, que sigue disponible aquí
No hay acontecimiento más privado que la muerte, cuya misma naturaleza impide por motivos obvios el relato del protagonista. Así que la crónica del fallecimiento de alguien siempre es el recuento en tercera persona de aquellos que lo vivieron. Para varias generaciones de ciudadanos de la antigua Yugoslavia la muerte de Josip Broz, ‘Tito’, viene a ser su asesinato de Kennedy particular: todos recuerdan qué estaban haciendo en el preciso momento en que la televisión anunció el deceso.
Tito había asumido la jefatura de la República Federativa Popular de Yugoslavia al final de la Segunda Guerra Mundial y la mantuvo hasta su muerte el 4 de mayo de 1980. Obrero emigrado a Viena, movilizado por el ejército austro-húngaro en 1914, fue prisionero de guerra de los rusos y en Moscú se alistó con los bolcheviques durante la Revolución de 1917. Tras regresar al entonces Reino de Yugoslavia, fue agente soviético y en 1937 se convirtió en secretario general del Partido Comunista. La consideración de héroe y líder la ganó durante sus días de guerrillero partisano, cuando contribuyó a liberar al país de la ocupación nazi.
Esos afanes y una conspicua política de no alineación subrayaron su poliédrica personalidad. Tito hizo maleable el acero. O algo así. Instauró el sistema de partido único, un manto de opacidades bajo el cual caben toda clase de tropelías. Al mismo tiempo, en medio de un panorama internacional de venenosa polarización, se negó a la afiliación de Yugoslavia en ningún bloque. Partisano de acción y pensamiento, Tito chocó con Stalin en 1948, y tampoco la imperativa política de Koba logró doblegar su independencia. Se arriesgó al bloqueo y a su alrededor bailó siempre el fantasma de la invasión. “Hijo de campesino, militante de la subversión, comunista convencido, guerrillero genial, audaz y hábil estratega militar y político”, lo definió La Vanguardia el 6 de mayo de 1980. “Una figura histórica irrepetible”.
Mientras, y sobre todo, el Mariscal apaciguó el avispero de etnias y religiones que siempre fueron los Balcanes. Ese perfil de domador de complejidades operaba a favor de su prestigio. “Supo fortalecer la idea del nacionalismo –construido difícilmente sobre un país de históricos tirones autonómicos, fomentados por los intereses de potencias extranjeras frente a una máscara de internacionalismo que devoraba y se expandía”, dejó escrito Juan Luis Cebrián en El País del 6 de mayo de 1980.
Para los yugoslavos era un domingo de descanso, familia, ocio… Y por supuesto, fútbol. Era un domingo cualquiera hasta que las pantallas de los aparatos de televisión fundieron a negro
LA MUERTE
Su muerte no tomó a nadie por sorpresa. Una embolia arterial en la pierna izquierda lo puso en el hospital durante meses. Se intentó un baipás. Tras una fugaz mejoría, la naturaleza procedió al desenlace. “Los yugoslavos esperan de un momento a otro la muerte del presidente, que ayer entró en un coma profundo. (…) Algunos analistas creen que si a Tito se le sigue considerando como clínicamente vivo es debido a que aún registra una ligera actividad cerebral”, explicaba El País del 24 de abril. Esa actividad se desvaneció de manera terminante pasadas las tres de la tarde del 4 de mayo, a los 87 años. Le habían amputado la pierna y la gangrena carcomió lo que le quedaba de vida.
Para los yugoslavos era un domingo de descanso, familia, ceremonias de interior, ocios diversos. Y por supuesto, fútbol. Era un domingo cualquiera hasta que las pantallas de los aparatos de televisión fundieron a negro.
El deliberado apagón duró unos 30 segundos. Después apareció en el cristal Miodrag Zdravkovic, presentador de la Radio Televisión de Belgrado. Vestía de luto sobre un fondo de atrezo de un azul desmayado. En las imágenes lo vemos repetir varias veces los mismos gestos, en un nervioso ritual: el ajuste mecánico de sus excesivas gafas negras, la cabeza que sube y baja a los papeles, como si quisiera asegurarse de que siguen ahí. Y algunas miradas al frente, irisadas de ámbar por los cristales, mientras los dedos apenas contienen la obsesión por ajustar los lados de las cuartillas, no vayan a salir volando. Tras un leve asentimiento, cuando enfrenta la primera frase Zdravkovic no puede evitar que los micrófonos registren la inusual agitación de su aliento. “Umro je drug Tito”. El camarada Tito ha muerto.
Los cánticos de la hinchada croata quedaron congelados. Enseguida entró por megafonía la voz afligida de Ante Skataretiko, presidente del Hajduk, que anunciaba el fallecimiento de Tito
Las imágenes posteriores muestran un duelo transversal. Del mayestático respeto político y militar, a la chicharra de llantos de la manifestación popular: circunspección obrera en la fábrica, un anciano inexpresivo frente al televisor, varias mujeres llorosas tras una puerta acristalada. Mineros que surgen al fondo de un plano en tinieblas, con las luces de sus cascos rayando la oscuridad, en una procesión atribulada como una santa compaña…
Y entre esos cuadros dolientes, una escena tan distintiva que se hizo canónica: un grupo de futbolistas y el trío arbitral alineados en el centro del terreno de juego, como si fueran a escuchar los himnos. Pero sólo se oyen sollozos. Varios gimotean. Otros tienen la mirada extraviada. Son los jugadores del Hajduk Split y el Estrella Roja, que a esa hora disputaban su derbi en el Poljud Stadium. Hacia el minuto 43, poco después de las siete de la tarde, tres hombres ingresaron de forma inopinada al terreno de juego y con sus gestos le indicaron al árbitro, el bosnio Muharemagic, que detuviese el juego: “Cuando paré el partido, tenía la pelota Mile Jovin, el lateral izquierdo del Estrella Roja. Miré al palco, pero estaba vacío y supe lo que había pasado. Fue muy emotivo”.
Los cánticos de la hinchada croata, la llamada Torcida del Hajduk Split, quedaron congelados. Enseguida entró por megafonía la voz afligida de Ante Skataretiko, presidente del Hajduk, que anunciaba el fallecimiento de Tito. Los jugadores arrastraron los pies para reunirse en el medio campo. En el vídeo no se oye un alma. Lloran los camarógrafos y el asistente arbitral se enjuga las lágrimas con las mangas de su camisola negra. Una fotografía muestra a los gemelos Zoran y Zlatko Vujovic, ambos del Hajduk, desconsolados sobre el césped. ”El que diga que no lloró por Tito miente –asegura Bosko Durovski, ex centrocampista macedonio del Estrella Roja-. Yo recuerdo hacerlo y no me arrepiento”.
EL ENTIERRO
Tras el denso minuto de silencio, los 50.000 espectadores arrancan en un espontáneo canto que es un miserere por el hombre… y su pueblo: “Camarada Tito, prometemos no abandonar jamás tu camino”. El propio mariscal había inaugurado ese año el Poljud, un estadio que doblaba de largo la capacidad del antiguo Stari Plac. El campo se llenó para ver al Estrella Roja, enemigo íntimo y líder de la primera división, con dos puntos de ventaja sobre el equipo local. El Hajduk Split, con el que simpatizaba Tito, era el único club superviviente en el fútbol yugoslavo tras la II Guerra Mundial. Los demás habían desaparecido por sus implicaciones políticas durante el conflicto.
Los croatas, campeones el año anterior, ya habían ganado en su visita a Belgrado unos meses antes (0-1). En el aire flotaba la posibilidad de un cambio al frente de la clasificación. Los acontecimientos, sin embargo, extendieron sobre el fútbol una bruma paralela al apagón televisivo: “Ningún periódico dio una crónica del partido (…). La inmensa mayoría de los asistentes apenas recuerda nada; los que lo hacen, hablan de un encuentro equilibrado y con pocas ocasiones de gol”. Así lo recreó la revista The Blizzard.
El 5 de mayo de 1980, El País también incluyó un suelto que relataba la lastimera escena: “El partido Hajduk Split-Estrella Roja no llegó a finalizar. Cuando transcurrían 42 minutos del primer tiempo, los altavoces anunciaron la muerte del presidente Tito. (…) Algunos jugadores comenzaron a llorar. El encuentro quedó interrumpido. En el momento de la suspensión ganaba el Estrella Roja por un gol a cero”. En realidad, el choque se había detenido con un gol por bando, asegura The Blizzard: “Vladimir ‘Pizon’ Petrovic había adelantado al Estrella Roja al anotar un penalti cometido sobre él mismo, en el minuto 13, y el Hajduk empató un cuarto de hora después, gracias a un disparo de Zoran Vujovic desde diez metros”.
Los jugadores arrastraron los pies para reunirse en el medio campo. En el vídeo no se oye un alma. Lloran los camarógrafos y el asistente arbitral se enjuga las lágrimas con las mangas de su camisola negra
‘El derbi de la tristeza’, como lo llamaría la revista serbia Tempo, se reanudó 17 días más tarde, otra vez con las gradas repletas. Pero el Hajduk había perdido ya el tren del campeonato, como si su fútbol hubiera somatizado el duelo nacional: cayó contra con el Dinamo Zagreb 1-0 y el Buducnost por 3-1. Antes del choque, de nuevo Skataretiko pidió un minuto de silencio por megafonía. Y después, el Estrella Roja se impuso con dos goles de su ariete Savic y otro de Petrovic. El Hajduk había acortado de penalti por medio de Maricic, pero ya no se recuperaría… Acabó quinto, a diez puntos de su rival de Belgrado.
Para entonces, el fútbol había dejado ya una imagen de unidad entre los pueblos, un icono perdurable que ganó significado con el tiempo. ”Todos lloramos [al conocer la muerte de Tito], pero no sabíamos que estábamos enterrando Yugoslavia”, resumiría Mahmut Bakali, político albano-kosovar, en una afinada profecía retrospectiva. El aparato quiso conjurar la amenaza de descomposición mediante una quebradiza rotación de presidencias de cada una de las repúblicas, pero fue como tratar de detener la corrupción de las vísceras que inaugura la muerte. Sin Tito, el futuro de Yugoslavia era un desvanecimiento de certezas, el vacío que anticipa un precipicio. Tito era la federación. Tito era Yugoslavia. El hombre como ordenamiento político.
Su muerte abrió un butrón por el que volaron incontrolables, como en un accidente de descompresión, todos los descontentos larvados en las repúblicas desde los años 60, cuando las nuevas generaciones comenzaron a revisar la convicción sobre la que se había asentado el artificio federal. A principios de los 90, el centrifugado nacionalista acabaría en limpieza étnica. Un dominó de guerras civiles que convergieron en horrible metáfora: el entierro del líder acabó siendo el entierro de un país. El cuerpo de un hombre cabe en un agujero. Pero en la fosa inmensa de Yugoslavia hubo que alojar a 140.000 muertos.