Uli Hoeness, el presidente del Bayern de Múnich, anunció hace unas semanas que Frank Ribery y Arjen Robben no continuarán en el club bávaro la próxima temporada. Con el adiós de las estrellas de otros equipos nos pasa lo mismo que con el resurgimiento de la extrema derecha de otros países; seguimos la función desde la distancia, bastante incómodos, temiendo que algún día también hable de nosotros, y así hasta que al final sucede. Entonces, con la Historia en la cara, aseveramos: “¿ves cómo había que preocuparse?”.
Imaginar a Ribery y Robben sin esa camiseta roja es proyectar el fin de algo íntimo, casi personal; a veces nos reconocemos antes en el enemigo que en nosotros mismos. No somos del Bayern, no nos gusta la berenjena, no escuchamos a Maluma, pero si se esfumaran todas esas cosas de un plumazo, habría que ir pidiendo cita al psicólogo para resolver ciertos vacíos existenciales.
Francés y holandés llevan más de una década perteneciendo a una especie en extinción; he aquí el mérito de su prolongada resistencia en la élite. Pero no es su fútbol lo que será irrepetible; es su obstinación. Se negaron a cambiar en un deporte que está inmerso en una permanente búsqueda del “ajuste”, de la “novedad”, de la “evolución”, siguieron jugando siempre como el primer día, repitiendo incluso las mismas jugadas, los mismos goles, como aplicados copistas de un original, y les funcionó.
Tampoco su carácter, mitad polo norte mitad aguardiente, ha variado lo más mínimo. La fotografía es de hace algunos años, pero podría ser actual, porque los dos se están riendo de algo que parece más profundo que una simple broma o un mal chiste. El ocaso, por ejemplo.
Cuando, pese a su talento, un acto de indisciplina o una bronca los dejaba sentados una noche entera en el banquillo, pensábamos: “peor para ellos”. Ahora que sabemos que ya no pisarán juntos el Allianz, entendemos todo. Era peor para nosotros.