Una Y griega de hierro desabrocha la comarca del Vinalopó Mitjà. Son las vías del AVE que bajan desde Madrid y que se parten en dos para convertir el término municipal de mi pueblo en un Bandersnatch rural. Si la provincia fuese un chándal, y ojalá fuese un chándal, una de esas mangas se alejaría hacia la capital, Alicante, y la otra desembocaría en Elche, pocos kilómetros más allá. Alicante y Elche están unidas por una carretera de unos veintipico minutos y distanciadas por todo lo demás. Nunca vi a mis abuelos endomingarse para ir a comprar a Elche pero cuando iban al médico en Alicante se esforzaban muy bien en pronunciar. No hay centralismo más genuino que el de ser capital en la esquina sureste de España, ni nuevo rico tan nuevo rico que agotara las figuras de Lladró a mayor velocidad que el ilicitano de un par de décadas atrás. Elche y Alicante, dos caras de una montaña, dos vertientes de un mismo secarral. Dos ciudades, dos universidades, dos Decathlon, dos conservatorios y dos estadios que fueron sedes en un Mundial.
Sin embargo, cuando me preguntan si soy del Elche o del Hércules nunca sé muy bien que contestar. Alicante es una provincia difícil donde el norte mira a Valencia, el sur mira a Murcia y la mayoría sólo miramos por mirar. En los pueblos de mi zona, si nos preguntan de dónde somos, nunca decimos valencianos o alicantinos, decimos de Elda, decimos de Villena, decimos de Hondón y, por supuesto, decimos de Aspe. De Aspe y nada más. Aspe comparte con Elche el olor a goma de los polígonos, el zumbido de la aparadora clandestina, la trabajadora sin asegurar, la mobilette que hace viajes de la huerta al carajillo y el resto de mitología obrera de la economía informal. Ciudades que multiplicaron sus poblaciones en los 60, que alcanzaron el bienestar en los 90 y que fueron arrasadas por la crisis de los 2000. Alicante tiene en cambio ese olor a salitre que da un puerto, ese monumento a la bandera en una rotonda, esa sede de Banc Sabadell y esas volutas de puro en techos altos que sólo se dibujan en el aire cuando uno tiene bajo su control a una diputación. Y, aunque en ambas ciudades no faltaron nunca devotos de la iglesia del táctel en su larga travesía por el desierto hasta el advenimiento de nuestra señora Rosalía, si hubiera que resumir diría que Alicante tiene más apego a los rizos engominados y Elche se decanta por los ceniceros a lo Xavi y las mechas de fantasía. Quizá por eso, a 25 kilómetros del Rico Pérez y a doce del Martínez Valero, es tan difícil saber qué tienen en la cabeza los habitantes de mi ciudad.
Aspe es un pueblo extraño donde el ayuntamiento lo dirige Izquierda Unida, en las generales Vox sacó más papeletas que Podemos y, en las europeas de 2014, Bildu obtuvo treinta y siete votos. Tal vez sólo así se entienda que, en 2020, se celebre en nuestras calles el encuentro internacional de peñas del Athletic Club de Bilbao organizado por la peña el Txopo, vizcaínos nacidos en el Vinalopó. Pero, tranquilos, con nuestra peña madridista inaugurada por Lorenzo Sanz y el histórico culé Juan Manuel Asensi comprando en el Mercadona, en Aspe no nos casamos con nadie. O más bien nos casamos con todos, que es una forma más levantina de solucionar problemas. Quizá por eso, en vez de un único equipo y su cantera, hay tres equipos de fútbol con sus respectivas escuelas: el Aspe, La Coca y la UD Aspense.
Cuando me preguntan si soy del Elche o del Hércules nunca sé muy bien qué contestar. Alicante es una provincia difícil donde el norte mira a Valencia, el sur mira a Murcia y la mayoría sólo miramos por mirar
Es un misterio cómo funciona pero tal quilombo no parece ser un obstáculo para la progresión del fútbol en el pueblo: en la temporada 2013-2014, Aspe fue la localidad de España con más futbolista profesionales por habitante, cinco para una población de algo más de veinte mil. En el reparto tocábamos a algo así como 15 gotas de sudor de futbolista por cada aspense que, aunque puede parecer poco, son unas cuantas gotas más que los de Monforte o los de Hondón. Esta temporada, por ejemplo, el Depor – Pedro- y el Osasuna –Lillo- cuentan en sus alineaciones con futbolistas de la localidad. Además, si uno se da una vuelta por las estadísticas, comprueba que hubo jugadores en las canteras del Madrid (López Botella) y del FC Barcelona (José Botella), jugadores que forjaron su leyenda en el histórico Elche (Castroverde) o que arrimaron el hombro en el Hércules (Vicente Pérez). De hecho, el concejal de deportes, Chema Payá, militó en aquel mítico Mérida que llegó a Primera en los 90. Hasta mi abuelo, que tiene 94 años, aprovecha cualquier visita a casa para contar que el Valencia quiso ficharlo después de la mili pero que mi abuela no cedió con la cláusula de rescisión.
Quién sabe si, en tal ensalada de realismo mágico, la hazaña familiar fue o no fue verdad. El caso es que no es mala metáfora que florezca tanto fútbol en un lugar donde cuesta tanto que crezca la hierba. Porque Aspe, aunque curioso, no es una excepción. Mi pueblo comparte frontera desértica con Novelda que, además de eliminar FC Barcelona de la Copa y de ser la única ciudad que yo conozca en la que llegó a gobernar UPyD, tiene entre sus hijos ilustres a Mario Gaspar, lateral del Villarreal. O con Crevillent, que debe ser el municipio más al sur con un alcalde de Compromís y que también es el lugar donde Juanfran, el eterno funcionario de la banda del Atleti, echó sus primeras carreras. Poca broma sería una selección intercomarcal, de futbolistas o de alcaldes, qué se yo.
Pero entre Hércules o Elche, qué escoger. Muchos amigos no me perdonarán estas dudas pero yo estoy seguro de que hay series en Netflix con mucho menos argumento. Lo cierto es que cuando yo era niño, el único que pasó un tiempo en primera fue el equipo de Alicante. Recuerdo apoyarme en el cristal del balcón para calcar el mullet de Manolo Alfaro de un póster que regalaba el diario Información. Pero cómo no me iba a gustar Alfaro, un delantero con pinta de salir de unos recreativos con un talego de polen y dos litronas en la mochila y que, en vez de juntar las manos para hacer un corazón, le dedicaba los goles a Iron Maiden y a ACDC. Años después fui con mi hermano a ver a Trezeguet al Rico Pérez y a la ‘Roca’ Sánchez al Martínez Valero. Sospecho que a él, como intuyo que a mi padre, le va mucho más el Elche. Sin embargo, en mi pueblo, como en todo lo demás, la afición también anda dividida. En mi lista de pros y contras he de decir que me encanta el escudo de los de Alicante y que la camiseta con banda horizontal de los de Elche siempre me pareció la más original. Por otra parte, nunca me ha gustado el grito de guerra de Macho Hércules y tampoco ver montar su espectáculo a los nazis de la Jove Elx. Sin embargo, a pesar del alto riesgo y la alta concentración de catetos violentos en este triángulo amoroso entre los equipos fuertes de mi provincia, deseo que el Hércules, que esta semana se juega la final del playoff de ascenso a Segunda, consiga por fin subir. Para ver si un duelo Elche-Hércules me despeja alguna duda, para saber si debo endomingarme o no hace falta pronunciar, para ver si gana el humo del puro o las nubes tóxicas de las fábricas de suela, para engominarme o hacerme mechas, para que mi abuelo me cuente otra vez que él pudo ser uno de esos, para responder a gritos en Gracia ¿Del Elche o del Hércules?: Yo, del chándal.