A mi abuelo le encantaba leer las novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía. Esos libros de kiosco que se digerían en una tarde con la voracidad de Mbappé frente a una defensa adelantada. Historias sencillas, muchas veces repetidas, producto de una fórmula de éxito que embaucaba al lector desde la primera página. De mi abuelo y de mi padre heredé el amor por el western. No soy muy selectivo, la verdad. Me gustan el clásico, el épico, el spaghetti, el crepuscular y también el de kiosco. Será por ello que esta temporada, en cada encuentro, en cada estadio vacío, no puedo dejar de ver a Leo Messi como el protagonista de un viejo western cuya figura se pierde poco a poco en el horizonte.
Cada partido es un último disparo. El silencio en el terreno de juego es sepulcral, el viento pesa como plomo en las botas mientras los vecinos se refugian tras los visillos de sus casas. En esta tierra ya nadie respeta la autoridad del sheriff. Muchos quieren verlo muerto, algunos lo querían ver muerto desde hace años y siguen a lo suyo: el miserable gacetillero embebido de su panfleto, el más inepto de los alcaldes que ha dejado al pueblo en la ruina, ahí están, todavía, ese hatajo de sepultureros obsesionados con su caída. Leo Messi camina, sus silencios se vuelven más persistentes, enigmáticos. No sabe qué sigue haciendo aquí. Los bandidos llegan cada cierto tiempo y arrasan con todo. Nadie sale a enfrentarlos. Algo se le rompe por dentro. Sigue siendo su tierra, su territorio.
El western de Leo es una elegía tenaz, una agonía lenta y memorable.
Pongamos música de Morricone o de Dimitri Tiomkin. Un héroe que reconoce que sus mejores años han pasado pero que también sabe que podrían quedar muchos más por delante. Está solo. La imagen es un tópico pero el sheriff se encuentra solo en la calle principal del pueblo. Algunos lo llaman anciano, otros se burlan de él y, sin embargo, todavía podría acertar con su revólver en el mismo centro de un as de picas a decenas de metros de distancia. Debe convivir con la leyenda y eso, aunque pocos lo entiendan, a veces es terrible. Leo Messi camina y el horizonte se abre para devorarlo a cada paso.
Debe convivir con la leyenda y eso, aunque pocos lo entiendan, a veces es terrible. Leo Messi camina y el horizonte se abre para devorarlo a cada paso
Está cansado de regresar todos los años a El Álamo y que El Álamo lleve el nombre de Roma, Liverpool o Lisboa. Todo lo puede soportar menos el hecho de que aquí, en este páramo, en esta tierra quemada, la derrota se haya vuelto inevitable. No quiere acostumbrarse a ella, no quiere que algunos lo recuerden así. Leo Messi evoca a los camaradas de antaño, aquel grupo salvaje, y sabe que esta cuadrilla de muchachos voluntariosos nunca podrá reemplazarlos. Llegó a su fin el tiempo en que podía ganar él solo todos los duelos. Este western es el retrato de una época que se desvanece. La historia es conocida y no por ello menos dolorosa. El cobarde Robert Ford siempre mata algún día por la espalda a Jesse James.
En el salón se oyen las voces de quienes acusan al sheriff de haberse llevado el botín de los cazarrecompensas. Los buitres merodean al acecho. No sabe cómo salir de aquí pero tiene que hacerlo. Ha defendido y salvado a este pueblo desde que era un niño pero ya no puede más. La mirada de Leo Messi se arrastra por el suelo. Lo ha dado todo, está vacío. No puede tener esperanza. Poco importa a estas alturas un nuevo alguacil, un nuevo alcalde. La derrota se ha enquistado en este pueblo maldito. Sabe que todavía le quedan muchas balas en la recámara. No puede desperdiciarlas. Toca ser valiente. Tiene que marchar, no sabe adónde, no sabe cómo.
Lo peor de todo es este silencio. Un estadio vacío es sin duda alguna un escenario de western del fin del mundo. Resuenan los golpes, los pasos perdidos. Se siente la respiración entrecortada de dos forajidos que pelean por un último trago de whisky. Por esta tierra han pasado Liberty Valance, Wyatt Earp, Will Bill Hickok, Al Swearengen, Django y tantos otros hombres sin nombre que aquí mordieron el polvo. Hoy parece que nada de todo aquello permanece. Son recuerdos, estadísticas. El silencio es abrumador. El sheriff no se atreve a volver la vista atrás.
El western de Leo duele como todas las historias de héroes que caminan hacia ninguna parte.
Y me digo que ojalá algún día todo termine como termina Centauros del desierto, uno de los grandes finales de la historia del cine. El imposible retorno al hogar, la odisea de quien regresa para marchar de nuevo. La figura de John Wayne recortada sobre la llanura mientras se aleja. Algo parecido. Al sheriff se lo debemos todo. La alegría, la gloria, el dolor, incluso la melancolía de saber que el fin se acerca. No volverá a repetirse una historia semejante. Va más allá de la leyenda. Nunca dejará de contarse. El viento sopla. La puerta se cierra.
Adiós, vaquero.