En el documental de Martin Scorsese Pretend It’s a City, Fran Lebowitz dice que “lo principal para un escritor, o pintor, o cualquier artista, es tener talento. Y lo mejor del talento es que se distribuye de manera aleatoria. No depende de nada. No se puede comprar. No se puede heredar. No está en los genes”. Por esta máxima, el mundo se divide entre los talentosos y los otros. El futbolista, en condición de creador -o destructor, los creadores de la ruina- es también un artista. Ha sido su talento el que los ha catapultado hasta el océano de la élite. Pero una vez allí, no todos pueden surfear las olas más grandes.
Si Europa fuese Nueva York, la Premier League sería Broadway. A los pies de los rascacielos, los focos apuntan a sus estrellas: a un Gündogan que disfruta vestido de mediapunta italiano, al incombustible devorador Jamie Vardy, a Bruno Fernandes empuñando el tridente del diablo o a Sadio Mané haciendo temblar los estadios en cada conducción. Estos viven en la cresta de la ola y proyectan su sombra sobre los secundarios, los otros. Hay una serie de futbolistas a los que les une un hilo invisible. No es el color de la camiseta, ni siquiera los orígenes. Son los artistas que prefieren la brocha gorda, los escritores que se pierden entre párrafos. Y jueguen en Liverpool, Aston Villa o West Ham, siempre pertenecerán al Club de los Otros.
Pocos se imaginan en el ideal del futbolista superviviente que salta de temporada en temporada, de contrato en contrato e incluso de club en club, siendo uno más, sorteando el fútbol bajo, el selvático. Nadie sueña en ser como ellos. ¿Quién quiere ser Aleksandar Mitrovic? Y menos ahora, claro, en tiempos en que delanteros robustos como Harry Kane o Romelu Lukaku viven en la apariencia del diez y bailan entre defensores sin miedo a mostrar cuerpos típicos del pívot de los Denver Nuggets.
Hay futbolistas que, por un motivo u otro, nunca escaparán de nuestra cabeza. Y otros que simplemente representan el fútbol más terrenal
Mitrovic sería un buen delantero para el Club de los Otros. Pero no está solo. ¿Quién sueña con ser James Milner, que vive lejos del mundo de los excesos? Qué ingrato vivir rebanando balones por el suelo, que siendo extremo de nacimiento, Klopp le terminase viendo como un lateral izquierdo de emergencia. Milner sería un buen vecino, un buen obrero del hierro. ¿Ser como él? No, a mí dame un De Bruyne. El del Liverpool tendría a su lado a Mark Noble, que en forma es diametralmente opuesto, pero en fondo son hermanos. El capitán del West Ham muestra un poso elegante y cortés, pero su fútbol no sigue siempre el mismo cauce. Pero, ¿quién no ha visto alguna vez Green Street Hooligans y tarareando el I’m forever blowing bubbles no ha soñado con capitanear a los ‘Hammers‘? El tercer centrocampista no sería otro que John McGinn, el quitanieves de Jack Grealish. Al que si tuviésemos que describir en una sola palabra, apelaríamos a su nacionalidad: escocés. El brazalete del equipo lo luciría César Azpilicueta y su fútbol invisible, que sin tener la pomposidad de un central como Sergio Ramos ni el pie de Trent Alexander-Arnold, siempre acude puntual a sus citas con el balón.
En la temporada 2015-16, el Club de los Otros se vistió de azul. El Leicester de Brendan Rodgers es un equipo más pintoresco pero menos sentimental que el de Claudio Ranieri, que fue el trampolín para creer en nuestros deseos más insondables. Tan solo yacen en el King Power Stadium Vardy, Kasper Schmeichel y los ya testimoniales Christian Fuchs y Wes Morgan. Si tratamos de escrutar por el laberinto de nuestra memoria aquel once titular que nos reconcilió con el fútbol pensaremos en Vardy y en Mahrez, en Kanté y, oye, qué lástima lo de Drinkwater. ¿Y quién era el central que acompañaba a Morgan? Oh, sí, Robert Huth. Qué cabezazos, eh. Y se te va dibujando media sonrisa que se borra cuando te das cuenta que quizá sea el último gran triunfo de Los Otros. Es posible que las paredes de la memoria hayan engullido el nombre del quinto superviviente del Leicester gladiador, el inescrutable Marc Albrighton.
Hay futbolistas que, por un motivo u otro, nunca escaparán de nuestra cabeza. Y otros que simplemente representan el fútbol más terrenal, que van y vienen, y que por mucho que no lo queramos ver representan el fútbol de nuestras pachangas. Es un juego grosero que se encarga de resquebrajar las obras de arte que comienzan los de arriba, los que surfean la ola. De vez en cuando, uno de ellos consigue inmiscuirse en la élite, pero sus movimientos amorfos y antiestéticos, los de Thomas Müller, terminan rasgando las costuras y mostrando su verdadero ser. En el Club de los Otros no se esperan regates de hemeroteca ni los goles del año, pero allí vive el fútbol de los imprescindibles. El de los que están aunque pocos los vean, los que renuncian al paraíso artificial que construyó la sociedad del highlight.
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Fotografía de Getty Images.