Este editorial abrió el #Panenka44, número que dedicamos a la figura de Pelé, y que sigue disponible aquí
Su madre, Celeste, no quería otro futbolista en la familia. Puestos a elegir, mejor que el niño fuera médico o maestro. Ya había sufrido demasiado viendo como su marido, el talentoso Dondinho, recordado por marcar cinco goles de cabeza en un solo partido, caía en desgracia por culpa de una lesión. Como era mejor fiarse de la mente que del cuerpo, el niño se llamó Edson, en honor a Thomas Alva Edison, inventor de la bombilla. Y al parecer la medida funcionó: Edson resultó ser un chico listo, de esos que, habiendo nacido plebeyos, acaban siendo reyes.
Todo empezó cuando conoció a Pelé. Pelé surgió de forma espontánea. En las calles de Bauru, mientras unos pies desprovistos de botas conducían un balón de trapo hecho jirones, se empezó a escuchar ese palabro que aún no significaba nada. “Pelé, Pelé, Pelé”, le gritaban. Un mote con sonoridad burlona del que ya no se podría desprender. Primero se resistió, luego sucumbió; Edson fue el primer brasileño que se rindió al embrujo de Pelé. Ya eran inseparables: uno en el campo, el otro, fuera de él; uno, menudo y tímido, el otro, vigoroso y contestón. Edson y Pelé, una dualidad que confluyó en un físico diseñado para entretener, vencer, enamorar y facturar.
Edson tenía nueve años cuando le prometió a su padre que iba a ganar un Mundial en su honor. Pronunció esas palabras al verlo llorar junto a sus amigos. Era julio de 1950 y la radio escupía noticias nefastas procedentes de Maracaná. En su inocencia, el niño no entendía que la promesa carecía de juicio ahora que el país estaba hundido y sin esperanza. Pero Pelé, garante de los deseos imposibles de Edson, mantuvo esa promesa guardada bajo llave.
Ocho años después, Edson no se lo acababa de creer. Pero ahí estaba, en Estocolmo, rodeado de suecos. “¿Es esto cierto? ¿Estoy aquí de verdad?”, se preguntaba. Y Pelé le contestaba con un gol a los galeses y tres a los franceses. Y en la final, derrotadas las leyes de lo humano -un negro mandando entre blancos, un niño jugando donde los adultos competían-, el chico se atrevió con las de la física: primero, con un sombrero en el que el balón se durmió en el aire antes de bajar imantado a su bota derecha; luego, con un cabezazo antinatural que lo dejaría rendido en el suelo. Y al acabar con su tarea, Pelé fue un Edson feliz que había cumplido su promesa.
El ’58 pasó, y Edson cargó con el talento de Pelé por medio mundo para hacer de él la mayor estrella jamás vista. Lo convirtió en atleta para esquivar la mala fortuna de su padre y le enseñó a pegar para defenderse. Y ganó, vendió y gastó hasta que sus piernas flaquearon y sus cuentas se quedaron secas. Pero el rey no quiso abdicar, y prefirió ser una estatua ambulante, un símbolo trasnochado que ya nada tenía que ver con ese niño descalzo que había inventado la bombilla.
SUSCRÍBETE A LA REVISTA PANENKA
Puedes conseguir el nuevo número en nuestra tienda online.