El 6 de julio de 2003 fue el día más triste en la trayectoria de Leonardo Astrada, ‘El Negro’. Dominado por la incertidumbre generada por el secuestro de su padre, al ‘5’ de River Plate aún le quedaban arrestos para saltar a la cancha a jugar sus últimos minutos portando la elástica del club de sus amores. No podía ser de otra manera; era una fecha marcada a cal y canto en su calendario: su retirada futbolística delante de su público. Como bien recuerda el protagonista: “Estaba ido, no entendía nada. Manuel (Pellegrini) quería que jugara un tiempo. Yo le dije: ‘Manuel, no sé si puedo estar en pie un minuto’. Es más, los que me sacaron a dar la vuelta olímpica fueron mis compañeros; yo no quería darla. Toda esa tarde, por adentro pensaba en mi viejo, el sufrimiento que podía estar pasando. Y en todo el tema familiar, porque delante de mi hija yo no podía estar todo el día llorando, tenía que hacerme el fuerte, como que no pasaba nada. Fue jodidísimo”.
La gravedad de la situación personal por la que estaba pasando hizo que la ceremonia final a sus días de futbol, incluso, fuera más emotiva de lo que representaba Leo para el club del Río de La Plata. No en vano, en sus catorce años llevando la manija del juego de River, el club vivió sus años más granados. Hasta diez títulos nacionales, cosechados entre 1989 y 2003, fueron suficientes para otorgarle el mérito de ser el futbolista argentino con el mayor número de entorchados en primera división.
Marcaje asfixiante, continuas ayudas defensivas, pase de salida matemático, ubicación perfecta y una gran intuición para encontrar el costado débil de la defensa rival. Así jugaba Astrada
Semejante regularidad fue una metáfora de su constancia y tenacidad, a prueba de bombas. Y más en su caso, con un juego basado en los valores intrínsecos de todo volante central con dotes de mando que se precie: marcaje asfixiante, continuas ayudas defensivas, pase de salida matemático, ubicación perfecta y una gran intuición para encontrar el costado débil de la defensa rival. Dichas características ejemplifican la mismas virtudes del Mascherano de sus mejores años. Un tipo de jugador, de raza y con un tremendo don de la ubicuidad, que siempre ha sido un sello de marca argentino.
Curiosamente, el que quizá siempre sido un reflejo de Leo en aquellos años fue Didier Deschamps, un jugador de idénticas características, menos en lo que se refiere a la pillería y el lenguaje suburbial balompédico. Virtudes contraídas de tantos partidos jugados a pie de calle y que Leo supo contextualizar como nadie dentro de un campo de fútbol. Y si no que se lo pregunten a Juan Román Riquelme cuando tenía que sufrir las embestidas de ‘El Jefe’. Dicho apodo fue aplicado por Víctor Hugo Morales en 1994, sólo un año después de que Leo dejara de formar pareja de mediocampo con Gustavo Zapata. Entre ambos hacían tal labor de pressing sobre la salida del rival que llegaron a ser apodados como ‘Los Pacman’, ecuación en la que también entró Sergio Berti en la 90-91 y la 91-92.
Durante los cuatro años, comprendidos entre 1989 y 1993, en los que Leo y Zapata se hacían los amos de la cancha, el primero se ganó un lugar privilegiado en los corazones de los aficionados de River. No era para menos, sus repetidas muestras de sacrificio transcendieron la balanza de los resultados obtenidos; de todos modos, harto positivos. De hecho, en los dos últimos años de ‘Los Pacman’, Ramón Díaz retornaba al club que le había visto nacer diez años después de su aventura por tierras transalpinas y francesas, siendo decisivo en la consecución del Apertura de 1991.
La llegada de Ramón Díaz, poco antes de jugar la prórroga de su carrera en el Yokohama Marinos, marcó el comienzo de una relación de amor-odio entre el ariete y Leo. Así fue como en 1995 Díaz se hizo con las riendas de los millonarios desde el banquillo. Sus años de entrenador se alargaron hasta 2002, toda la segunda etapa en la carrera de Leo, que, entre 1994 y 1998, se convierte en el lugarteniente de un Francescoli que, en su vuelta a River, hizo de sus años otoñales una oda al saber estar y el dominio absoluto de sus virtudes técnicas.
Pero la edad de oro vivida bajo la estela de Francescoli no escondían un resquemor constante entre Leo y Díaz, que se convierte en el instigador de que el ‘5’ de River tenga que hacer las maletas al Gremio de Porto Alegre en el 2000. “Veníamos de ganar el Apertura’99, yo había estado muy bien, y pedía un contrato de tres años. Los dirigentes me decían que no lo podían hacer. Gremio me ofreció esa oportunidad y me fui. A la semana de irme, renunció Ramón. Y un día después me llamó un directivo y me dijo: ‘¿Qué quieres para volver?’. Más clarito, échale agua”, recordaba Leo.
Su regreso se hizo efectivo en menos de un año, coincidiendo también con el de Díaz. No cabe duda de que la relación entre ambos se había deteriorado, pero aun así el amor por sus colores estaba por encima de todo, logrando el torneo Clausura de 2002. El hecho de que, tras este trofeo ganado, Díaz no fuera renovado se convirtió en una venganza silenciosa de Leo, que pudo celebrar el Clausura de 2003 justo antes de poner fin a toda una vida de pasión por un escudo, aunque también lastrada por su mala suerte en los Mundiales del 1994 y el 1998, donde por lesiones o decisiones técnicas pasó totalmente desapercibido. Pero ni esta circunstancia resta valor a un jugador que marcó un antes y un después en un club en el que se arriesgó a perder el cariño de su afición prolongando su trayectoria en los banquillos, de 2003 a 2005. O cómo se pasa de héroe a villano del pueblo en apenas dos años.