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A un palmo de la gloria

Por justicia poética. Tras resquebrajarle la sonrisa en Brasil, Messi sueña con que el fútbol le conceda la Copa del Mundo que le consagre como el mejor de la historia

AS56S AMSTERDAM (HOLANDA) 12/02/2015.- Instantánea facilitada por World Press Photo hoy, jueves 12 de febrero de 2015, y captada por el fotógrafo chino Bao Tailing que ha ganado el máximo galardón del fotoperiodismo mundial en la categoría fotografía en solitario de Noticias deportivas, según anunció el jurado de la 58 edición de los premios en Amsterdam (Holanda). La imagen muestra al delantero argentino Lionel Messi durante la final de Mundial de la FIFA 2014 disputada en el estadio Maracaná de Río de Janeiro (Brasil), el 13 de julio de 2014. EFE/Tai Lang / Chengdu Economic Dail SOLO USO EDITORIAL, NO VENTAS, NO ARCHIVOS, NO RECORTES NI OTRAS MANIPULACIONES. SÓLO USO EDITORIAL EN RELACIÓN CON EL WORLD PRESS PHOTO Y SUS ACTIVIDADES. BAO TAILING, GANA EL WORLD PRESS PHOTO EN LA CATEGORÍA FOTOGRAFÍA EN SOLITARIO DE NOTICIAS DEPORTIVAS

“Tan cerquita del triunfo; a un palmo de la gloria, de pertenecer a los libros de historia…”. 

El Niño de la Hipoteca, en A un palmo de la gloria.

La imagen es desoladora, desgarradora; es terriblemente triste. Provoca un vacío imposible de rellenar, un vacío insondable. Asegura Carlos Pérez de Rozas, uno de los mejores periodistas del panorama español, que las fotografías de las derrotas son siempre más potentes que las de las victorias. Quien dude de que tiene razón que fije por un instante su mirada en los ojos de Leo Messi. Ojiplático e hipnotizado, convertido en un simple humano por primera vez en su vida, observa el trofeo del Mundial, aquello que más desea, como si fuera algo realmente inalcanzable; como si acabara de descubrir que quizás nunca podrá alzarlo al cielo de este mundo que, profundamente asombrado, tanto le han visto reinar vestido de azulgrana.

Decían los sabios que, a lo largo de la historia, ha sido en las épocas de guerra cuando se ha escrito una literatura más brillante. Porque los conflictos bélicos, cuando estallan con toda su crudeza, hacen aflorar los sentimientos más puros; porque, cuando uno comprende que la muerte es una posibilidad completamente real, se desnuda ante un papel para mostrarse tal y como es. Los eruditos, siempre tan propensos a despreciar el fútbol en su mayoría, estaban en lo cierto; pero se olvidaban de que, aunque parezca una afirmación un tanto exagerada, una Copa del Mundo quizás es una de las únicas cosas que puede llegar a generar la misma necesidad de escribir que una guerra; de que lo que a simple vista no parece más que el enésimo torneo de balompié puede, también, producir una literatura extraordinariamente bella. Si no están de acuerdo, disfruten de los compañeros Carlos Torres, Miqui Otero, Galder Reguera, Carlos Marañón, Martín Caparrós o Marcel Beltran (1, 2). Disculpen: incompleta, la lista es tan interminable como exquisita. Y la sensación, la misma que cuando entras al Louvre por primera vez y te sientes como un impostor, físicamente incapaz de concederle a cada obra de arte el tiempo que se merece. Las pestañas abiertas (y pendientes de leer) en el Google Chrome se multiplican de forma dolorosamente exponencial a medida que avanza el torneo. Y después, entre tanta literatura, uno no encuentra la pestaña del Fantasy FIFA para sustituir al maldito zaguero argentino que se está empeñando en joderte las opciones de ganar lo más parecido a un Mundial que nunca podrás conseguir en tu vida.

 

“El Mundial es la libertad de los condenados, la alegría de haber llorado, un eterno recuerdo jamás olvidado…”

 

Porque lo cierto es que el Mundial es otra cosa. “Es la razón de los alocados, la poesía de los malhablados; es la fe de los desesperanzados, la suerte de los desafortunados; es la libertad de los condenados, la alegría de haber llorado, un eterno recuerdo jamás olvidado…”, rezaba un magnífico anuncio de TyC Sports. Aseveran Jordi Puntí y Ramon Besa, dos hombres que convierten el balompié en prosa, que la belleza de este deporte radica en que, cada fin de semana, es capaz de transportarnos al precioso país de la infancia durante 90 minutos. Y la Copa del Mundo es el máximo exponente de esta bella realidad. Es algo verdaderamente efímero, que se escapa entre las manos como la arena; que termina de forma inevitable e inesperada, igual que acaba un loco amor de verano. “Me doy prisa para recoger a Helena, hasta que caigo en que se acabaron los partidos de las dos de la tarde. Es difícil no tener la sensación de que el mundial se nos va”, apuntaba esta semana en Vanity Fair Juan Tallón, el mismo que antes del inicio del Mundial reconocía en las páginas de El País que se quedaría “viendo para siempre partidos de la primera fase, que es donde se asienta la genuina prosperidad, cuando aún es posible engañarse con la idea de que el torneo no acabará jamás”. Con todo, a pesar de conocer de antemano que tendrá un final (triste, en la enorme mayoría de los casos), a pesar de saber que ya se han disputado más de la mitad de los 64 encuentros; nos continuamos entregando a él irracionalmente porque nos recuerda a cuando éramos niños y, sentados ante el televisor, nos empezamos a enamorar de este deporte.

Hoy, con menos pelo, con una lista interminable de promesas incumplidas y de decepciones a las espaldas, aún somos ese niño que se resiste a crecer, que continúa encontrando la felicidad en divagar acerca de quien debe partir como titular en la punta del ataque del 4-3-2-1 de la selección rusa, que sufre un incurable Síndrome de Stendhal al ver un intrascendente partido de la tercera jornada de la fase de grupos entre Panamá y Túnez. Yonquis de lo inesperado, adictos a lo bizarro; nos encantaría formar un ejército para torturar a aquellos islandeses que conformaron el 0,4% de share que se atrevió a no ver el duelo contra Argentina. Y es que, aunque cuando el Mundial termina tan solo nos lega la peor de las resacas, durante el mes que dura no necesitamos nada más. Porque todo lo demás es superfluo, porque el día en que nos desintoxiquemos de esta bendita adicción nos habremos hecho grandes para siempre.

 

“Parados frente al televisor, mientras el mundo gira”

 

Quizás debería asustarnos esta adicción, hacernos plantear que ya somos mayores como para caer incondicionalmente rendidos ante la misma pantalla cada cuatro años (“parados frente al televisor, mientras el mundo gira”, parafraseando la intro de Stand by, de Extremoduro). Quizás el gobierno, tal y como hace con las cajetillas de tabaco, debería avisarnos antes del inicio de cada uno de los 64 encuentros de que lo que estamos haciendo no está bien; de que encomendarnos a estrellas fugaces no es demasiado aconsejable.

De la misma manera, quizás también deberían hacernos cuestionar que, a estas alturas, continuemos teniendo ídolos. Lo cierto es que aburro profundamente a la gente que admira ciegamente a otras personas, aunque tengo que confesar que no puedo evitar hacerlo con gente como Johan Cruyff, como Pep Guardiola o como Leo Messi. Me arrodillaría ante ellos y, con la voz temblorosa, les pediría matrimonio. Me pasaría toda la vida escuchándolos a los tres; incluso al ’10’, que hace de su silencio una poética arma para resistir a la tempestad que es el fútbol moderno. Bob Dylan ganó el Premio Nobel de Literatura, y al recordarlo me avasalla una revelación: si tuviera que confiar en alguien para que gobernara mi país o para que me arreglara un viejo grifo que gotea estoy seguro de que confiaría en uno de ellos tres.

Sé que, en el ámbito fiscal, Leo Messi puede ser considerado poco menos que un presunto delincuente; y comparto el sentimiento de vergüenza que producen algunas declaraciones de Pep Guardiola sobre Catar. Soy plenamente consciente de que por este motivo no está bien admirarlos, pero me es imposible evitarlo. Qué coño, todos sabemos que está mal cerrar todos los bares un sábado tras otro y bebernos hasta las copas de los árboles, como cantaban los inigualables Violadores del Verso (“Violadores del Verso es lo único en lo que creo…”), y aun así tampoco hemos dejado de hacerlo a pesar de prometérnoslo cada domingo por la mañana.

A estas alturas de la partida, quizás tener menos de cinco contradicciones en el día a día sea dogma; tal y como aseveraba David Fernàndez cuando algún imbécil le preguntaba cómo podía compatibilizar el ser extrema izquierda con tener un smartphone. “Qué miedo aquellos que auguran mundos uniformes”, añadía Anna Gabriel hace unos años en el Parlament. Y que cosa tan gris sería la vida si no pudiéramos tener las tan necesarias contradicciones, que aburrida. Tanto como el fútbol sin Messi…

Es que sencillamente no se le puede no querer. “Odiar a Curry es odiar a los Beatles”, afirmaba hace unos días Enrique Ballester. Y, con Leo Messi, sucede exactamente lo mismo. Porque odiarle es rechazar la pureza y la inocencia que irradian sus ojos. Porque, tal y como aseguraba Hernán Casciari en un texto imprescindible; es probable que Messi no sea un humano de carne y huesos. Quizás él sea otra cosa, quizás él sea un hombre perro.

 

“Un día apareció un chico enfermo. Como en su día un mono enfermo se mantuvo erguido y empezó la historia del hombre. Esta vez fue un chico rosarino con capacidades diferentes. Inhabilitado para decir dos frases seguidas, visiblemente antisocial, incapaz de casi todo lo relacionado con la picaresca humana. Pero con un talento asombroso para mantener en su poder algo redondo e inflado y llevarlo hasta un tejido de red al final de una llanura verde. Si le dejaran, no haría otra cosa. 

 

[…]

 

Me parece a mí que en el juicio final estaremos todos los humanos que han sido y seremos. Y se formará un corro para hablar de fútbol. Y uno dirá: ‘Yo estudié en Ámsterdam en el 73’. Otro dirá: ‘Yo era arquitecto en São Paulo en el 62’. Y otro: ‘Yo ya era adolescente en Nápoles en el 87’. Mi padre dirá: ‘Yo viajé a Montevideo en el 67’. Y uno más atrás: ‘Yo escuché el silencio en el Maracaná en el 50’. Todos contarán sus batallas con orgullo hasta altas horas. Y cuando ya no quede nadie por hablar, me pondré de pie y diré despacio: ‘Yo vivía en Barcelona en los tiempos del hombre perro’. No volará una mosca, se hará silencio. Todos los demás bajarán la cabeza. Aparecerá Dios vestido de juicio final y, señalándome, dirá: ‘Tú, el gordito, estás salvado'”.

Hernán Casciari, en Messi es un perro.

Ciertamente, puede que la única manera de ver a Leo Messi convertido en un simple humano sea vistiéndole con la Albiceleste. “Messi compra el lienzo, fabrica los pinceles y pinta una obra de arte. Pero tiene compañeros que no pueden colgar el cuadro sin pegarle fuego al museo”, apuntaba Aitor Lagunas después del triste empate contra Islandia de la primera jornada; un encuentro en el que el ’10’, encarcelado por la presión inhumana e injusta a la que está sometido, erró un penalti. “Messi y los chicos de Argentina no se entienden, no hay forma de que la pelota les traduzca. Uno la susurra, otros la patean con saña”, añadía José Sámano en El País en un texto en el que aseguraba que, cuando cambia la camiseta azulgrana por la Albiceleste, el astro argentino pasa “del placer al deber”. En este sentido, lo que vino después de aquel encuentro, el varapalo encajado contra Croacia y la agónica victoria contra Nigeria, no ha hecho más que confirmar que el conjunto de Jorge Sampaoli es poco más que una orquestra desafinada que compite contra su pasado, que camina de puntillas por el borde del precipicio.

Con todo, uno, romántico e irracional a partes iguales, aún tiene algún viejo argumento al que recurrir para imaginarse a Leo Messi, al genio del fútbol mundial, anotar el tanto que le dé el título de la Copa del Mundo a la Albiceleste. En recorrida memorable, en la jugada de todos los tiempos, convirtiéndose en un héroe sempiterno para el país que “inventó algo mejor que el fútbol, el amor por el fútbol”, tal y como asegura un magnífico anuncio de Quilmes; mientras los narradores argentinos, enloquecidos y afónicos, lloran al grito de un célebre “¿de qué planeta viniste?”, mientras aquellos periodistas que se apresuraron a profetizar sobre el fin del reinado de un futbolista inigualable corren a esconderse. Cierro los ojos y le veo corriendo sin ningún rumbo fijo por el impoluto césped del Estadio Luzhnikí como si fuera Forrest Gump (“Tonto es el que hace tonterías”; y genio es el que hace genialidades, así de sencillo), felizmente redimido de su único pecado; con una sonrisa perenne e inmarcesible, con los brazos extendidos, primero, apuntando sus manos al cielo en memoria de su difunta abuela, después.

Al mismo cielo desde donde le observa atentamente Johann Cruyff, el tipo que nunca necesitó ganar un Mundial para ser recordado como uno de los más grandes de este deporte. Igual que Leo, que no busca alzar el cetro intercontinental para coronarse como el mejor futbolista de todos los tiempos (“No, no me interesa. No me propuse nunca ser el mejor, el segundo, el tercero o el cuarto mejor. No me cambia nada ser el mejor de la historia”), para igualarse con lo que queda de la leyenda de Diego Armando Maradona o para ganar el enésimo Balón de Oro -triste existencia la de quienes osan medir a los mortales y a un genio inalcanzable con los mismos estándares, como si el fútbol y los sentimientos que provoca fueran algo calculable-; sino para hacer felices a los suyos en el que probablemente sea su penúltimo baile.

A veces todo sale mal. Pero, a veces, todo sale bien.

Disculpen, de nuevo, por haber convertido este artículo en un contenedor de sentimientos, ideas e ideales. En definitiva, todo se resume en una sola cosa. Por favor, fútbol; te lo pido de rodillas, por lo que más quieras, concédele esta Copa del Mundo a Leo Messi.