Cada uno construimos nuestro propio Macondo. Ese lugar cálido al que siempre podemos volver. Ese escondite imaginario donde poder hablar en voz alta sin que a uno le tomen por loco. Ese recoveco donde solo entra la luz si tú quieres que entre.
El estadio de fútbol, sin duda, se convierte en algo así como un Macondo para el aficionado. Gabriel García Márquez no fue precisamente un fiel seguidor del fútbol, aunque, en 1950, escribió un artículo titulado El juramento para El comercio de Lima GDA. Aquel texto se convirtió en su bautismo como comentarista balompédico. Debutó en el estadio Romelio Martínez de Barranquilla donde, aquella tarde, se enfrentaban Junior y Millonarios. En el césped correteaba el mismísimo Di Stéfano, pero no fue, sin embargo, el futbolista en el que fijó su atención García Márquez: «Si los jugadores del Junior no hubieran sido ciertamente jugadores sino escritores, me parece que el maestro Helenio habría sido un extraordinario autor de novelas policíacas». Antes de entrar en las disquisiciones del partido, contaba Gabo que aquel día aprendió a desprenderse del ridículo. Enseguida se percató del cambio que, con solo una bufanda o una gorra, se operaba en los aficionados: no eran los mismos dentro que fuera del estadio. En las gradas encontraban su Macondo particular.
García Márquez volvía al suyo cada vez que se postraba frente una hoja en blanco. En su duermevela, solía encontrarse por sus calles infestadas de gallinazos con el bueno de José Arcadio Buendía, el fundador de la mítica aldea. En sus apenas veinte casuchas cabía toda la magia del mundo. Muchos decían que su nombre, Macondo, provenía de una antigua hacienda bananera. Otros, que era una palabra griega que había cruzado todos los mares. Los locales contaban que, en realidad, aquel era el nombre de un antiguo tipo de árbol que desapareció por la codicia sin límites del hombre. Algunos, acodados en la barra del bar, relataban que aquello de Macondo solo era el apelativo de un viejo juego de azar. García Márquez, en Vivir para contarla, señalaba que escucharla le traía resonancias de su infancia, cuando correteaba por una hacienda cercana a su casa, que lucía, en un letrero metálico azul, aquel nombre escrito en letras blancas.
Gabriel García Márquez no fue precisamente un fiel seguidor del fútbol, aunque, en 1950, escribió un artículo titulado ‘El juramento’ para El comercio de Lima GDA. Aquel texto se convirtió en su bautismo como comentarista balompédico
En el libro titulado Viaje al Macondo real y otras crónicas, el periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos invita a sus lectores a un Macondo que muy poco tiene que ver con el que inventó el maestro García Márquez. El Macondo de las crónicas de Alberto Salcedo es real, doloroso, dramático. Sobrevive entre miseria, olvidado del mundo, lejos de los focos literarios. No es un Macondo al que quieran regresar los lectores; es, más bien, un lugar en el que han quedado atrapados los personajes que protagonizan sus crónicas. Bufones irrepetibles que cuentan chistes en los funerales. Un niño que tiene que recorrer un camino infestado de muerte para ir a la escuela. Exboxeadores que caen noqueados por la vida.
Tres de ellos —un árbitro, un exfutbolista y un equipo de travestis— viven sus vidas atados a una pelota. Alberto Salcedo cuenta sus historias con «la pasión por narrar que bebí en la palabra de Gabito, mi profeta, el único brujo al que creo». Y añade: «Muchos pueden contar bien una historia, pero pocos son capaces, como él, de crear un universo personal».
EL ÁRBITRO DEL PUÑO DE HIERRO
El árbitro, ese don Quijote vestido de negro, es el custodio de la justicia en uno de los juegos más injustos.
Como reflexiona Alberto Salcedo en la crónica El árbitro que expulsó a Pelé, «si la cancha es el universo completo y los jugadores son todas las criaturas posibles, entonces el árbitro, que todo lo ve y todo lo juzga, encarna una autoridad más divina que humana». Sin embargo, a pesar de esa divinidad, su cometido en los noventa minutos que representan la vida peca de todas las mundanas imperfecciones del hombre. Su oficio consiste en pitar para fallar pero en noventa minutos puede tornarse en fallar pitando. La gloria puede transformarse en tormento, el aplauso en abucheo y el elogio en insulto. Aun así, su figura es necesaria en la tragicomedia del fútbol: «Como a Dios, al árbitro habría que inventárselo sino existiera», continua Alberto Salcedo. «Los jugadores lo necesitan para justificar sus pecados y para que él los ayude a ganar el cielo que ellos solos no alcanzan».
Aunque no siempre es así. La justicia depende del que la imparte y cada colegiado enseña las tarjetas bajo su criterio. Hubo uno que aplicó su ley con puño de hierro. Literalmente. Había que tenerlo para ser el primero en expulsar a Pelé, futbolista que, para muchos, ha sido, además del mejor de la historia, uno de los más nobles sobre el césped. A Guillermo Velásquez, conocido como el Chato, no le tembló la mano cuando expulsó al astro brasileño en el minuto 35 del amistoso entre Colombia y el Santos, el miércoles 17 de julio de 1968. Y lo echó, ni más ni menos, «por reclamar de mala manera un supuesto gol en contra». El jugador salió del campo con la cara de «un monarca que se mofara de la orden de destierro impuesta por un vasallo» […] «Este tipo está loco», repetía Pelé, una y otra vez, ante el cronista de El Espectador que lo esperó en la pista atlética».
Muchos pensaban lo mismo. Aquella misma tarde, sin ir más lejos, más de sesenta mil aficionados pidieron su expulsión y la vuelta al campo de Pelé. Y así se hizo en la segunda parte. Antes del follón con Pelé, el Chatohabía expulsado a Lima por la vehemencia de sus quejas a raíz de un gol anulado a Colombia. Tuvo que sacarlo del terreno de juego la policía, pero Lima se libró de ellos, volvió y le propinó una patada a Velásquez. El árbitro, ni corto ni perezoso, lo tumbó de un puñetazo en el estómago. Así se las gastaba Velásquez, «el único árbitro del mundo que registra en su hoja de vida por lo menos cinco jugadores noqueados». Impartía su justicia siguiendo su sentido común y su honor como hombre: «Yo no andaba por las canchas repartiendo cañonazos, pero cuando había que pegar, pegaba, porque después me iba a matar la angustia de no haber reaccionado como hombre cuando me provocaron».
Hubo un colegiado que aplicó su ley con puño de hierro. Había que tenerlo para ser el primero en expulsar a Pelé, futbolista que, para muchos, ha sido, además del mejor de la historia, uno de los más nobles sobre el césped
Alberto Castronovo aprovechó el barullo de un córner para golpearle y Velásquez le devolvió el golpe minutos más tarde. Orlando Herrera salió del campo con un ojo hinchado. Lima se revolvió en el césped de dolor después de probar el acero de su puño. Y la lista continua. Velásquez no se arrepiente de sus decisiones, aunque muchas tardes los árbitros tengan que lamentar aciertos como errores y se aflijan con errores acertados.
EL FUTBOLISTA DE LOS MIL PEINADOS
Afirmaba Montero Glez en El gol más lindo del mundo y otras piezas futboleras que, invariablemente, el fútbol y la farra van de la mano. Siempre ha habido jugadores que han necesitado divertirse fuera del campo para después divertir a los espectadores en el rectángulo de hierba. George Best, las mujeres, el licor y las carreras de caballos. La Holanda del Fútbol Total y sus sonadas fiestas. Romario y su trato de dos goles con Cruyff para viajar a los carnavales de Río. Mágico González y sus salidas nocturnas en Cádiz. Maradona y sus constantes recaídas. Ronaldinho y la Sala Bikini.
También fue un juerguista consumado Darío Silva, uno de los miembros del Dúo Sacapuntos malagueño. Junto a Catanha marcó infinidad de goles, además de una época dorada en el Málaga. No solo por los partidos ganados; también por sus celebraciones y sus llamativos y coloridos cortes de pelo. Un día, el delantero uruguayo saltaba al campo con el pelo teñido de rojo. La jornada siguiente aparecía sobre el césped de amarillo pollo y, días después, podía sorprender a todos con la cabeza rapada al cero. Los miembros de la dupla sacapuntos también serán recordados por sus juergas fuera del terreno de juego. Sobre todo las de Darío Silva que «en el Málaga, a pesar de que volvió a las juergas, duplicó sus goles». Como él mismo reconoce en la crónica titulada El último gol de Darío Silva, «cree que se entendían tan bien en las canchas porque habían intimado muchísimo durante las noches de farra».
Su historia, sin embargo, tuvo un final trágico. En 2006, con solo 34 años, Darío Silva salió del mundo del fútbol por la puerta trasera debido a un accidente de coche que obligó a los médicos a amputarle la pierna derecha, esa con la que tantas alegrías había regalado a los aficionados del Málaga y del Sevilla. Alberto Salcedo lo entrevista mientras Darío Silva hace toques con la prótesis de plástico en el patio trasero de su casa. El que tuvo, retuvo, aun con una pierna menos. «Desde el primer momento se sintió cómodo con la prótesis», reflexiona Alberto Salcedo mientras le observa golpeando el balón, «sin duda porque fue amputado por debajo de la rodilla».
Para el exfutbolista, desde la infancia, jugar con un balón fue «un respiro, camaradería. Pausa entre una jornada cumplida y otra por cumplir». Ayudaba a su padre en el campo y, al terminar, mataba el día jugando con sus amigos en la calle. «Las paredes eran mi portería», recuerda. «Mi padre vivía pagando vidrios rotos en el vecindario». Eso fue el fútbol para él: jugar. Cuando se calzaba las botas, siempre reivindicó ese verbo. Y, sobre todo, buscó incansable la fiesta del gol. Todavía lo hace, a pesar de la prótesis, en partidos de veteranos y despedidas de futbolistas en los que sigue anotando goles. Quién sabe si mas importantes que los que convirtió siendo profesional.
EL FÚTBOL NO ES SOLO COSA DE HOMBRES
Y cada vez, por suerte, lo es menos. El equipo de Las Regias lo demuestra en cada partido de exhibición que disputa en barrios marginales y pueblos. «El equipo», escribe Alberto Salcedo en la crónica El fútbol también son once travestis corriendo detrás de una pelota, «conformado por travestis, se creó en 1992 con el propósito de recaudar fondos para socorrer a homosexuales de Cali enfermos de sida o adictos a las drogas».
Entre los 40 travestis que conforman la plantilla, muchos han conseguido, gracias al balón, abandonar su adicción a las drogas. Juegan en un campo con capacidad para mil espectadores donde, en vez de piernas musculosas, cuerpos tatuados y barbas pobladas, sus jugadores lucen uñas esmaltadas, labios pintados y largas melenas teñidas. No suelen verse pases milimétricos y jugadas trenzadas en sus partidos. Al contrario: abundan los resbalones y los disparos que se salen del campo. Pero, para Las Regias, el buen fútbol no es lo más importante. «El amaneramiento de estos jugadores transforma el fútbol, deporte viril por excelencia, en una danza de tórtolas», escribe Alberto Salcedo. «Si los espectadores los ovacionan no es solo por cortesía, sino también para premiarles por el hecho de convertir su propio travestismo en motivo de burla».
Su torpeza se transforma en su mejor jugada. Como defienden Las Regias, «cuando los maricas practicamos fútbol estamos enviando un mensaje contra la intolerancia de la sociedad: como no nos dejan jugar con hombres, nos toca crear nuestro propio equipo». Desgraciadamente, no les permitieron participar en el Campeonato Mundial de Fútbol Gay porque no lograron recaudar fondos suficientes. Por eso, Las Regias tuvieron que fabricarse su propio Macondo, esa porción de césped verde donde poder continuar practicando su fútbol.
Afirma Alberto Salcedo que son muchos los viajeros que tratan de encontrar en el Macondo real las resonancias poéticas con que lo construyó Gabriel García Márquez en su literatura. Ninguno lo encuentra. Ni lo encontrarán, porque, como explicó su creador, «Macondo no es un lugar sino un estado de ánimo que permite a uno ver lo que quiere ver».