“Podemos definir la fe como una firme creencia en algo de lo que no hay evidencia […] Solo hablamos de la fe cuando queremos sustituir la evidencia por la emoción”.
Cuando esta lapidaria frase nació de la pluma de Bertrand Russell en Sociedad humana: Ética y Política, seguro que no estaba pensada para ser citada en un texto futbolístico. Sin embargo, encaja a la perfección como descripción de uno de los grandes problemas del fútbol actual. El vínculo emocional inherente entre aficionado y club propicia que la figura de algunos futbolistas sea profundamente admirada, incluso venerada. Cada templo cuenta con su propia deidad: Messi en el Camp Nou, Totti en el Olímpico, Gerrard en Anfield… Figuras de culto que, por desgracia, no son eternas. Su despedida, ya sea esperada o inesperada, conlleva un inevitable periodo de duelo difícil de asumir por parte del aficionado. Para lidiar con él, se busca refugio en la fe, esperando que algún referente de la nueva escuela asuma el rol de líder futbolístico y espiritual que ha quedado vacío con la ausencia del antiguo ídolo.
Barcelona, por ejemplo, sigue huérfana tras la traumática salida de Leo Messi. El adiós fue inesperado y el hueco que dejaba en el corazón del aficionado era demasiado grande. Como el fútbol no para, este vacío necesitaba ser rellenado de forma inmediata. No favoreció que Ansu Fati, la joya más brillante de La Masía en los últimos tiempos, tuviese la osadía de apropiarse del dorsal del ídolo argentino. Tampoco favoreció que apenas necesitase diez minutos para marcar su primer gol con el ‘10’ a sus espaldas. Durante la celebración del tanto, Araújo, como si de Rafiki se tratase, alzó al joven cachorro al cielo de la Ciudad Condal. Ansu, como Simba, rugió. El Camp Nou estalló de júbilo, olvidando por un momento la ausencia de Mufasa. La simbología era perfecta, por lo que la dichosa etiqueta no se hizo esperar. ‘Ansu Fati, el nuevo Messi’.
En la capital italiana sucedió algo similar. La leyenda de Totti en la Roma, prolongada a lo largo de 24 temporadas, alcanzó tal dimensión que cualquier aficionado hubiese esculpido con sus propias manos una estatua en su honor en el monte Olimpo, entre las de Júpiter y Neptuno. La afición quedó devastada tras su adiós, sabiendo que difícilmente encontrarían a alguien capaz de tomar semejante testigo. Y, de repente, Zaniolo entró en escena desprendiendo ese insultante aura de confianza propio de la adolescencia. Aquel atacante con porte de pretoriano tan solo necesitó un gol para prendar al cuadro de la loba. Pero qué gol, dicho sea de paso. Emulando a Saturno, manejó el tiempo a su antojo en el interior del área del Sassuolo antes de superar al portero con una vaselina. De nuevo, la dichosa etiqueta. ‘Zaniolo, el nuevo Totti’.
Esta etiqueta termina desnaturalizando al futbolista incipiente, que desde el inicio de su carrera debe luchar contra su alter ego
Una visita a Anfield nos recordará que esta nostalgia hacia los ídolos del pasado no surge únicamente en momentos de dificultad. El Liverpool actualmente se encuentra inmerso en una época dorada a nivel deportivo y, aun así, es incapaz de olvidar a Steven Gerrard. No lo necesita, pues la plantilla está plagada de estrellas y mejora por mucho a cualquiera de las que el mítico centrocampista inglés formó parte. Pero lo añora. Por ese motivo, la irrupción de Curtis Jones constituye un brindis para los románticos. Igual que Gerrard, surgió de Merseyside. Igual que Gerrard en sus primeras temporadas, luce el ‘17’ a sus espaldas. Y para más inri, fue entrenado por el propio Gerrard en las categorías inferiores de los ‘Reds’. Casualidades que, sumadas a una serie de actuaciones brillantes como la de Champions ante el Oporto, nos llevan de nuevo a la dichosa etiqueta. ‘Curtis Jones, el nuevo Gerrard’.
Más allá de ligeras coincidencias, no existe ninguna evidencia que indique que Ansu Fati vaya a ser ‘el nuevo Messi’. Tampoco que Zaniolo vaya a ser ‘el nuevo Totti’ o Curtis Jones ‘el nuevo Gerrard’. Pero, como escribió Bertrand Russell, la fe hace acto de presencia cuando es necesario sustituir la evidencia por la emoción. Esta dichosa etiqueta, en realidad, no deja de ser un reflejo de los deseos más profundos de la grada, que vierte en la sangre nueva unas expectativas que pueden terminar siendo inasumibles. A pesar de sus buenas intenciones, terminan desnaturalizando al futbolista incipiente, que desde el inicio de su carrera debe luchar contra su alter ego, aquel que se ha generado en el imaginario colectivo. Un enfrentamiento contra su propio reflejo en el que el futbolista real (casi) siempre tiene las de perder.
Si fuese posible, los aficionados reconstruirían pieza por pieza a sus ídolos en la cadena de montaje de la que Aldous Huxley hablaba en Un mundo feliz. Olvidando que, si estos se convirtieron en leyendas, fue precisamente porque rompieron el molde el día de su eclosión futbolística. Porque Messi también sabe lo que es pelear con la alargada sombra de Maradona, igual que Totti hizo lo propio con la de Bruno Conti y Gerrard con la de Kenny Dalglish. Como el fútbol se mueve en el mundo de las ilusiones, las jóvenes promesas deben asumir que sus caminos estarán marcados desde el inicio por la fe que los aficionados depositan en ellos. Pero los aficionados también deberían asumir que esta fe puede convertirse en una losa demasiado pesada para los futbolistas.
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