Me queda una única certeza: las ausencias son el elemento más importante en la construcción de una persona, de su carácter y personalidad. Ya sean amores truncados, amistades olvidadas, familiares fallecidos o –incluso– mascotas perdidas, estas son clave a la hora de definir a alguien; obligan a reconstruir, a trazar un nuevo plan de acción con las fichas restantes, con aquellas que aún –por suerte o por desgracia– siguen en pie. Vivir es gestionar ausencias, reordenar agujeros, domesticar hundimientos; buscando incesablemente el lugar más sureño posible para montar una tienda en la que acampar. Ya saben: desde Stevenson –y Erice– el paraíso se esconde, inequívocamente, por esas latitudes.
El fútbol cada vez es menos dulce a la vista; salvo contadas excepciones, que suelen tomar la forma de un pequeño argentino azulgrana, el fútbol profesional no consigue seducirme. Quizá sea porque soy del Atlético de Madrid y Simeone es capaz de, a golpe de fútbol agarrotado y defensivo, agotar la paciencia futbolística de cualquiera. O quizá sea por la torpe y burda mercantilización a la que el fútbol ha sido sometido en las últimas décadas, que hace más difícil la identificación, la empatía, con esos señores que se visten de corto frente a las cámaras los fines de semana. No lo sé. Pero, a pesar de todo, no he dejado de verlo.
En mi cartera no hay fotos de seres queridos; aparentemente, no hay nada salvo lo imprescindible: dinero y documentación. Pero entre mi DNI y el carné de la biblioteca municipal se esconde un papel un tanto cutre. Tendrá, desdoblado, unos quince centímetros de ancho y unos diez de alto; es blanco, con las siguientes palabras escritas en negro: El próximo lunes 24 a las 20 hrs., en la parroquia de San Juan Crisóstomo se celebrará una misa en memoria de D. Antonio Sánchez Moreno. La cursiva es mía, la negrita no. Antonio era mi abuelo.
Murió cuando yo era pequeño, demasiado: tendría siete u ocho años. Un cáncer. No se ni siquiera de qué. Por aquella época, yo solo tenía una obsesión y un deseo: jugar al fútbol y llegar, algún día, a ser profesional. Iba a todos los lados con mi pelota, tratando de convencer a todo adulto que me rodease de que jugara conmigo. La fatigante insistencia surtía efecto, y casi siempre conseguía engañar a alguien; normalmente mi hermana o mi padre, que eran los principales damnificados por mi pasión futbolística. En verano, el plantel cambiaba: íbamos, a finales de agosto o principios de septiembre, a un pueblo costero asturiano a pasar un par de semanas con mis abuelos. Y ahí, en aquella escueta playa norteña, tengo el –prácticamente– único recuerdo de mi abuelo conmigo: jugando al fútbol, insistiéndome en que, si quería jugar bien de verdad, tenía que usar la pierna izquierda. Mi pierna mala. Y me la pasaba buscando ese pie, forzándome a controlar con él. “Hay que usar la izquierda, Lucas. La izquierda”, me decía, con una sonrisa, cada vez que yo intentaba acomodarme la pelota para devolvérsela con el pie derecho.
El fútbol cada vez es menos dulce a la vista; salvo contadas excepciones, el fútbol profesional no consigue seducirme. Pero, a pesar de todo, no he dejado de verlo
Una amiga siempre insistía, a los 18 años, en que ella nunca había perdido a un ser querido, y que le daba mucho miedo. Siempre preguntaba: ¿cómo es? ¿Qué se siente? Yo respondía, cariñosamente, que al principio era complicado, pero que luego te acostumbras. Y que, al ser algo inevitable, no tenía sentido estresarse y asustarse con tanta antelación. Si no hubiera estado tontamente enamorado de ella quizá hubiera respondido de manera distinta, sin ahorrarle los aspectos más crudos. Tal vez le hubiera dicho que, a veces, tras un tiempo pensando que ya lo tenías asumido y –hasta– aceptado, de repente, te hundes. Que, sin previo aviso, un día, una tarde, una noche, rompes a llorar, sin saber dónde estaban enterradas esas lágrimas. Es probable que el desenterrador fuera ese pensamiento –que Althusser definía como el pensamiento materialista más elemental– que te recuerda, irrumpiendo en momentos de despiste y debilidad, que la historia –y la vida– no tienen un destino, un sentido prefijado de antemano; que existen pérdidas absolutas y derrotas sin apelación, hechos y ocurrencias insignificantes e intrascendentes, sin consecuencia alguna, que suceden “porque sí, sin más”. Que es posible desvanecerse sin dejar rastro ni recuerdo, como esos grandes ríos que desaparecen en las arenas del desierto. Como mi abuelo.
No fui capaz de entender y valorar su muerte hasta años más tarde. Durante la adolescencia le eché en falta, tanto que hasta le escribí una carta –poniéndole al día sobre mi vida– que andará perdida por algún lado. Le eché en falta porque, al hacerte mayor, descubres que necesitas a alguien que te recuerde que, en la vida, hay que saber jugar con la pierna izquierda, con la mala; que no basta con escudarse infantilmente en la pierna derecha, escondiendo tras ella todas tus deficiencias y limitaciones. No: éstas se llevan en el pecho, como emblema y escudo, y se trabajan hasta que dejan de serlo. Él era del Atleti, como mi padre y como yo. Me hubiera encantado ver su reacción a las dos históricas finales de Champions casi consecutivas que jugó recientemente, y a sus respectivas dos derrotas. Igual no lo hubiese soportado y hubiese acelerado su muerte; quién sabe: yo estoy convencido de que perdí años de vida con aquel gol de Ramos y ese penalti de Griezmann.
Esa es la razón por la cual sigo viendo fútbol: mi abuelo. El fútbol y ese papel de mi cartera consiguen que me sienta un poco menos sólo; situado, vitalmente, un poquito más al sur . Es mi manera –torpe, lo sé– de gestionar una ausencia que desde el principio se me escurrió entre los dedos, siendo incapaz de comprenderla. Siento que al ver camisetas rojiblancas en torno a un balón consigo evitar que el desierto del sinsentido y la desmemoria se trague, inexpugnablemente, a mi abuelo. Sigo viendo fútbol porque, permítanme el tópico, “el fútbol nunca fue sólo fútbol”. Y porque Messi aún sigue en activo.