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Klaus Augenthaler, defensa, capitán y líder. Más de 400 partidos con el Bayern. Ilustre con la ‘Mannschaft‘, último hombre de aquella Alemania casi unificada que levantó la Copa del Mundo en 1990 con una rigidez académica. Gesto grave, mirada teutona, postura altiva; señala y dirige, manda. Nadie le tose a ‘Auge’ cuando con el advenimiento de los 90 se va agotando su era, que ha coincidido con el apagón europeo de los bávaros. Después de caer en las finales de 1982 y 1987, aquella Copa de Europa de 1991 es su última oportunidad. Una gran oportunidad, de hecho.
El fútbol no es la guerra, pero aquello está siendo un paseo militar: 16 goles a favor y solo tres en contra hasta semis para los germanos. A las puertas de la final de Bari, el último escollo son once chavales yugoslavos. Su país de países se agita como una coctelera, pero el fútbol no es la guerra, así que ese joven Estrella Roja crece con calma, irradiando una alegría que conquista Múnich, 1-2. Pero en la vuelta, en Belgrado, el Bayern ya es el Bayern. No importa que los locales marquen el primero: el fútbol no es la guerra, pero ‘Auge’ fusila en una falta que al meta yugoslavo se le escurre entre las piernas, y activa así la remontada. Querrá ser héroe en su penúltimo servicio europeo. Y todo fluye hasta que, cumplido el tiempo, un balón que no va a ninguna parte lo salva Prosinecki para que lo ponga Mihajlovic desde la izquierda. El servicio es defectuoso y Augenthaler, que lleva desde 1975 despejando centros mucho más envenenados, solo tiene que taparlo con la pierna derecha. Pero resulta que en 16 años todavía no lo había visto todo: un capricho de la física hace que el cuero suba como un globo y caiga como una pedrada.
Su país de países se agitaba como una coctelera, pero el fútbol no era la guerra, así que ese joven Estrella Roja crecía con calma, irradiando alegría
‘Auge’, al ver cómo la pelota se cuela en su portería, asume que se retirará sabiendo por experiencia que del derrotado no se acuerda nadie. La eternidad será para aquel Estrella Roja. Con un golpe de suerte antes de la desgracia. Con fiesta en Belgrado antes de la hecatombe. Con un último brindis por el fútbol. Ese deporte que, ya no es que no se parezca a la guerra: es que a veces ni se parece a la vida.
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