1. LA ETERNIDAD DEL GOL
No había pared más perfecta que la que te devolvía el bordillo. Mirabas a los ojos del contrario, la bola bajo la desgastada suela de la playera, y, con un toque sutil, la lanzabas contra el bordillo. Era como hacerla con Oliver Atom. Tenías un segundo para rodear al defensa y se producía la magia: botando sobre la gravilla, el balón se acomodaba de nuevo a tu playera. Sin defensas por delante, solo quedaba el portero, un amigo que sabías que no era portero: estaba allí castigado por el pares o nones, en medio de las mochilas como si las clases aún no hubieran terminado. A ti, enfrente, solo te quedaba un paso para alcanzar la gloria, la última pregunta del examen. Le metías punterón asegurando la respuesta y, mientras el balón volaba, rezabas con más fe que en catequesis para que entrase.
Aquellos goles no valían nada pero eran los más valiosos. Goles en los soportales. Goles bajo las patas de los bancos. Goles en las puertas de los garajes. Hubieras dado una mano, o las dos, por marcar uno de chilena delante de la chica que te gustaba y no te hacía ni puto caso. Aquellos goles no valían nada pero no tenían precio. No importaban los rasponazos en los codos y las rodillas si había que lanzarse en plancha o de segada para marcarlos. No escocían hasta que llegabas tarde a casa, los descubría tu madre y te arrastraba al baño para rociarlos con mercromina. ¿Otra vez el pantalón hecho un cristo? Te la sudaba; solo importaban los goles. Entre dos pilas de mochilas. Entre los troncos de dos árboles. Entre las raquíticas líneas de tiza dibujadas en un lienzo de ladrillos.
Los goles en el patio valían más que los del barrio. Si marcabas uno en el patio, podías convertirte en rey por una mañana
Aquellos goles eran eternos y eternizaban la hora de volver a casa. No importaban las broncas, o los te has quedado sin tele por llegar tarde. No importaba que la cena estuviese fría. Te la pelaba. Lo único que realmente importaba era que los botes del balón te fueran favorables. Que te saliera una vaselina o un chute ajustado a la mochila. O hacerle un cañete al cabrón que siempre te aguaba la fiesta en la final del Mundial. Porque habías aprendido que un Mundial es un Mundial, y que ganarlo por la tarde en la plaza podía convertirte, a la mañana siguiente, en el rey del patio.
Soñabas con el balón. Lo veías en todas partes. En la televisión, por las tardes, Roberto Sedinho le enseñaba a Oliver que la bola debía ser su mejor amiga, pero para ti era más que eso, más que amor. Su forma redondeada, su textura blanda, el roce del cuero mordido por la gravilla del barrio. Roberto Sedinho decía que no había que tocarla con las manos pero a ti te encantaba manosearla. Tu madre, cuando te veía delante de la pantalla, se llevaba las manos a la cabeza porque todavía no habías terminado los deberes, embobado con aquellos chavales que corrían y corrían detrás de la pelota. Tenía más razón que una santa cuando preguntaba, estupefacta, si en la cabeza solo tenía aquel condenado pellejo de cuero.
2. LAS REGLAS DEL JUEGO
Era el juego más democrático: no necesitábamos árbitro. Solo se señalaba la falta cuando era clarísima. En caso de duda, sigan. A no ser, claro, que el que recibía el patadón se pusiese a lloriquear, le crujiese algún hueso o se le quebrase la montura de las gafas. Solo se detenía el juego cuando el balón se iba a tomar por culo. Aquel problema amenazó la democracia y entonces se implementó la Ley de la Botella: el que la tiraba iba a por ella. Con el tiempo se puso en vigor la Ley del Vaso, y el que la tiraba no hacía ni puto caso. Pero solo durante unos segundos. Casi siempre terminaba yendo a por la bola porque verla lejos —sola, quieta, el cuero desflecado— si eras futbolista, te reblandecía hasta el hueso de las espinillas.
Tampoco necesitábamos a los linieres: No se valía el chupagol, y punto. Era el juego más democrático porque todo se resolvía con pares o nones. Para evitar polémicas, eran los dos mejores los que elegían. No podían estar en el mismo equipo, eso siempre acababa en moviola y la tarde, en aburridas discusiones. El que ganaba al pares o nones elegía en primer lugar, por eso vencer era más importante que saberte las raíces cuadradas de los números más chungos. Cuando la suerte estaba echada, más te valía no ser el gordito o haber escondido las gafas en el bolsillo. A los gordos, al menos, se les ponía de porteros: en el mercado de fichajes se valoraba ocupar más de media portería. Si te pillaban con las gafas puestas, en cambio, estabas jodido. Corrías el riego de caer entre esos últimos que, muchas veces, se regalaban al contrario porque hacían más daño en tu equipo que en el del enemigo.
Las otras reglas, las que no poníamos nosotros, nos las pasábamos por el forro. Que en aquel cartel rojo y amarillo ponía Prohibido jugar al balón, más fuerte chutábamos. Que en ese otro se leía Prohibido jugar a la pelota en la plaza, más duro le metíamos con el punterón. Si había pelota y gente, solo quedaba jugar. Por mucho que las tías dijesen que no les apetecía; ya habría tiempo para ellas cuando se fuera el dueño de la bola. Si había balón y gente, los carteles, las prohibiciones y las tetas se nos borraban de la cabeza y solo quedaba, entre ceja y ceja, la portería donde dormía el gol.
Siempre había algún vecino que intentaba poner fin al partido. El que trabajaba de noche y salía a la ventana despeinado, sin camiseta, chillando como un loco que, como siguiese escuchando los jodidos botes del balón, llamaría a la policía. O las viejas que pasaban por nuestro teatro de los sueños, cargadas con las bolsas de la compra, y cuando les despeinaba un chupinazo, blandían la cachaba y amenazaban con decirle a nuestras madres que nos confiscasen el balón. O el dueño del bar cuya cristalera retemblaba entre cañonazos. O el vecino del primero que, harto de que le jodiéramos la serie de las seis llamando al portero, decía que no lo tiraba más y que, hasta mañana, se había acabado el partido.
¿Cómo iban a prohibirnos jugar al balón? ¿Cómo iban a prohibirnos el fútbol? Solo el dueño del balón tenía el poder de prohibir. Si se enfadaba y se largaba a casa, fin de la eliminatoria. Había reglas no escritas, como la de pelotear al dueño de la pelota. O la de que el partido solo terminaba cuando la madre del dueño del balón se asomaba por la ventana gritando: ¡A cenaaaarrrr! Antes de que se fuera casa, alguno siempre soltaba aquello de: ¡El que meta gana! Aunque su equipo perdiera por más de veinte goles. Y siempre se decía que sí. Todos queríamos cenar con el regusto en el paladar de ese último gol.
3. EL EXAMEN DEL PATIO
Los goles en el patio valían más que los del barrio. Si marcabas uno en el patio, podías convertirte en rey por una mañana.
El partido no se jugaba entre coches; la pista del colegio era tu estadio de hormigón. Había porterías, sin redes. Había líneas en el campo que casi nunca se respetaban. Ya no jugabas con la pelota del barrio, ese Mikasa o aquel Etrusco que todavía no se habían colgado. En el patio, la bola era de plástico naranja, siempre medio desinflada, marcada a rotulador negro con el curso y la letra de la clase como si fuera una res. Una bola traicionera, que no era tu amiga, te hacía efectos raros y se te escurría entre las espinillas. En el patio, los rivales podían ser cientos, infinitos, un ejército caóticamente colocado delante de la portería. Una jauría corriendo detrás del balón. Hordas de jugadores que convertían el llegar a la portería con la bola controlada una proeza más dura que cualquier examen de Educación Física.
Pasaban las horas de clase entre recuerdos de regates, de pases medidos, de ese chute que creías que entraba pero al final casi se va al otro lado del muro
De poco valían los malabares. Era mejor soltarla después del tercer regate que tener cojera de por vida. No valían las chuletas en el examen del patio: no había bordillos para hacer la pared entre la nube de playeras y chillidos. El final del partido lo marcaba la sirena, sin opción a réplica: el que ganaba, ganaba, y punto. No hubieras cambiado uno de aquellos recreos por ver un partido en la tele. A no ser que fuera una final. O unos cuartos cuando todavía no habíamos aprendido a soñar con otra cosa que pesadillas. Si podías hacer un gol callejero, ¿para qué ver cómo otro hacía el suyo en la pantalla?
El tuyo te lo habías sudado. Si podías jugar un partido, ¿para qué ver cómo jugaban otros? Pasaban las horas de clase entre recuerdos de regates, de pases medidos, de ese chute que creías que entraba pero al final casi se va al otro lado del muro. La sirena, los chasquidos de las patas de las sillas, el jaleo por los pasillos inundados de mochilas. Y de repente sonaba el bote de un balón y alguien preguntaba que quién se apuntaba a unos tiros. La mochila no pesaba tanto y corrías a la portería: el último que tocase el larguero, se la ponía.
Al lado del poste, dos chavales cambiaban cromos. ¿Podías soñarlo? Tu cara en uno de esos cromos. Salir del barrio y sacar a los tuyos y dejarte el pelo más largo porque tu madre ya no podría decirte nada. Y esa rubia despampanante que te saludaba desde el descapotable con el periódico en el que salías celebrando tu último gol frente a un graderío enloquecido. Entonces, un patadón te despertaba de golpe. ¡¡Paaam!! Las fachadas desconchadas del colegio aparecían de nuevo. La gravilla crujía bajo tus pies. El balón, que se había despegado de tus playeras, botaba lejos. Alguien te gritaba: ¡Que te duermes, atrapao! Y solo te quedaba replegarte rápido, antes de que tu rival chutase a portería, porque sabías que el portero, en realidad, no era portero y que si tú no llegabas al corte habías perdido aquel Mundial.