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Oliver y Benji: la melodía de los campeones

Oliver, Benji, los magos del balón. Tres conceptos que, unidos, son una canción que nos transporta al fútbol de la infancia, en el que todo era posible

Oliver

Ni tan siquiera el himno de la Champions nos erizaba tanto la piel. Subíamos el volumen del televisor hasta los límites maternos permitidos y le dábamos el primer mordisco al bocata, mientras aquella melodía atronaba en el salón: Oa, oa, oa, ¡oh! Allá van con el balón en los pies y ninguno los podrá detener… Con solo escuchar la musiquilla de Campeones, se nos olvidaba cuál era la capital de Alemania y si el sujeto iba delante o detrás del predicado. Qué importaba aquello cuando, en la tele, aparecía Oliver Atom chutando con tal violencia que el balón se abombaba hasta adueñarse de toda la pantalla. Y de todo nuestro mundo.

Todas las tardes después de la escuela, Oliver Atom nos impartía una clase magistral de regates mientras Benji Price nos desvelaba sus trucos para mantener las telarañas intactas en las escuadras. Aunque tarareábamos: El estadio vibra con la emoción de ver jugar a los dos; en realidad, vibrábamos también con los demás. Tom Baker nos enseñó que un pase en el momento justo era mil veces más bello que un regate. Y Mark Lenders, que con confianza en uno mismo se podía plantar cara al rival más duro. Ed Warner, por si acaso, nos dio unas extraescolares de kárate. Y Dani Melow nos demostró que siempre correría a nuestro lado como un fiel aliado. Bruce Harper, escudero de todos, se rompió la cara contra el poste por la victoria de su equipo. Y Julian Ross casi se deja el corazón por el suyo, y jugando así nos robó el nuestro. El de Phillip Callahan pertenecía a una chica que le animaba desde la grada; nada que ver con Clifford Yuma, que pasaba de líos de faldas, y era tan duro que solo los gemelos Derrick lograban sobrepasarlo con su catapulta infernal.

De eso, en definitiva, trataba el fútbol: de levantar la cabeza y mirar a tu compañero, pero en realidad estar viendo a tu hermano gemelo. Había que escuchar la canción con mucha atención para captar la esencia de su letra: Del primero al último jugador, y empezando por el entrenador, todos tienen que saber su papel para salir a vencer. Y para eso estaba Roberto Sedinho, nuestro primer entrenador. Él nos dijo que la pelota nunca se tocaba con las manos. Que había nacido para recibir patadas. Que solo así le demostrábamos nuestro amor. Entre lingotazo y lingotazo a la petaca, Sedinho nos dio la primera lección: solo los futbolistas que respetasen la pelota, merecerían su respeto.

Junto a todos ellos, disputamos cientos de encarnizados partidos al salir del colegio. El olor a chorizo, o mortadela, o jamón serrano impregnaba el salón, mientras Oliver avanzaba implacable hacia la lejanísima portería rival. Se iba de uno, de dos, de tres, de cinco y hasta de siete rivales con insultante facilidad. Podía tardar todo un capítulo en llegar a las inmediaciones del área, pero ese era un detalle sin importancia. Nadie se atrevía a despegar un ojo de la pantalla. En cualquier momento podía llegar ese golazo que convertía en mágica cualquier insulsa tarde de febrero.

 

Ni tan siquiera el himno de la Champions nos erizaba tanto la piel. Subíamos el volumen del televisor hasta los límites maternos permitidos y le dábamos el primer mordisco al bocata, mientras aquella melodía atronaba en el salón: Allá van con el balón en los pies y ninguno los podrá detener

 

EL FÚTBOL ES MI PASIÓN

En el libro Genios del fútbol, el escritor uruguayo Joaquín DHoldan contó cómo le surgió a Yoichi Takahashi la idea de crear a Oliver y Benji. Al dibujante japonés, de pequeño, no le interesaba el fútbol. Su pasión era el béisbol. Sin embargo, pronto entendió que sus manos no estaban hechas para lanzar pelotas a toda velocidad ni sus dedos para sujetar el bate con firmeza. Cuando agarraba un lápiz, Yoichi era capaz de crear personajes vivos con apenas unos trazos. Sobre todo, de manga: con aquellos ojos saltones, exuberantes peinados puntiagudos y esa expresión entre inocente y desafiante que les hacía parecer de otro mundo.

Yoichi creció emborronando cuartillas con personajes de anime hasta que, con 17 años, se enganchó al polémico Mundial de Argentina de 1978. Le embelesó el juego de Mario Kempes, celebró los goles del brasileño Roberto Dinamite y vibró con las espectaculares paradas de Ramón Quiroga, hasta que el arquero peruano recibió aquella abultada goleada en la fase previa a la final frente a los anfitriones. “El día de la final, Yoichi se quedó en su habitación”, relató Joaquín DHoldan. “Tomó una hoja en blanco y dibujó a Mario Kempes. Luego dibujó a Rob Rensenbrink, un holandés que jugaba de centro delantero. […] Superpuso las dos imágenes sobre la ventana. […] Imaginó un niño, un gran jugador; pensó que su rival debía ser un portero, el mejor de su generación”.

Yoichi pasó años dibujando balones que se deformaban con potentes disparos como los de Nelinho; porterías tan largas que permitían volar a los porteros, como hacía Ubaldo Fillol. Pero, sobre todo, continuó pensando en el capitán de su equipo. “El niño tenía algo de Astroboy, porte de héroe, pero iba vestido de jugador de fútbol”, contó DHoldan. “Pensó en su nombre: Tsubasa Ozora”. Así lo bautizó, con la esperanza de que todos los niños de su país creciesen con él, con su mismo balón en los pies. Cientos de bocetos después, Yoichi Takahashi publicó sus historias en una colección de manga. Lo que no podía imaginar es que el pequeño Tsubasa no solo sería un éxito en su país, sino que levantaría pasiones en todos los rincones del mundo.

 

Todas las tardes después de la escuela, Oliver Atom nos impartía una clase magistral de regates mientras Benji Price nos desvelaba sus trucos para mantener las telarañas intactas en las escuadras

 

OLIVER Y BENJI, LOS MAGOS DEL BALÓN

Oliver Atom se convirtió en capitán indiscutible de toda una generación de niños. Todas las tardes sin falta, corríamos a su lado por si, en algún momento, necesitaba que le tirásemos una pared. No nos importaba que el campo fuese kilométrico. Oliver nos había enseñado que una jugada que todos veían en un segundo, en realidad, podía durar una eternidad. Y que la carrera hasta nuestros sueños nunca sería corta: El orgullo de luchar a morir, por su equipo, su ciudad, su país, no se puede contar; es algo especial.

Nadie se despegaba del sofá hasta que se terminaba la última nota de aquella canción. Entonces, apagábamos la tele y empezaba nuestro partido. Bajábamos al barrio soñando que la gravilla era una alfombra de hierba recién cortada a la que saltábamos con el ’10’ de Oliver en la espalda. Todos queríamos ese dorsal, pero la calle nos enseñó que no había dieces para todos. Y que los del colegio, en sus aceras, no servían porque no se podía comparar cuánto pesaba en un folio con cargarlo en tu espalda.

No fue la única lección. Aunque en la serie nunca se pitaban, en la calle había penaltis, y penalti contra gol era gol porque, en tu barrio, el gol todo lo podía. En la serie no hacían falta linieres, pero al apagar la tele tus amigos podían dejarte en claro fuera de juego si te descuidabas. Una patada a destiempo podía saltarle las lupas al gafoso y había chupinazos que despeinaban a las viejas que cruzaban nuestro teatro de los sueños cargadas con bolsas de la compra. En el barrio, los trallazos hacían retemblar las cristaleras de bares y tiendas, y había que salir por patas si los picoletos aparecían para confiscarte el balón. Así era la calle: si te atreviste a hacer la catapulta infernal, aprendiste que lo verdaderamente infernal fueron las postillas que, durante meses, barnizaron tus rodillas de mercromina.

Cantábamos Oliver, Benji, los magos del balón, pero, en la calle, siempre había un iluso que se creía su dueño porque sus padres se lo habían comprado. Uno, tan cabrón, que podía picarse por una tontería y cargarse el Mundialito más disputado de tu vida, y hasta sacarte una roja directa simplemente porque eras mejor que él. Así funcionaban las cosas ahí abajo: aprendías que había que pelotear al dueño del balón al menos hasta que empezaba otro Mundialito y, entonces, solo mandaban los caprichosos botes de aquel pedazo de cuero.

Persiguiéndolos, te convertías en Oliver Atom. Entre tú y el gol, se interponían el chulito de Mark Lenders, el bueno de Julian Ross, el bravo de Phillip Callahan y el duro de Clifford Yuma. Si conseguías superarlos, en la portería -tres trazos de tiza en la pared- te esperaba Benji Price ‘Paralotodo’ para aguarte la clasificación a la siguiente ronda.

Había comenzado la eliminatoria de tu vida, y te la jugabas solo. O no: el bordillo siempre estaba de tu lado. Nunca nadie te devolvería una pared tan perfecta. Era como hacerla con Oliver Atom. Pura magia: rodeabas al defensa y, botando sobre la gravilla, aparecía. Y allá ibas con el balón en los pies y ya ninguno te podía detener.

 

Oliver se convirtió en capitán indiscutible de toda una generación de niños. Todas las tardes sin falta, corríamos a su lado por si, en algún momento, necesitaba que le tirásemos una pared. No nos importaba que el campo fuese kilométrico. Oliver nos había enseñado que una jugada podía durar una eternidad

 

OLIVER Y LOS SUEÑOS DE CAMPEÓN

Solamente juegan para ganar, pero siempre con deportividad y no hay nadie mejor para la afición. Así crecimos: al mismo tiempo que la rivalidad -y la amistad- de Oliver y Benji. Pero la canción de nuestras vidas no solo iba de eso. Lloramos cuando Tom tuvo que dejar el New Team por los viajes de su padre. Nos endurecimos repartiendo leche con Lenders para llevar dinero a casa. Nos descojonamos con las desgracias de Bruce Harper. Y sufrimos al lado de Julian Ross cuando tuvo que resignarse a ver los partidos desde la grada para que no le explotase el corazón. Aquellos pequeños futbolistas nos enseñaron de qué iba la vida ahí afuera. A soñar como campeones aunque no nos dieran ningún trofeo. A entender qué significaba la palabra ‘equipo’.

Todavía no conocíamos a Messi, pero cuando asombró al mundo nosotros ya lo habíamos visto jugar con otro ’10’ en la espalda. Oliver Atom regateaba como él, sacaba puro fútbol de donde otros solo hubieran rascado un córner miserable. No sabíamos quién era Iker Casillas, pero ya habíamos visto a un portero con su temple, con esa mirada escondida bajo la gorra que acobardaba al delantero más letal. No teníamos ni idea de quién era Cristiano Ronaldo, pero ya habíamos visto sus musculosos brazos asomando por la camiseta arremangada de Mark Lenders. No sabíamos que Andrés Iniesta sería el héroe de nuestras vidas, pero ya habíamos visto nacer sus pases en las botas de Tom Baker.

Todavía no sabíamos que el fútbol profesional se moría precisamente por ese adjetivo que tantos millones movía. No imaginábamos que no veríamos nuestras caras en los cromos que coleccionábamos porque fallaríamos el gol decisivo, a puerta vacía, en el momento menos indicado. Ni mucho menos, que algunos de nuestros sueños se astillarían con la misma facilidad que nuestros huesos. Apenas sabíamos nada de fútbol pero, junto a Oliver y Benji, ya entonábamos la melodía de los campeones. Y soñábamos sus mismos sueños.

 


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Este texto está extraído del #Panenka91, un número que todavía puedes conseguir aquí