Toda persona tiene dos familias. Aquella en la que nace y aquella por la que opta. Hooligan es la historia de Heiko Kolbe y quienes considera sus hermanos de sangre, hinchas de fútbol de la ciudad de Hannover. La madre de Heiko abandonó la familia cuando él era un niño; su padre es alcohólico y convive desde hace años con una mujer que trajo de Tailandia después de unas vacaciones. Heiko dejó el instituto en el último año y no tiene el título de bachillerato. Trabaja en el gimnasio de su tío paterno, Alex, líder de una banda que se encarga de organizar peleas con grupos de «hooligans» de otras ciudades vecinas. Combates organizados en lugares concretos, a determinadas horas y con reglas estrictas, que Heiko vive casi como enfrentamientos deportivos. Philipp Winkler nos habla, por un lado, de la violencia, el fanatismo y la necesidad de aceptación y pertenencia a un grupo, pero también del corazón de un chico duro que pelea para proteger lo que para él es sagrado. La prosa de Winkler se adueña del lector y le transporta a un mundo extraño dentro del nuestro. Y, con Hooligan, se inserta en una gran tradición literaria: dar voz a los que no la tienen.
Desde el sorteo, el partido contra el Braunschweig se ha convertido en tema de todas las conversaciones en el Wotan Boxing Gym. De hooligans, boxeadores, moteros, porteros o ultras. Todos hablan del partido del año. De pronto todo el mundo es experto, y hace sus pronósticos. No solo acerca del partido en sí. Naturalmente, también se trata de todo lo que lo rodea. De su importancia histórica. Todos parecen haber olvidado que en el último encuentro, en 2003, también de copa, el 96 volvió a casa en silencio tras haber encajado un 0:2.
Las últimas semanas no han sido fáciles para el gimnasio. Después de la redada, de la que por supuesto todo el mundo se ha enterado, la mayoría de los clientes se mantuvieron a distancia como medida de seguridad. La normalidad regresó poco a poco. Por desgracia, los ultras fueron los primeros en volver regularmente. Pero entretanto también los Ángeles han vuelto, y Gaul ha vuelto a trapichear con anabolizantes en los vestuarios. Axel recibe prácticamente todos los días visita de los moteros, que entran a su despacho sin que los llamen y sin llamar. Y no les hace salir y volver a llamar «como es debido». Cuando paso delante de la puerta, oigo alguna que otra palabra dura en el interior. Axel esnifa más que nunca. Se pasa el día hablando solo cuando va por los pasillos. Su piel rojiza de aspecto inflamado tiene un color más mate que de costumbre.
Estoy en la entrada trasera cuando saca su cráneo cuadrado por la puerta de la oficina y ladra mi nombre, sin saber que estoy dos metros más abajo.
—Ven. Tienes que ayudarme con una cosa.
Piso con cuidado la punta del cigarrillo que acabo de encender y lo devuelvo a la cajetilla para seguir fumándolo más tarde. Cuando entro en la oficina, me lo encuentro de pie, en calcetines, encima del macizo escritorio. Su cabeza desaparece en el techo. Ha quitado una de las planchas sueltas de la estructura enrejada del techo.
—Tienes que alcanzarme unas cosas —viene su voz amortiguada desde allí arriba, como desde otra habitación.
Señala con el dedo los nuevos montones de papeles con listas que yacen en la mesa junto a sus pies.
—¡No los mezcles! —truena, mientras le acerco un montón tras otro.
Los coge y los mete en el hueco del techo. Se puede oír el ruido seco del papel en los elementos del techo. Se levantan nubecitas de polvo. Por fin, le doy una bolsa que he sacado de un cajón del escritorio. La bolsa transparente de conservación está llena de pastillas en sus dos terceras partes. Detrás, en el cajón, hay un cuchillo de monte de veinte centímetros de longitud, con el mango de goma negra. El filo relampaguea, agudo. El otro lado de la hoja tiene dientes romos. Una vez que ha metido la bolsa al techo, saca el elemento que falta de algún sitio y lo coloca en el hueco previsto para él. Le tiendo la mano para ayudarle a bajar de la mesa, pero me ignora y baja con un jadeo por sus propios medios. Observamos el techo. No se ve nada. Me dice que me siente.
—El 18 de diciembre —dice, y entrelaza las manos estilo amo, y hace crujir los nudillos de la izquierda y de la derecha.
—Braunschweig —digo yo en respuesta.
Asiente y dice:
—Exacto. Los preparativos ya están en marcha. En cuanto se sepan las medidas policiales, un amigo del cuerpo me informará.
—¿Preparativos? —pregunto, me siento en el borde de la silla, sin poder ocultar mi curiosidad.
—Esta es la gran ocasión, Heiko. La oportunidad para la revancha. Y la oportunidad de poner por fin en el mapa a Hannover. Aún más importante después de nuestra derrota en Frankfurt. Y de vuestra… desdichada acción.
No parpadea. Observa con mucha atención mi reacción. No dejo traslucir nada.
—Quién sabe cuándo volveremos a tener una oportunidad así. Hay que aprovecharla —aprieta el puño, y parece uno de esos sucios políticos neonazis que claman contra los extranjeros que roban nuestros trabajos y se tirarían a nuestras mujeres—, tenemos que hacer algo grande. Lo que marca nuestra tradición.
Adopta una mirada soñadora, que en Axel parece más bien un signo de enfermedad mental.
—¿En qué estás pensando? —pregunto, de manera forzadamente neutra, como si todo aquello no fuera conmigo y solo me provocara un ligero interés.
—Match el día del partido. A ser posible no lejos del estadio. Como antes. Antes de que instalaran cámaras, micrófonos direccionales y sistemas de vigilancia por todas partes. En el propio estadio no va a pasar nada, no vamos a imaginarnos cosas. Pero sí fuera del estricto radar de la policía. En algún lugar del centro.
—¿Qué te parecería el Centro Ihme? —disparo de pronto.
Me señala con su índice grande como una salchicha y dice:
—Este es mi sobrino. Por eso aún no te he echado a patadas. Porque tienes ideas, Heiko. Eres un visionario. Como tu tío. Eso mismo iba a proponer.
—¿Cómo que proponer? ¿A quién?
Se reclina en el asiento. Su mirada se aparta de mí y vaga por la estancia. Se balancea sobre la silla.
—Espero visita. Estarán aquí de un momento a otro. He mandado a Tomek a recogerlos y traerlos aquí.
Como si todo estuviera previsto, llaman a la puerta. Axel sonríe. Se alisa la camiseta y carraspea.
—Adelante —dice.
“Esta es la gran ocasión, Heiko. La oportunidad para la revancha. Y la oportunidad de poner por fin en el mapa a Hannover. Aún más importante después de nuestra derrota en Frankfurt”
Tomek entra al despacho. Le siguen cuatro tipos de hombros anchos y cuello grueso. Sonríen como si acabaran de contarse un chiste en el pasillo y aún les durase. Dos de ellos llevan chubasqueros de Stone Island. Otro, una gastada chaqueta Lonsdale. El último, que lleva el pelo rubio rígidamente peinado a raya, lleva un jersey con capucha con un letrero en letra gótica. Axel se levanta y les tiende la mano uno tras otro, dice:
—Señores. Me alegro de que hayáis podido arreglarlo.
—Es un motivo importante —dice el tipo peinado a raya.
Veo en la raíz del pelo que va teñido. Un puto pseudoario. Ya solo falta que se ponga lentillas azules.
—Heiko, haz sitio —dice Axel.
Me levanto y le dejo mi silla a uno de ellos. Me sonríe como si me estuviera colgando un moco y no quisiera decírmelo para que me joda. Se me acerca mucho. La boca le apesta como el culo de una comadreja.
—¿Es este? —pregunta uno de los otros, y apunta hacia mí con la cabeza.
Confundido, miro a mi tío, que vuelve a carraspear.
—Este es.
Todas las miradas están vueltas hacia mí, y me escanean de pies a cabeza.
—¿Y el otro? —pregunta el apestoso, encendiendo un cigarrillo sin pedir permiso.
Axel le mira apretando los dientes. Puedo ver cómo rumia, y que lo que más le gustaría es meterle una a ese tipo. Y espero que lo haga. Pero Axel abre rápidamente un cajón y saca un cenicero de cristal, y se lo acerca. Enseguida los otros empiezan también a fumar, de manera que en un abrir y cerrar de ojos el pequeño despacho se llena de humo.
—El otro aún está en el hospital —dice Axel, y creo observar que me mira fugazmente al decirlo.
Gruñen. Suena como si los cerdos supieran reír.
—Entonces, acabemos esto rápido, para que volvamos a Braunschweig de una vez —dice el tipo sentado en mi sitio, y se estira la chaqueta Stone Island como si fuera un traje de ejecutivo.
—Heiko, por favor —dice Axel, y hace un movimiento lento con la mano, como si estuviéramos en el estudio de Sport Aktuell y fuera a darme la palabra como siguiente invitado.
—¿Qué? —pregunto.
—Discúlpate.
Se me encoge el abdomen como si esperase un golpe en la boca del estómago.
Pregunto por qué tengo que disculparme.
Mi tío gime, dice:
—Ya sabes por qué. Vamos.
No digo nada. Me limito a mirarle. Los brazos se me vuelven chuzos de hielo a los costados, no me vuelve la sangre de los puños. Los de Braunschweig esperan. Tienen paciencia, esos gilipollas. Axel se levanta de su silla, me coge por el brazo y dice, mirando a sus huéspedes de mierda:
—Disculpadnos un momento.
Cierra la puerta detrás de nosotros. Vuelvo a oírlos gruñir de risa. Axel me aprieta contra la puerta de la oficina. La punta de su nariz casi toca la mía, como en un besito de esquimal.
—Vas a disculparte ahora mismo por vuestro ataque a uno de los suyos.
—Y una mierda voy a hacer eso.
—Heiko, escúchame —el aliento le huele a cal. Seguro que se ha puesto en las encías los restos de la coca—, me da igual lo que pienses, pero ahora vas a entrar y vas a pedir perdón. Para que podamos seguir adelante.
—Lo que le han hecho a Kai…
—Lo que le han hecho a Kai, lo que le han hecho a Kai —me imita siseando— ¡Me importa una mierda! ¡Si yo te digo que hagas algo, lo haces!
Me da con la espalda contra la puerta y me echa a un lado. Luego me empuja dentro, pasa por mi costado y se sienta en su sillón de jefe. Todos se han dado la vuelta. Entre ellos está Tomek, como un cuerpo extraño. Me mira. Con cara de compasión. Pero con rabia en los ojos. Veo con claridad que estar aquí le gusta tan poco como a mí. Me gustaría gritarle que saque el cuchillo del cajón y me lo tire, para que pueda acabar con estos mierdas. Quizá estaban en Leipzig. Quizá vapulearon y patearon a Kai. Lo dejaron medio ciego. La idea de cortarles el cuello con el lado romo del cuchillo me hace bajar una sensación agradablemente cálida por la columna vertebral. Axel me mira fijamente. Tiene los músculos del cuello tensos, como si le pasaran cables bajo la piel.
Lo digo. Realmente lo digo. Digo: «Perdón». Y nunca me he odiado tanto como en ese breve instante. Soy un puto traidor. Uno como mi tío. Un sucio e hipócrita traidor de mierda. Aún no he terminado de decir la palabra cuando abro la puerta de golpe y me lanzo al pasillo. Corro a los baños. Tengo la sensación de que tengo que vomitar. Vomitarlo todo. No me sale más que una bilis amarga, y jadeo y grito sobre la taza, de forma que mis propias arcadas resuenan en mis oídos, devueltas por la loza.
***
Descenso a segunda. Uno de los peores partidos de nuestra historia. Tío Axel había pedido a nuestras madres permiso para llevarnos a mí y a Kai, había dicho que iba a cuidar bien de nosotros, que no nos pasaría nada.
Con nuestras bufandas del 96, los dos mocosos estábamos en medio de los hombres, en la tribuna del equipo visitante. A nuestro alrededor rugía el coro, que levantaba los puños al aire, y nosotros saltábamos, inflamados, contra la verja de protección del campo. Era como bañarse en la rompiente, y la densa masa de los partidarios del Hannover rompía una y otra vez contra las barreras laterales que nos separaban de los otros espectadores. Sonidos simiescos se abrían paso hasta el terreno de juego cada vez que nuestros muchachos, Addo y Asamoah, llevaban la pelota. Pregunté a mi tío por qué lo hacían, y me dijo que porque eran negros, y yo no tenía ni idea de qué significaba aquello. Y salté a la valla, con Kai detrás, y esperamos que nuestros insultos llegaran hasta el bloque de los seguidores del Cottbus. Nadie podía insultar a Otto y Gerald. ¡Daba igual el motivo! Eran los mejores que teníamos. Arquitectos del juego y pesadilla de los porteros. Garantes del fútbol ofensivo del Hannover. Pero no hacíamos suficiente ruido. Nos perdíamos en el rugido de nuestra propia gente, con nuestras débiles voces juveniles. Un muro de policías sin rostro detrás de gruesos cascos se alzaba ante nosotros, pero eso no nos preocupaba. No se puede ceder, eso fue algo que aprendí ya entonces. Ni siquiera cuando las primeras latas de cerveza llenas de piedras volaron hacia nuestra tribuna y algunas personas cayeron sangrando al suelo junto a nosotros. En Cottbus, en el Estadio de la Amistad, a uno le tiran piedras y caca. Axel, Tomek y Hinkel nos pusieron en medio de ellos. Nos protegimos con la valla de los proyectiles. Yo trataba de ver por en medio de sus cuerpos. Ayudaron a los alcanzados. Les dieron algo de beber. Se limpiaban la sangre o se ponían pañuelos en las heridas hasta que el papel se quedaba pegado y volvían a tener las manos libres para golpear el aire con los puños.
Con nuestras bufandas del 96, los dos mocosos estábamos en medio de los hombres, en la tribuna del equipo visitante. A nuestro alrededor rugía el coro, que levantaba los puños al aire, y nosotros saltábamos
El partido no tardó en darse la vuelta. Íbamos 1:1 y el 96 estaba a punto de imponerse, cuando los postes luminosos se apagaron y las zonas de córner quedaron sumergidas en la oscuridad. Interrupción del juego. El aire nocturno vibraba con mil voces que sacaban el cuerpo por la boca y me enloquecían. Pero bien. Así que me habría gustado utilizar los gritos simiescos como pretexto para trepar como loco por la valla, encaramarme arriba y gritar a pleno pulmón. Gritar Hannover. Gritar noventa y seis.
Desde ese momento, todo fue mal. Y, cuando la luz volvió solo en una banda y Sievers, nuestro portero, quedó deslumbrado, el bloque entero gritó como un solo hombre: «¡Tongo!». Y el equipo perdió el ritmo. Cottbus volvió a jugar y la tribuna del equipo visitante ardía. Vimos que nuestra gente destrozaba un puesto de salchichas y derribaba una barbacoa. Y aquello ardió como una antorcha desproporcionadamente grande en el oscuro Estadio de la Amistad. Y Kai y yo estábamos hombro con hombro y les animábamos, y el resplandor de las llamas se reflejaba en los dientes y Tomek y Hinkel y Töller y mi tío se peleaban con los policías. Ellos les golpeaban con porras, pero no retrocedían. No tenían más que sus propios puños. Y devolvían los golpes. Y Kai y yo nos miramos y él pensó lo mismo que yo, y nos juramos que tampoco retrocederíamos jamás, que aguantaríamos. En primera fila. Y sellamos nuestro juramento con un apretón de manos.