Recuerdo que pasaban pocos minutos de las cinco de la tarde. Recuerdo un remolino de gente atascando la puerta del colegio. Recuerdo el susurro lejano del tráfico. Recuerdo, también, el parpadeo de los warnings de algunos coches. Recuerdo las mil formas de la merienda: papel de aluminio, zumos con pajita, pan y chocolate, jamón york, Donettes Nevados. Recuerdo el color gris del otoño en la ciudad. Éramos cinco, seis, siete. Nunca los mismos. Aunque en realidad sí. Cuando ves a un grupo de niños corriendo detrás de una pelota, siempre es el mismo grupo de niños. Recuerdo el sudor en nuestras nucas. Recuerdo nuestras camisetas básicas y blancas, algo sucias después de tantas horas fuera de casa. Recuerdo la mirada distraída de nuestras madres y abuelas. Recuerdo que no hablábamos, no reíamos, no gritábamos; estábamos demasiado concentrados pasándolo bien. Recuerdo, sobre todo, el ruido. El ruido de los remates. Un estruendo metálico, clamoroso, como si cayeran a la vez todas las bolas del árbol de Navidad. Era la hostia, porque habías marcado, y era un marrón, porque sabías que ese disparo contra la puerta del parking podía joderlo todo y acabar con el partido. Aquellos goles fueron, supongo, los primeros placeres culpables. Recuerdo cuando alguien, un adulto, nos llamaba la atención. “Aquí no se juega”. Nos retirábamos unos pasos, escondíamos los ojos, alguien se sentaba encima del balón para disimular. Y cuando se esfumaba, volvíamos a la acción. Recuerdo que había algo que nos asustaba más que los límites impuestos por otro: perder la posibilidad de divertirnos. Y que por eso seguíamos jugando, porque la vida todavía se imponía al miedo. Nuestros temores eran más sofisticados: un monstruo al final del pasillo, un asesino debajo de la cama. Lo prohibido, en cambio, sólo era un pequeño bache en el camino. Un obstáculo que tratábamos de sortear felices para no dejar de serlo. Recuerdo que lo conseguíamos a menudo.
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