Norbert era un tipo alto y atractivo. Muy presumido, casi siempre iba en traje. Y nunca, nunca en su vida lució un chándal si no era para hacer deporte. Su hijo, en cambio, pensaba exactamente lo contrario. Por eso convirtió el chándal en su prenda de ropa favorita.
Norbert era un hombre de orden que usaba el deporte para disciplinar a sus hijos. Sobre todo al último, el primer varón después de dos niñas. El chico (miope y con gafas) tenía talento y, sobre todo, instinto. Jamás se le nubló la vista a la hora de tomar decisiones.
Norbert tuvo una carrera discreta como portero, pero triunfó como comercial. Tenía don de gentes y era un excelente orador, ocurrente y divertido. También era muy exigente, e impuso a su hijo un régimen ultracompetitivo: fue su monitor en fútbol, tenis, esquí y atletismo.
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El niño, transformado ya en un espigado adolescente, se decantó por el balón: se convirtió en un jugador correcto y cabezón. Cuestionaba la táctica porque la comprendía. Como su progenitor, comunicarse nunca fue un problema. Era directo y espontáneo. Tenía personalidad.
En un mundo de múltiples identidades, anonimatos digitales y egolatría compulsiva, Jürgen Klopp simplemente parece lo que es. El hijo de su padre. El hijo de Norbert. Cerebral y rebelde. Exigente y pasional. Obsesivo y audaz. Su autenticidad no es impostada: como una llamarada ingobernable, sale de su interior. Pero hasta los incendios más virulentos se apagan. Las brasas de Jürgen todavía están calientes, y son un ejemplo fascinante de lo que muchos llaman carisma, aura o liderazgo natural. Eso se tiene o no se tiene. Y si se tiene, muchas veces, también es culpa del padre.
El de Klopp murió cuatro meses antes de verlo en un banquillo. La chispa se encendió en Maguncia y el fuego se propagó hasta Liverpool.
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Fotografía de Getty Images.